Los puntos en común se terminaban ahí. Yo había nacido en París, en un barrio elegante del Distrito 16.°. Luc Soubeyras era originario de Aras, un pueblo fantasma de Hautes-Pyrénées. Mi padre había ganado una fortuna con la publicidad durante los años setenta. Luc era el hijo de Nicolas Soubeyras, maestro, comunista, espeleólogo aficionado, que se había dado a conocer en la región por haber permanecido en la base de simas frías durante meses, sin ninguna referencia cronológica, y había desaparecido tres años atrás en el fondo de una de ellas. Hijo único, yo había crecido en el seno de una familia que había establecido como valores absolutos el cinismo y el culto al despilfarro y la apariencia. Cuando no estaba en el internado, Luc vivía con una madre funcionaria en excedencia, cristiana alcohólica a la que se le había ido la olla después de la muerte de su marido.
Todo esto en lo que respecta al perfil social. Nuestra situación académica también era distinta. Yo estaba en Saint-Michel-de-Sèze porque el centro, de confesión católica, era uno de los de mayor renombre en Francia, uno de los más caros y, sobre todo, uno de los más alejados de París. No había riesgo alguno de que apareciera de improviso en casa de mis padres el fin de semana, con mis ideas lúgubres y mis crisis místicas. Luc estaba escolarizado allí porque, debido a su condición de huérfano, se beneficiaba de una beca de los jesuitas que dirigían el internado.
Finalmente, por todo ello se establecía un último punto en común entre nosotros: estábamos solos en el mundo. Sin vínculos, sin ataduras, maduros para los interminables fines de semana en el instituto vacío. Nos sobraba tiempo para hablar, durante largas horas, acerca de nuestra vocación.
Nos gustaba fantasear con nuestras respectivas revelaciones tomando como modelo a Claudel, tocado por la gracia en Notre-Dame, o a san Agustín, cuya iluminación tuvo lugar en un jardín milanés. A mí me había sucedido durante la Navidad, cuando tenía seis años. Contemplando mis juguetes al pie del árbol, me deslicé, literalmente, dentro de una fisura cósmica. Con mis dedos en un camión rojo, capté de repente una realidad invisible, inconmensurable, detrás de cada objeto, de cada detalle. Una brecha en el tejido de lo real que encerraba un misterio y una llamada. Presentía que la verdad estaba en ese misterio. Incluso y sobre todo, si aún buscaba respuestas. Estaba al principio del camino y mis preguntas constituían ya una respuesta. Más tarde, leería a san Agustín: «La fe busca, el intelecto encuentra…».
Frente a esta revelación discreta, íntima, estaba la de Luc, explosiva y espectacular. Él pretendía haber visto, con sus propios ojos, la potestad de Dios, cuando acompañaba a su padre durante una localización en la montaña, en busca de una sima. Era el año 1978. Tenía once años. Había divisado el rostro de Dios en el reflejo de un acantilado. Y había comprendido la naturaleza holística del mundo. El Señor estaba en todas partes, en cada guijarro, en cada brizna de hierba, en cada soplo de viento. De esta manera, cada parte, aun la más ínfima, contenía el Todo. Luc no se replantearía jamás sus convicciones.
Nuestro fervor -en modo mayor para él, en modo menor para mí- había encontrado en Saint-Michel-de-Sèze su lugar de florecimiento. No porque fuese una escuela católica, ya que despreciábamos a nuestros profesores, que vivían en conserva dentro de su edulcorada fe de jesuitas, sino porque los edificios del internado se disponían en torno a una iglesia cisterciense situada en la parte superior del complejo.
Allí estaban nuestros lugares de encuentro. Uno, al pie del campanario, ofrecía una vista panorámica del valle. El otro, nuestro preferido, se situaba bajo las bóvedas del claustro, donde había esculturas de los apóstoles. A la sombra de los rostros erosionados de Santiago el Mayor con su bordón o san Mateo con su hachuela arreglábamos el mundo. ¡El mundo litúrgico!
Con las espaldas pegadas a las columnas, aplastando las colilla dentro de una caja metálica de píldoras estomacales, evocábamos nuestros héroes: los primeros mártires que, marchando por los caminos para predicar la palabra de Cristo, habían terminado en los circos romanos, pero también a san Agustín, santo Tomás, san Juan de la Cruz… Nos imaginábamos como guerreros de la fe, teólogos, cruzados de la modernidad revolucionando el derecho canónico, haciendo temblar a los apergaminados cardenales del Vaticano, encontrando soluciones inéditas para hacer nuevas conversiones a lo largo y ancho del mundo.
Mientras que los otros internos hacían planes para darse una vuelta por los dormitorios de las chicas de algún colegio vecino y escuchaban a los Clash a todo volumen en sus walkmans, nosotros manteníamos discusiones sin fin acerca del misterio de la Eucaristía, confrontábamos, con los textos en mano, a Aristóteles y santo Tomás de Aquino y comentábamos el Concilio Vaticano II, que decididamente no había ido demasiado lejos. Aún percibía el aroma de la hierba cortada del patio, las briznas de tabaco en los arrugados paquetes de Gauloises y nuestras voces, esas voces en plena mutación, que subían a los agudos y terminaban en una carcajada. Invariablemente, nuestros conciliábulos concluían con las últimas palabras del Diario de un cura de campaña de Bernanos: «¿Qué importa? Todo es gracia». Una vez dicho eso, todo estaba dicho.
El órgano de Notre-Dame me llamó al orden. Miré el reloj: las seis menos cuarto. Empezaban las vísperas del lunes. Salí de mi entorpecimiento y me levanté. Un dolor agudo me dobló en dos. Acababa de recordar la situación: Luc, entre la vida y la muerte, un suicidio, sinónimo de desesperación sin salida.
Volví a ponerme en marcha, cojeando a medias y con la mano sobre la ingle derecha. Sentía que flotaba dentro de mi gabardina gris. Mis únicos puntos de anclaje eran mis manos crispadas sobre el bajo vientre y mi USP Heckler & Kosch que, desde hacía tiempo, había reemplazado en mi cinturón a la Manhurin reglamentaria. El fantasma de un madero cuya sombra serpenteaba delante, cómplice de las largas lonas blancas de la nave que disimulaban los andamiajes del coro en restauración.
Una vez fuera, sufrí otra fuerte impresión. No fue debida a la luz del día, sino a la de otro recuerdo, que me atravesó como si fuese un punzón. La carita blanca, polvorienta de Luc riéndose a carcajadas. Su cabellera pelirroja, su nariz curva, sus labios finos y sus grandes ojos grises, brillantes como rientes charcos bajo la lluvia.
En ese instante, tuve una revelación.
No había comprendido lo esencial. Luc Soubeyras no podía haberse suicidado. Así de sencillo. Un católico de su temple no pone fin a sus días. La vida es un don de Dios del que no se dispone.
3
La Brigada Criminal, 36, quai des Orfèvres. Sus pasillos. Su suelo gris oscuro. Sus cables eléctricos, aglutinados en el techo. Sus despachos abuhardillados. Ya no prestaba la menor atención a esos sitios. Deambulaba como en una bruma neutra. No había olor que despertara mi atención, ni siquiera el de tabaco o el de sudor.
Y sin embargo, persistía en mí esa sensación de humedad vagamente repugnante, como si caminara en el interior de un organismo vivo en proceso de delicuescencia. Una total alucinación, obviamente, vinculada con mi pasado africano. Allí había contraído una deformación, una manera de aprehender los objetos sólidos como si fuesen entes supurantes, orgánicos.
Detrás de las puertas entreabiertas, sorprendí inequívocas miradas de reojo. Todo el mundo estaba ya al corriente. Aceleré el paso para no tener que dar cuenta del estado de Luc o cambiar impresiones triviales sobre lo desalentador que es nuestro oficio. Cogí el correo que se había acumulado en mi casillero y luego cerré la puerta de mi despacho.