Más aplausos y un coro:
«¡Sí, lo haremos jugar con pucheritos! ¡Lo haremos cuidar las muñecas! ¡Le enseñaremos que la agresividad no es necesaria, lo vestiremos de amarillo o de verde y nada de celeste en casa! ¡Ni príncipes ni niños!»
«Y además», concluyó C, «debemos recordar siempre a la naturaleza, nuestra maestra. ¿Acaso las leonas preguntan a los leones: cariño, quieres este cachorro o no? ¡No! Lo paren y basta y lo crían entre todas, como en una verdadera hermandad. Hembras y cachorros: ésta es la ley que gobierna el mundo, todo lo demás son cuentos. Los machos sirven sólo para un momento, después ya no son necesarios». Un alboroto de aprobación estalló en la sala.
A duras penas levantando la mano conseguí que se me oyera y dije la verdad: «¡Compañeras! Yo… no sé qué hacer… no sé si lo quiero tener.»
Se hizo un gran silencio.
«Tanto en un caso como en el otro eres tú la que debe decidir, nuestra obligación como hermanas es la de apoyarte. Si lo quieres, haremos como las leonas, lo criaremos juntas, si en cambio quieres deshacerte de él, nos ocuparemos también nosotras de ello, L. y G. han hecho un curso y se han convertido en expertas…»
Con esta frase se disolvió la reunión oficial y finalmente salieron los porros de los bolsos.
5 de junio
He ido al decanato y he pedido información.
«El profesor Ancona no retomará las clases hasta el año que viene», me han dicho.
He tenido la presencia de ánimo de decir que era una estudiante suya y que tenía necesidad urgente de hablar con él. Creo que me he sonrojado porque la secretaria me ha mirado con recelo.
«¿No lo puede consultar con el suplente?»
«No…»
«Entonces escríbale y deposite la carta en secretaría.»
Las páginas siguientes del diario estaban todas llenas de frases tachadas, probablemente repetidos intentos para encontrar las palabras justas. De vez en cuando entre los garabatos del rotulador y los borrones azules aparecían algunos fragmentos, como peces escapados de la red. La palabra Amor asomaba por un lado, responsabilidad. ¿Qué hacer? Conservar niñ. y debajo, en mayúsculas y subrayado varias veces: DESESPERADA, DESESPERADA, DESESPERADA.
Probablemente había hecho varios borradores antes de escribir la carta: en el fondo él era profesor de filosofía del lenguaje. Leyendo esos fragmentos, tuve la impresión de que le daba terror equivocarse con las palabras, cada frase estaba escrita con gran inseguridad, parecía una persona que sufre de vértigo obligada a caminar por el borde de un barranco. El precipicio era elegir o no una vida.
Mientras ella participaba en las reuniones, o iba ansiosa a la universidad, mientras fumaba o probablemente lloraba en su cama, en su cuerpo, aquel hermano mío (o hermana) seguía formándose; con gran sabiduría y ritmo imperturbable, las células se multiplicaban y se disponían a crear lo que, un día, sería su cara; el niño se desarrollaba y ella dudaba si dejarlo crecer o no, su poder sobre él era absoluto. Leyendo esas líneas no lograba percibir ningún sentimiento de hostilidad o desprecio, lo que me nacía era el instinto de protección, como si toda esa desesperación, esa soledad y esa ingenuidad burlada hubieran acabado directamente en mis venas, transformándose en un sentimiento de pena infinita.
El sol de mediodía era insoportablemente abrasador y ensordecedor el zumbido de los insectos entre las flores; cuando estaba a punto de cerrar el diario, un abejorro, con las patas posteriores cargadas de polen, cayó entre las páginas y con delicadeza le ayudé a reemprender el vuelo.
En el punto del impacto quedó un cerco dorado, debajo había escrito:
Decidido.
Dentro de tres días en casa de B.
Tiziana, por sus conocimientos de medicina, ha dicho: «estás loca, te matarán».
Le he contestado que «quizá sería mejor así».
Seguían dos páginas arrancadas y después, con letra nerviosa, había escrito:
La noche siguiente, entre aliviada y aturdida, he tenido un sueño. No sé dónde me encontraba exactamente, sólo recuerdo que en un momento determinado estaba comiendo un trozo de pan crudo que empezaba a fermentar en mi estómago. Las personas con las que me encontraba me preguntaban: ¿una dulce espera? «No», respondía, «es sólo la levadura que sigue haciendo su trabajo», pero en el mismo momento en que lo decía ya no estaba tan segura de tener razón.
Al despertarme me sentía extraña y decidí llamar a B. «¿Estás segura de que todo ha ido bien?» Me ha tranquilizado: una intervención perfecta. «Y además», ha añadido, «¿no te acuerdas de que te lo enseñé en la palangana?».
Me pareció algo ofendida por haber dudado de ella, de su experiencia, entonces para desdramatizar he bromeado: «¿Y si hubieras hecho como los curanderos filipinos? Un higadillo de pollo et voilà, el problema está resuelto.» Nos reímos y la tensión desapareció.
Durante un par de días sentí la necesidad de alejarme de las memorias de mi madre. No podía seguir en compañía de la pesadumbre de aquellos años.
Para quitarme de encima la escoria y las sombras, para purificarme caminé largos ratos por el altiplano.
Escondidos entre los matorrales, los mirlos y las currucas cruzaban sus cantos de amor, el verde tierno de las hojas recién despuntadas daba esplendor al paisaje, mientras, en los prados diseminados de jaramagos, mayas y crocos, zumbaban, atareados, una infinidad de insectos polinizadores.
A veces me tumbaba en la profundidad húmeda de las cañadas: desde allí admiraba las copas de los arbustos y de los árboles mientras a contraluz las arañas subían y bajaban a lo largo de invisibles hilos de seda y los xilófagos, como gemas violeta, surcaban el aire con su vuelo pesado.
Otras, en cambio, sentía la necesidad de subir, de alcanzar un punto desde el que mi mirada pudiera perderse más allá del horizonte.
Caminando entre las cañadas y las cimas de las crestas pensaba en aquel hermano -o hermana- a quien no había sido dada la posibilidad de nacer. ¿Habría salvado a mi madre su existencia o habría acelerado la tendencia destructiva? ¿Existiría yo si él hubiera nacido?, me preguntaba. ¿Significaba su final, de alguna manera, la posibilidad de mi comienzo?
Más allá de nuestra voluntad, de nuestra fragilidad, de nuestros planes, en cualquier caso limitados, ¿existe Alguien, algo que gobierna el gran ciclo de los nacimientos? ¿Por qué nací yo y no él? El aborto hubiera podido no funcionar, así como, por otro lado, mi madre hubiera podido perderme, a lo mejor tropezando en las escaleras mientras estaba embarazada de mí.
Subía y bajaba por los senderos pedregosos: a mi paso las culebras, que abandonaban al sol el último sopor del letargo, serpenteaban entre los matorrales y las lagartijas salían disparadas. Una serpiente que nace, pensaba, un ratón de campo, o una corneja se pueden diferenciar de sus semejantes únicamente por la habilidad de permanecer el mayor tiempo posible en este mundo. Un animal (por extraordinariamente complejo que sea) puede sólo ejecutar, con mayor o menor eficacia, el proyecto inscrito en el patrimonio genético de su especie, pero, ¿y el hombre? ¿Acaso no puede el hombre, en un momento dado, modificar su camino? ¿Y no es quizá ese abismo de potencialidades lo que nos produce desaliento, lo que nos sugiere la impotencia de nuestra visión? ¿Quién habría llegado a ser mi hermano? Y yo, ¿por qué razón había venido al mundo? ¿Para convertirme en quién?