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Hace años, en un momento difícil de mi vida, te he necesitado para pasar un par de meses llenos de frescor. En ese momento yo también te he sido necesario -al menos lo espero- para hacerte abrir los ojos sobre algunos temas complejos además del innegable placer del que han disfrutado nuestros cuerpos, naturalmente. Y el placer -más allá del goce en sí- es también un medio extraordinario de subversión. Volver a encontrarte después de unos años ha confirmado la gran atracción de nuestros cuerpos.

Lo que he dicho hasta ahora es válido también, por consiguiente, para la llegada de un hijo. Las flores que se hacen fecundar por el polen no gozan, lo hacen para garantizar la supervivencia, para que puedan existir en el futuro otras flores iguales a ellas.

El mismo mecanismo es innato también en los seres humanos. A pesar de la complejidad de nuestras mentes, nuestros cuerpos quieren sólo reproducirse. A ellos, como a las flores, no les importa que nos amemos o no, o que el orgasmo nos arrolle; se puede también nacer de una violación, de una eyaculación precoz. De doscientos cincuenta millones de espermatozoides el que gana la carrera es siempre uno solo, el mejor, el más fuerte, el más afortunado, el más deshonesto, no importa. Lo importante es que la vida se repita, que perdure. Es lo que te ha ocurrido también a ti. Es una ley de la naturaleza.

A decir verdad, debería tirarte un poco de las orejas. ¿Por qué no has usado algún tipo de protección? ¿Pensabas aún, con tu romanticismo soñador, en las cigüeñas y en las coles? ¿O acaso no tan inconscientemente, sino con voluntad lúcida, era precisamente lo que deseabas, un lazo, una cadena, para atarme definitivamente a ti?

Probablemente, dada la profundidad y el arcaísmo de tu condicionamiento, no te das ni cuenta pero en realidad lo que deseas, como muchas de tus amigas, es sólo la certeza de un futuro en pareja. Algunos hombres, ante vuestro chantaje biológico y primordial, bajan la guardia y ceden. Lo hacen por debilidad, por banalidad, por el innato, y nunca vencido, temor a la muerte. ¿Quién, sino un hijo, puede garantizarles la eternidad?

Muchos ceden, pero yo no. La idea de que el niño que crece dentro de ti no sólo será un desconocido sino también un tirano capaz de consumir la energía de nuestros días, un parásito que puede devorar -sin el menor remordimiento- a los que lo han traído al mundo, me impide incluso la más mínima duda. No podré conocerlo jamás y por ello nunca lo podré amar. Tampoco tú lo podrás hacer, a pesar de haberlo llevado en tus entrañas. Una mañana te despertarás y te darás cuenta de que has metido en tu casa a un extraño y que ese extraño tiene el rostro de un enemigo.

Dicho esto, no quiero condicionarte de ninguna manera. Como decís en vuestras manifestaciones, «el útero es mío y lo administro yo». Haz lo que quieras. Si lo quieres conservar, hazlo; si quieres abortar, no tengo nada que objetar. Ambas decisiones me dejan completamente indiferente.

Que sepas que si un día te presentas ante mí con un niño en brazos no me conmoverás de ninguna manera, ni abdicaré de mis convicciones.

Te agradezco los maravillosos ratos pasados juntos, la filosofía, la poesía, el sexo y la ingenuidad con la que siempre me has mirado.

M.

Así, mi padre y el de mi hermano perdido eran la misma persona. La misma infame persona.

Tenía ya pocas duelas sobre el contenido del otro sobre, el que estaba en blanco. Levanté un poco un borde y distinguí la escritura que había aprendido a conocer.

Cada una de tus palabras me ha confirmado lo que he sabido siempre. Los hijos son sólo de las madres, los padres fecundan y su historia acaba ahí.

Dentro de poco ni tan sólo serán necesarios, bastará un donante y una jeringuilla, y así finalmente se cerrará la penosa historia de la familia, el baile de las ficciones que ha devastado el equilibrio psíquico de tantas generaciones.

En mi casa de Trieste somos muchos, no me faltará ayuda, ni compañía. El niño crecerá sin anteojeras, sin hipocresías, nunca se verá obligado a colgar en su habitación un panfleto con las palabras: «La familia es tan armoniosa y estimulante como una cámara de gas.»

Será un niño libre e irá al encuentro de un mundo igual de libre, sin deformaciones, sin las represiones impuestas por el patriarcado, el capitalismo y la Iglesia.

No tendrá temores ni angustia porque podrá crecer siguiendo la bondad natural que yace en el corazón de todos los hombres. Y su alma será tan grande que puede que de verdad yo nunca llegue a conocerla, pero eso, contrariamente a ti, no me inquieta ni me hace cambiar de idea.

El desafío es precisamente éste, traer al mundo seres más completos que nosotros. Si no se logra hacer la revolución con armas se puede hacer, por los menos, criando a los hijos de otra manera.

G. dice que en algún lugar en el cielo estaba escrito que nuestras existencias tenían que encontrarse y unirse en una nueva vida. Aunque tú no lo aceptes, en alguna conjunción astral estaba ya escrito nuestro destino y el de nuestro hijo. Probablemente, para realizar este plan nos perseguimos desde vidas pasadas pero, como tú rehúsas procrear, tu karma será muy largo y desolador. Probablemente te reencarnarás en un animaclass="underline" te vería bien como reptil (con la sangre fría que riega cada célula de tu cuerpo y de tu minúsculo cerebro), o bien, como mandril, con el morro de color rojo encendido como el trasero.

Tu hijo se parecerá inevitablemente a ti, tendrá tus ojos, tus manos o tu manera de reír, pero para mí será sólo él mismo, y tú serás un número en el catálogo pedido por correspondencia. Si me pregunta algo de ti, le contaré de un magnífico amor imposible, vivido una noche en una playa lejana…, haré que sueñe con su padre.

Por suerte, G. está en mi vida. No sé lo que hubiera hecho sin él. A pesar de tus sarcasmos, no es un nuevo amante sino una persona única, muy importante para mí. Me está ayudando a reunir los trozos del caos que tengo dentro. Sólo él tiene la paciencia de pegarlos, de darle a cada fragmento un sentido. G. sabe ver donde los demás no ven, sabe localizar, en la maraña de caminos y senderos de nuestras vidas, el hilo que nos lleva a la salvación.

No te lo he dicho nunca pero, hace años, también esperaba un hijo tuyo. No lo has sabido porque, apenas alcanzado el tamaño de un renacuajo, acabó en el váter. Lo hice todo sola, sin recurrir a nadie. En aquel momento me pareció algo de escasa importancia. Sólo ahora excavando entre las ruinas, me he dado cuenta de cuánto ese acto, en realidad, ha determinado la gran inestabilidad de mi casa. Probablemente estaba ya amenazada debido a la mala calidad del material con el que se había construido. Detrás de mí estaba mi madre, con su cerrazón burguesa, mi padre, un hombre gris que ha volcado en mí sólo un tibio afecto al que yo he correspondido con un sentimiento aún más frío: un coleóptero entre los coleópteros, el escarabajo de la metamorfosis que se protege debajo de la cama.

Pero no quiero aburrirte con estas minucias burguesas.

Entonces me deshice de nuestro hijo porque tenía miedo. Miedo de la responsabilidad, del compromiso, de tener que renunciar a mi juventud, de no estar preparada para combatir por la revolución, miedo de no estar a tu altura, de desilusionarte. Te mentí la primera vez que dormimos juntos: no tomé la pastilla. Y a lo mejor aborté porque temía que tú te burlaras de mí por esa mentira.