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¿Por qué no me lo has preguntado estas últimas veces?

Según G. la respuesta es clara: inconscientemente también tú deseas un hijo. Te das aires de Herodes para enmascarar tu terror, pero ahora, tras haber leído tu carta, ya no me importan nada tus miedos. Mi tripa crece día tras día y es como si tuviera un pequeño sol dentro de mí: es cálido, da luz y me ayuda a seguir.

Llevaré este embarazo hasta el finaclass="underline" tengo treinta años y no puedo seguir esperando, ya no soy la chica ingenua que tú describes, prendada de su fascinante profesor.

Ahora se trata de elecciones responsables y yo, como adulta, quiero ser madre. No tengo un empleo, pero tengo una casa en Trieste (regalo de mis padres burgueses que no he querido rechazar). Mientras, estoy analizando mi subconsciente, y no es poco. De vez en cuando doy alguna clase particular y cuando mis padres se vayan al otro mundo, tendré una renta con la que contar. O sea que tranquilízate, no presenciarás nunca la penosa escena de verme mendigar a tu puerta con un hijo en brazos.

¿Sabes lo que dice G.? Que cada uno de nosotros tiene un hilo en la mano y que ese hilo nos lleva a nuestra estrella. Cada uno de nosotros tiene una estrella en el cielo y nuestro destino es aprender a seguirla. Es una estrella cometa, nuestro karma está escrito en su estela, si soltamos el hilo todo está perdido, se forma un enredo, una maraña de estrellas.

Y es precisamente éste, Maraña de estrellas, el título de su libro más importante. Sé que a ti no te importan nada estas cosas pero debes saber que si no buscas tu estrella, si no la sigues, antes o después, se enredará con el hilo de otras estrellas y será imposible desenredarla, empezará a apagarse hasta desaparecer.

La estrella es un pequeño sol pero cuando se agota su luz se vuelve fría, glacial. Y es bajo esta siniestra claridad como tú conducirás tus pasos mientras mi hijo y yo correremos felices en pos del arco iris de nuestras estrellas cometa.

Om Shanti, Om Shanti, Om Shanti

Por un instante, durante la lectura, un velo opaco cubrió mis ojos, las palabras bailaban confusas y mis manos ya no estaban tan seguras.

Los sueños de mi madre no coincidían en nada con mis recuerdos. Lo que para ella era libertad, para mí, de niña, sólo había sido desconcierto, confusión. Jamás hubo carreras felices debajo del arco iris. Su estrella fue una estrella de destrucción: la escasa fuerza que había empleado para salvarse me sumió en un estado de profunda turbación.

Puse las dos cartas de nuevo en el bolso con la delicadeza con que se maneja el material arqueológico que vuelve a la luz después de siglos. Descansad en paz, me decía, descansad, flechas incandescentes dispuestas a perforar la fragilidad de mis entrañas.

Mientras lo decía, mis manos rozaron un papel arrugado en el fondo del bolso. Era una hoja cuadriculada de un bloc de notas, arrancada de mala manera. ¿A qué época se remontaba ese nuevo resto arqueológico?

La fecha era del mes de mayo, del año de su muerte.

¡ME HAS TOMADO EL PELO TODA LA VIDA!, había escrito en letras de imprenta y con caracteres enormes.

En el reverso, con trazos nerviosos, una carta:

Perdona, perdóname por haberte traído al mundo. He cometido un error tras otro, he excavado toda mi vida por galerías como un topo, sin ver nada, dando vueltas como un ratón.

No había horizonte, no había futuro.

He nacido para vivir en un callejón sin salida, ahora ya estoy al final del camino.

Perdóname si puedes.

Si no puedes, paciencia, te abrazo fuerte, te beso en la frente.

La firma -Ilaria- estaba tachada con dos trazos negros y un poco más abajo, con caracteres grandes y algo infantiles, había escrito

Tu mamá.

Cuando el corazón está herido, ¿qué ruido hace? ¿El ruido sordo de una esponja empapada al caer o el silbido de unos fuegos artificiales mojados por la lluvia?

Habría querido saber más pero no era posible. Ahora debo confiar únicamente en mi memoria, en aquellos pocos, débiles y centelleantes pasajes que pertenecen a los primeros tiempos de mi conciencia, pero aquella puerta se había cerrado hacía demasiados años. Mi vida -la vida que conocía- te había pertenecido, había pertenecido a tu casa. Todo lo que había sucedido antes se había difuminado como si en realidad hubiera nacido a los cuatro años.

Repasar aquellos años, sin embargo, descubriendo cosas que puede que un hijo nunca quiera saber, arrancó un velo de mi memoria, como -tras una larga ausencia- se quitan las sábanas de los sofás.

Primero, me volvió a la mente un olor, muy preciso. Olor a cigarrillo mezclado con el del hachís quemado en un ambiente cerrado. Si hubiera sido un pájaro migratorio lo habría seguido para volver al nido. De hecho, mi nido era el apartamento de mi madre en Trieste, una especie de comuna abarrotada de personas que entraban y salían constantemente. Gateaba entre mujeres y hombres sentados o tumbados en el suelo, como si fueran los caminos de un laberinto.

En la maleta encontré sólo dos fotos de esa época. En la primera estaba de morros con la cara sucia y un jersey rojo, en brazos de mi madre, mientras ella con el pelo largo y bolsas debajo de los ojos me hacía saludar a alguien tomando mi mano entre las suyas. La segunda foto se remontaba al día de mi tercer cumpleaños. Como de costumbre, mucha gente sentada en el suelo y yo en el centro delante de una masa oscura e informe iluminada por tres velitas amarillas que debía de ser el pastel. A mis espaldas colgaba como un festón un rollo de papel higiénico que llevaba escrito con rotulador Feliz cumpleaños.

No tenía ningún recuerdo real de estos dos acontecimientos, lo que me quedaba de esos primeros años de vida era una especie de rumor de fondo, un cúmulo de voces contrapuestas, de fuertes ruidos dominados a veces por el sonido desgarrador de un instrumento (más tarde identificado como una cítara) que me hacía llorar.

Tenía miedo de aquel sonido, como también tenía miedo de estar sola cuando todos se dormían en el suelo, de cuando el sol estaba alto y zarandeaba a mi madre y ella, en lugar de abrir los ojos, seguía durmiendo y se daba la vuelta hacia el otro lado.

Tenía miedo de la cítara y tenía miedo de mi madre porque a menudo no era ella sino otra persona, cogía cosas y las rompía, golpeaba la cabeza contra la pared, daba patadas a las puertas.

Tal vez fue ese terror el que ha borrado su rostro de mi memoria. En cualquier momento la realidad podía estallar, explotar en mil pedazos y, en cierto modo, encender la mecha dependía de mí.

De esos días, aparte del desaliento y de la ansiedad constante, recuerdo el nacimiento de algo más pequeño y devastador cuando se refiere a un niño: el sentimiento de la compasión. Sí, era compasión ese nudo en la garganta que me hacía llorar cuando ella caía exhausta al suelo y yo, con temor y delicadeza, me acercaba para rozarle la cara.

2

¿Podía seguir ignorando a mi padre como él había hecho conmigo? Me lo preguntaba durante aquellos días sin encontrar una respuesta.

Durante los años de mi adolescencia había fantaseado mucho sobre él. Dejé de creer en tu patraña sobre el príncipe turco (como la existencia de San Nicolás) alrededor de los nueve años aunque seguía pensando en ello, construyendo día a día mi mosaico personal. Para hacerlo usaba teselas de los colores más extraordinarios. Si no se había presentado nunca era evidente que debía existir algún impedimento, un obstáculo tan grave como para poner en peligro su existencia -o incluso la mía.