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Me acerqué al espejo. Mi rostro evocaba una llanura atormentada, un bosque sacudido por el viento; un paisaje estilo Turner. Una cabeza de fanático, con los ojos claros hundidos y los rizos oscuros dividiendo la frente. Hundí la cara en el agua, meditando todavía sobre la extraña coincidencia de esa noche. El coma de Luc y la visita de mi madre.

En la cocina me serví una taza de té verde; el termo estaba listo desde la mañana. Luego coloqué en el microondas un tazón de arroz que solía preparar para toda la semana. En materia de ascetismo había optado por la tendencia zen. Detestaba los olores orgánicos: ni carnes, ni frutas, ni cocciones. Mi piso estaba envuelto en el humo del incienso, que quemaba permanentemente. Pero lo más importante era que el arroz me permitía comer con palillos de madera. No soportaba ni el ruido ni el contacto con los cubiertos de metal. Por esta razón no era un verdadero cliente de restaurantes ni aceptaba invitaciones a cenas en casa de amigos.

Esa noche era imposible comer. A los dos bocados vacié el contenido del cuenco en el cubo de la basura y me serví un café preparado en un segundo termo.

Mi piso estaba compuesto de un salón, un dormitorio y un despacho. El tríptico clásico del soltero parisino. Todo era blanco salvo los suelos de parquet negro y el techo del salón con las vigas a la vista. Sin encender la luz fui directamente a mi dormitorio y me tumbé en la cama, dando libre curso a mis pensamientos.

Luc, por supuesto.

Pero más que pensar en su estado, que era un callejón sin salida, o en las razones de su acto -otro callejón sin salida-, escogí un recuerdo entre aquellos que reflejaban los rasgos más extraños de mi amigo.

Su pasión por el diablo.

Octubre de 1989

Veintidós años. Instituto Católico de París.

Después de cuatro años en la Sorbona, acababa de terminar el segundo ciclo: «La superación del maniqueísmo en san Agustín» y seguía adelante con impulso. Iba camino del Instituto para matricularme. Quería hacer un doctorado canónico en teología. El tema de mi tesis: «La formación del cristianismo a través de los primeros autores cristianos latinos», me permitiría vivir varios años cerca de mis autores preferidos: Tertuliano, Minucio Félix, Cipriano…

En aquella época ya observaba los tres votos monásticos: castidad, obediencia y pobreza. En otras palabras, no salía muy caro a mis progenitores. Mi padre no aprobaba mi actitud. «¡El consumo es la religión del hombre moderno!», proclamaba, citando seguramente a Jacques Séguéla. Pero mi rigor le inspiraba respeto. En cuanto a mi madre, aparentaba comprender mi vocación, que, en definitiva, fomentaba su esnobismo. En los años ochenta era más original declarar que su hijo se preparaba para el seminario que decir que dividía su tiempo entre las discotecas de moda y la cocaína.

Pero se equivocaban. Yo no vivía ni en la tristeza ni en la austeridad. Mi fe se fundamentaba en la alegría. Vivía en un mundo luminoso, una nave inmensa en la que miles de cirios centelleaban continuamente.

Sentía pasión por ciertos autores latinos. Eran el reflejo del gran punto de inflexión del mundo occidental. Quería describir ese cambio radical, ese choque absoluto provocado por el pensamiento cristiano, situado en las antípodas de todo lo que se había dicho o escrito hasta entonces. La venida de Cristo a la tierra era un milagro espiritual pero también una revolución filosófica. Una transmutación física -la encarnación de Jesús- y una transmutación del Verbo. La voz, el pensamiento humano no volverían a ser los mismos.

Me imaginaba el estupor de los hebreos frente a Su mensaje. Un pueblo elegido que esperaba a un mesías poderoso, batallador, montado en un carro de fuego y que sin embargo descubría a un ser compasivo, para quien la única fuerza era el amor, que pretendía que cada fracaso era una victoria y que todos los hombres eran los elegidos. Pensaba también en los griegos, en los romanos, que habían creado los dioses a su imagen y semejanza con sus mismas contradicciones y que, de pronto, se encontraban con un dios invisible que adoptaba la imagen del hombre. Un dios que ya no aplastaba a los humanos sino que, por el contrario, descendía hasta ellos para elevarlos por encima de toda contradicción.

Era ese gran momento crucial lo que yo quería describir. Esos tiempos bienaventurados en los que el cristianismo era como arcilla moldeable, un continente en marcha, en el que los primeros escritores cristianos habían sido a la vez la energía y el reflejo, la vitalidad y la garantía. Después de los Evangelios, después de las epístolas y las cartas de los apóstoles, los autores seculares tomaron el relevo, midiendo, desarrollando, comentando el infinito material que se les había entregado.

Atravesaba el patio del Instituto cuando alguien me dio una palmada en el hombro. Me volví. Luc Soubeyras estaba delante de mí. Cara lechosa bajo su pelambrera pelirroja; una silueta delgaducha, perdida en una trenca, ahogada por una bufanda.

– ¿Qué coño haces aquí? -pregunté, estupefacto.

Bajó la vista hacia el formulario de matriculación que tenía entre sus manos.

– Lo mismo que tú, supongo.

– ¿Preparas una tesis?

Se acomodó las gafas, sin responderme. Solté una carcajada de incredulidad.

– ¿Dónde has estado durante todo este tiempo? ¿Desde cuándo no nos vemos? ¿Desde el bachillerato?

– Tú habías vuelto a tus orígenes burgueses.

– ¡Qué dices! Te he llamado cientos de veces. ¿Qué hacías?

– Estudiaba aquí, en el Instituto Católico.

– ¿Teología?

Juntó los tacones y se cuadró.

– Yes, sir! Y además, una licenciatura en letras clásicas.

– De modo que hemos seguido el mismo camino.

– ¿Tenías alguna duda?

No respondí. La última época en Saint-Michel, Luc cambió. Más sarcástico que nunca, su familiaridad con la fe se había transformado en burla, en constante ironía. Yo no daba ni un duro por su vocación. Después de ofrecerme un Gauloises y encender uno para él, me preguntó:

– ¿De qué va tu tesis?

– Del nacimiento de la literatura cristiana. Tertuliano, Cipriano…

Lanzó un silbido de admiración.

– ¿Y tú?

– Todavía no lo sé. El diablo, tal vez.

– ¿El diablo?

– En tanto que fuerza que ha triunfado, sí.

– ¡Por Dios! ¡Qué dices!

Luc pasó entre varios grupos de estudiantes y se dirigió hacia los jardines, en el fondo del patio.

– Las fuerzas negativas me interesan desde hace cierto tiempo.

– ¿Qué fuerzas negativas?

– Según tu opinión, ¿para qué vino Cristo a la tierra?

No respondí. La pregunta era demasiado burda.

– Vino a salvarnos -prosiguió-. A redimirnos de nuestros pecados.

– ¿Y?

– El mal ya estaba presente. Mucho antes de Cristo. En resumen, siempre estuvo aquí. Era anterior a Dios.

Deseché la idea con un gesto. No había cursado cuatro años de teología para volver a unos razonamientos tan primarios. Le repliqué:

– ¿Y dónde está la novedad? El Génesis empieza con la serpiente y…

– No te hablo de la tentación. Te hablo de la fuerza que existe en nosotros y que se rinde a la tentación. Que la legítima.

El césped estaba lleno de hojas secas. Pequeños puntos oscuros u ocres, pecas del otoño. Lo corté en seco:

– Después de san Agustín, se sabe que el mal no tiene una realidad ontológica.

– En sus escritos, Agustín utiliza la palabra «diablo» dos mil trescientas veces. Y eso sin contar los sinónimos.

– Como figura, símbolo, metáfora. Hay que tener en cuenta la época. Pero para Agustín, Dios no creó el mal. El mal no es más que una carencia de bien. Una debilidad. El hombre está hecho para la luz. Él «es» la luz, porque es conciencia de Dios. Solo necesita ser guiado, ser llamado al orden a veces. «Todos los seres son buenos porque el creador de todos, sin excepción, es soberanamente bueno.»