En esos largos paseos volví a encontrar la fuerza para seguir con mi búsqueda. Una mañana me desperté con el repiqueteo de la lluvia contra las ventanas. Durante la noche se había levantado el oscuro viento del norte, la temperatura bajó y el viento soplaba más bien fuerte cubriendo el jardín de una luz otoñal. Lo único que recordaba que estábamos en primavera era la gran cantidad de pétalos blancos esparcidos debajo del ciruelo y del cerezo.
Después de desayunar subí lentamente a la buhardilla. Una vieja cortina de flores cubría un montón de cajas pequeñas y grandes, unas debieron de contener licores y chocolatinas, otras eran sólo anónimos contenedores de cartón cerrados con cinta adhesiva. Abrí uno con un cortaplumas: en su interior había adornos de Navidad, desenrollé unos metros de cinta plateada antes de encontrar el pesebre; el portal no era antiguo ni especialmente bonito: dos paredes de corcho y una escalera que llevaba a una especie de pajar debajo del techo. Dentro, patas arriba, yacían el buey y la mula y, atravesados, san José y la Virgen; otra bolsita contenía el comedero, las ovejas y los corderos. Encontré mi figurita preferida: una vieja oveja de yeso con una pata rota y un lazo rojo alrededor del cuello. Era ésa la que yo escondía todas las nochebuenas por la casa, era esa oveja perdida que, balando por las habitaciones, te obligaba a buscar.
No había rastro del Niño Jesús, estaría en el fondo de la caja o se quedaría en algún bolsillo en el período del Adviento. En el contenedor de al lado brillaban las escasas bolas de cristal que sobrevivieron a numerosas navidades y una contera horadada.
Las cajas que estaban debajo contenían las distintas colecciones de coleópteros del abuelo: pequeñas vitrinas de cristal con el fondo de terciopelo sobre el que largos y finos alfileres fijaban los insectos, cada uno acompañado por su nombre en latín escrito con letra clara y sin titubeos.
Mientras trataba de desplazarlas con cuidado, me topé con un sobre de plástico que se cayó al suelo, estaba cerrado con cinta aislante y llevaba el membrete Policía del Estado: dentro parecía que había un bolso bandolera de tela. Durante unos instantes mi corazón se aceleró. ¿Qué otra cosa podía ser sino el bolso que mi madre llevaba en el momento del accidente?
Rompí el envoltorio con las uñas. No tenía cremallera, sólo un botón desabrochado. En el bolso encontré una cartera con unos billetes de mil liras, la tarjeta de un cineclub alternativo, unas monedas, un abono de tren del trayecto Trieste-Padua y, protegida por una funda transparente, una polaroid descolorida de cuando yo era pequeña en brazos de un hombre en la orilla del mar. El desconocido, con el pelo largo y revuelto y un collar de conchas en el cuello, le sonreía al objetivo y yo, con un cubito en la mano, parecía claramente fastidiada, debía de haber llorado hacía poco o estaba a punto de hacerlo. Por lo que entreveía del paisaje de fondo debíamos estar en la bahía de Sistiana.
Además de la cartera, había un bolígrafo con la tinta seca, un librillo de papel de fumar, un artilugio para confeccionar cigarrillos, las llaves de la casa, un pañuelo sintético, un lápiz de labios, caramelos para fumadores y, escondidas en un bolsillo interior, dos cartas. La primera, dirigida a mi madre, había sido enviada desde Padua pocos meses antes de que yo naciera.
La caligrafía era menuda, regular, de trazos algo angulosos.
Querida Ilaria:
He recibido tu carta y te contesto de inmediato porque, además de no querer hacerte perder tiempo esperando inútilmente, tampoco quiero que te hagas ilusiones que pueden ser nefastas.
Si al menos fuera un poco más hipócrita, si los tiempos no fueran los que son -tiempos de clarificación de la verdad- podría mentir y decirte que estoy casado, que no tengo la más mínima intención de poner mi matrimonio en entredicho por una aventura de un mes.
Pero prefiero ser sincero y decirte claramente que yo no quiero tener hijos. Ni hijos, ni esposas, ni novias, ni nada que, de alguna manera, pueda limitar mi libertad. No quiero porque mi vida es la de un explorador y un explorador no viaja con lastre.
Sin embargo, de tus palabras, a veces -y perdona- demasiado tontarronas, intuyo que para ti no es así y que aún te haces grandes ilusiones. Por otro lado, aunque hayan transcurrido algunos años desde nuestro primer encuentro, eres todavía muy joven y el destilado de respetabilidad burguesa (y de sentimentalismo) que ha penetrado en ti con la educación sigue intacto. A pesar de tu comportamiento libre, en el fondo sólo aspiras a la eterna canción de contigo pan y cebolla, puede que en la versión revolucionaria «tú y yo y nuestra descendencia en marcha hacia el sol del futuro».
«Construiremos un mundo distinto -escribes-, a nosotros nos corresponde dar el ejemplo de una manera nueva de vivir las relaciones sin opresión, sin abusos, sin violencia. Criar a los niños con creatividad, vivir la pareja con libertad.»
Según tú, en definitiva, deberíamos jugar a ser jóvenes pioneros y estás convencida de que así lograrías -lograríamos- liberarnos de la cerrazón del destino burgués, de esa lenta agonía que, hasta hoy, ha sido para todos el matrimonio.
Te lo concedo sólo por la gracia que te otorga tu ingenuidad. Por otro lado, cómo negarlo, es precisamente eso lo que más me ha gustado de ti desde el primer instante. Por eso -y debido a nuestra breve relación- me siento en la obligación de ofrecerte unos puntos de reflexión.
En tu escrito aparece muchas veces la palabra «amor». ¿Te has preguntado alguna vez, de verdad, sobre lo que se oculta detrás de un sustantivo tan usado y del que tanto se ha abusado? ¿Has sospechado alguna vez que puede ser una especie de escenografía, un fondo de papel para ambientar mejor la representación? La característica de los decorados es la de cambiar en cada escena.
La esencia del drama no está en esos cartones pintados -la ilusión pictórica nos ayuda a soñar, a soportar mejor el trago amargo- pero si somos honestos con nosotros mismos, no podemos negar que estamos frente a un simple artificio, frente a una ficción.
El amor -que tanto ha alimentado tu fantasía- no es otra cosa que una forma sutil de veneno. Hace efecto despacio pero es inexorable y es capaz, con sus invisibles emanaciones, de destruir cualquier vida.
¿Por qué?, te preguntarás con tu mirada perpleja.
Porque para amar cualquier cosa es necesario conocerla antes. ¿Puede la complejidad de un ser humano llegar a conocer la complejidad de otro ser humano? La respuesta es evidente: de ninguna manera. Por lo tanto no se puede amar de verdad porque no se puede conocer de verdad.
Has podido conocer una minúscula parte de mí, así como yo he podido entrar en contacto con una minúscula parte de ti. Nos hemos ofrecido recíprocamente nuestra parte mejor, aquella a la que sabíamos que el otro no habría podido resistirse.
Lo mismo les sucede a las flores. Para atraer al insecto, la corola exhibe colores extraordinarios, pero una vez concluido el acto, los pétalos caen y, del pasado esplendor, queda muy poco.
Es una ley de la naturaleza, no hay nada de qué escandalizarse. Todos los apareamientos suceden a través de distintas formas de seducción -cada especie tiene la suya-, desde la flor hasta el hombre. Pero así como la abeja no puede decirle a la flor te amo, tampoco nosotros podemos mentir sin pudor diciendo que nos amamos. Con la honestidad que caracteriza estos tiempos lo único que podemos decirnos (como la abeja a la flor y viceversa) es «te necesito».