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No me había equivocado. Había invertido mi parte de la herencia en ese piso de dos habitaciones del Marais y cada día, desde hacía cuatro años, experimentaba la virtud mágica de la escalera. Cualesquiera que fueran los horrores del trabajo, la espiral y su follaje me limpiaban. Me desvestía en el umbral de la puerta, tiraba mis trapos directamente en un saco de lavandería y me metía bajo la ducha, terminando el proceso de purificación.

Sin embargo, aquella noche la escalera parecía privada de sus poderes. Cuando llegué al tercer piso me detuve. Una sombra me esperaba, sentada en los escalones. A media luz distinguí el abrigo de ante, el traje color ciruela. Sin duda la última persona a la que deseaba ver: mi madre.

Estaba acabando de subir cuando su voz ronca me hizo un primer reproche:

– Te he dejado mensajes. No me has llamado.

– He tenido un día muy ocupado.

Ni hablar de explicarle la situación; mi madre solo había visto a Luc una o dos veces, cuando éramos adolescentes. No había hecho ningún comentario, pero su expresión hablaba por sí sola; era la misma mueca que cuando descubría a una familia ruidosa en la sala de primera clase en Roissy o una mancha sobre uno de sus canapés. Las terribles notas desafinadas que debía soportar en su vida de mujer mundana todoterreno.

No hizo ademán de levantarse. Me senté a su lado, sin tomarme la molestia de encender la luz del pasillo. Estábamos al abrigo del viento y de la lluvia y para ser 21 de octubre, el clima era más bien templado.

– ¿Qué querías? ¿Es algo urgente?

– No necesito una urgencia para venir a verte.

Cruzó las piernas con un movimiento ágil y pude apreciar mejor el tejido de su falda: un tweed de lana bouclé. Fendi o Chanel. Mi mirada bajó hasta sus zapatos. Negro y oro. Manolo Blahnik. Ese gesto, esos detalles… Volvía a verla recibiendo a sus invitados adoptando aires de languidez, durante sus ineludibles cenas. Otras imágenes se yuxtapusieron. Mi padre, llamándome cariñosamente «mi pequeño meapilas» y mandándome al extremo de la mesa; mi madre, retrocediendo siempre que me acercaba, por miedo de que le arrugara el vestido. Y mi orgullo mudo frente al distanciamiento de ambos y a su pobre materialismo.

– Hace ya dos semanas que no comemos juntos.

Siempre utilizaba la misma inflexión suave para destilar sus reproches. Hacía alarde de sus heridas afectivas pero ni ella misma se las creía. Mi madre, que solo vivía para la ropa de marca y las denominaciones de origen, en el apartado de los sentimientos se movía en un mundo de imitaciones.

– Lo siento mucho -mentí-; se me ha pasado el tiempo sin darme cuenta.

– Tú no me quieres.

Tenía el don de lanzar frases trágicas al descuido, en medio de una conversación anodina. Esta vez, había hablado en su tono de jovencita enfurruñada. Me concentré en el aroma de la hiedra húmeda, en el olor de los muros pintados recientemente.

– En el fondo, no quieres a nadie.

– Al contrario, yo quiero a todo el mundo.

– Precisamente. Tu sentimiento es general, abstracto. Es una especie de… teoría. Nunca me has presentado a una novia.

Miré el trozo oblicuo de cielo que se recortaba por encima de la baranda.

– Lo hemos hablado mil veces. Mi compromiso es otro. Intento amar a los demás. A todos.

– ¿Incluso a los criminales?

– Sobre todo a los criminales.

Volvió a colocar el abrigo sobre sus piernas. Observé su perfil perfecto entre los mechones cobrizos.

– Eres como un psicoanalista -añadió-. Te interesas por todos en general, pero por nadie en particular. El amor, cielo, consiste en arriesgar la piel por el otro.

No estaba seguro de que ella fuera la persona más indicada para decir aquello. Sin embargo, me esforcé por contestar; sus palabras obedecían a una razón oculta.

– Al encontrar a Dios, he encontrado una fuente de vida. Una fuente de amor que nunca deja de manar y que debe despertar el mismo sentimiento en los demás.

– Tú y tus sermones de siempre. Vives en otra época, Mathieu.

– El día que comprendas que esta palabra no tiene moda ni época…

– No seas pretencioso conmigo.

De repente me chocó su aspecto; mi madre estaba tan bronceada y elegante como siempre, pero se adivinaba en ella cierto cansancio, un problema. El ánimo estaba ausente.

– ¿Sabes qué edad tengo? -preguntó de pronto-. Quiero decir, la verdadera.

Era uno de los secretos mejor guardados de París, y la primera cosa que había comprobado cuando tuve acceso a los ficheros de la policía. Para halagarla, respondí:

– Cincuenta y cinco, cincuenta y seis…

– Sesenta y cinco.

Yo tenía treinta y cinco. A los treinta años, el instinto maternal había sorprendido a mi madre cuando acababa de casarse en segundas nupcias con mi padre. Se habían puesto de acuerdo sobre ese proyecto, del mismo modo como se ponían de acuerdo sobre la compra de un nuevo velero o de un cuadro de Soulages. Mi nacimiento debió de divertirles al principio, pero muy pronto se aburrieron. Sobre todo mi madre, que se cansaba siempre de sus propios caprichos. El egoísmo, la ociosidad acaparaban toda su energía La indiferencia, la verdadera, es un trabajo a tiempo completo.

– Necesito un sacerdote.

Mi inquietud aumentó. De repente, pensé en una enfermedad mortal, una de esas conmociones que provocan un estado místico.

– No estarás…

– ¿Enferma? -preguntó, con una sonrisa altiva-. No. Por supuesto que no. Quiero confesarme. Eso es todo. Limpiar la casa. Recuperar una especie de… virginidad.

– Un lifting, digamos…

– No te burles.

– Creía que pertenecías más bien a la escuela oriental -dije, tomándole el pelo-. O New Age, qué sé yo.

Sacudió lentamente la cabeza mirándome de reojo. Los ojos claros en su rostro mate todavía gozaban de un poder de seducción impresionante.

– Te hace gracia, ¿verdad?

– No.

– Tu tono es sarcástico. Todo tú eres sarcástico.

– En absoluto.

– Ni siquiera te das cuenta. Siempre con esa distancia, esa arrogancia…

– ¿Por qué una confesión? ¿Quieres que lo hablemos?

– Contigo, desde luego que no. ¿Conoces a alguien que puedas recomendarme? Una persona a quien pudiera confiarme. Alguien que además tuviera respuestas…

Mi madre en plena crisis mística. Decididamente, no era un día como cualquier otro. Mientras empezaba a llover nuevamente, ella murmuró:

– Debe de ser la edad. No lo sé. Pero quiero encontrar una… conciencia superior.

Cogí un bolígrafo y arranqué una hoja de mi agenda. Sin pensar, escribí el nombre y la dirección de un cura que veía a menudo. Los sacerdotes no son como los loqueros: se pueden compartir en familia. Le di los datos.

– Gracias.

Se levantó envuelta en una estela de perfume. La imité.

– ¿Quieres entrar?

– Llego tarde. Te llamaré.

Desapareció en la escalera. Su silueta de ante y tejido hacía juego perfectamente con el brillo de las hojas y el blanco de la pintura. Era el mismo frescor, la misma limpieza. De repente, fui yo quien se sintió viejo. Me volví hacia el pasillo donde brillaba mi puerta verde esmeralda.

5

Habían pasado cuatro años y seguía sin terminar la mudanza. Las cajas de libros y de cedés se amontonaban en el recibidor y ya formaban parte del lugar. Coloqué mi arma encima, tiré la gabardina y me quité los zapatos: mis eternos mocasines Sebago; siempre el mismo modelo desde la adolescencia.

Encendí las luces del baño y vi mi reflejo en el espejo. Una silueta familiar: traje oscuro, de marca, algo deshilachado; camisa clara y corbata gris oscuro, también raídas. Parecía más un abogado que un poli fogueado en las calles. Un abogado a la deriva que se habría relacionado con maleantes durante demasiado tiempo.