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¿Por qué otra razón un padre escogería adrede no ver crecer a su hija? En mi imaginación se sucedían escenarios cada vez más fantasiosos, del espionaje internacional (sólo un espía no podía arriesgarse a revelar su identidad) a los laboratorios de investigación científica más avanzada (mi padre debía ser un biólogo, un químico, un físico y trabajaba en un proyecto de extraordinaria importancia para el futuro de la humanidad), por eso estaba obligado a vivir en un subterráneo blindado, lejos de miradas indiscretas, y renunciar así al amor de su hija.

Los niños quieren sentirse orgullosos de sus padres, lástima que los padres no se den cuenta. En los casos más afortunados, un padre y una madre tienen una idea de cómo debería ser el hijo y actúan para que todo se adecue a esa idea. En los casos más desafortunados no ven nada más allá de ellos mismos y siguen viviendo sin percatarse de ese rayo láser que les apunta permanentemente, una mirada que traspasa muros y supera distancias, implacable, sedienta, hambrienta, capaz de alcanzarlos en cualquier parte de la tierra, de seguirlos al cielo o al infierno, dispuesta a arriesgarlo todo, a perderlo todo, una mirada que desde el mismo momento en que se ha posado en el mundo reclama solamente una cosa: otra mirada que le responda.

Todos los niños nacen con una innata necesidad de maravillarse. Quieren abrir los ojos sobre alguna cosa que admirar, quieren ser conducidos a la cima de un monte y contemplar el esplendor, la luz que cambia, la nieve, el reflejo de los hielos, el águila que protege, majestuosa desde lo alto, sus polluelos, como deberían hacerlo también los padres de los seres humanos.

Por el contrario, el paisaje que se recorta en el horizonte de muchos hijos, a menudo, no es más que un vertedero al aire libre, lleno de chasis de coches, de sillas rotas, calentadores de agua y bañeras boca arriba entre la hierba, bolsas de plástico colgadas entre las ramas y televisores muertos, una única superficie de desolación y desorden. Sin embargo, incluso allí, alguno de ellos consigue encontrar algo que admirar -quizá una canica- y en esa pequeña esfera de vidrio, durante una fracción de segundo, el mundo brilla entre sus manos sin sombras.

Para no ceder al desaliento, un hijo se aferra a cualquier cosa, indicios, señales, capaces de estirarse y ensancharse hasta cubrir toda la escena. No hay detective o científico que resista al talento inquisidor de un niño que busca motivos válidos para admirar a quien le ha traído al mundo.

Un padre borracho (que a lo mejor debes saltar por encima de él para ir al colegio porque está tirado en el suelo) no es malvado, es más, hubiera podido entrar en casa furioso y liarse a patadas contigo, sin embargo ha decidido dormirse y dejarte en paz. Es buena la madre que (después de no haberse ocupado de ti durante días) vuelve a casa y te hace una tortilla: podía no hacerlo, podía volver y encerrarse en su habitación, de todas formas no tiene hambre y además tú no le importas, sin embargo abre la nevera, coge los huevos, los echa en la sartén y a lo mejor te mira a los ojos y te pregunta si has hecho los deberes, porque tú eres lo más importante de su vida.

Durante años había encerrado a mi padre en un globo imaginario que me seguía a todas partes; estaba allí dentro, suspendido, con la sonrisa tranquila de Buda, rodeado de pétalos: sublime, inalcanzable. Estaba convencida de que antes o después el globo estallaría y que él, por fin, bajaría a tierra para abrazarme.

Hubo la explosión pero en lugar de Buda -seráfico e imperturbable- fue el profesor Ancona el que cayó al suelo, con su barba, sus cigarrillos, sus palabras aparentemente sensatas pero en realidad afiladas como cuchillos.

Durante aquellos días de total soledad había leído y releído su única carta a mi madre. Al principio me parecía poder compartir algunos conceptos -el amor por el conocimiento, por ejemplo, o el deseo de no tener lazos para poder moverse con más libertad para interrogarse-. Es una mente brillante, me decía, en el fondo tiene derecho a no atarse a la cotidianidad, pero todavía seguía atrapada en el síndrome del globo, quería encontrar en él algo de mí.

Reexaminando la carta al cabo de unos días, las cosas me parecieron muy distintas, era como si -entre esas líneas- se hubiera producido una reacción química y debajo de las palabras llanas, ordenadas, acreditadas, rezumara una sustancia verdosa, ácida, corrosiva, capaz de descubrir la verdadera naturaleza de quien las había escrito. Había paternalismo, escarnio y cinismo. Presentaba a mi madre como una de esas pobrecillas de las novelas por entregas -seducida y abandonada al primer contratiempo-; otros términos, otro entorno, pero «rasca, rasca» (como decía él) y la historia era siempre la misma: la mujer se enamora -y sueña- mientras que el hombre se divierte, y juega.

Había fantaseado durante años sobre el encuentro con mi padre, sobre nuestro primer abrazo, pero esas pocas páginas barrieron toda la ternura y admiración dejando sólo rabia dentro de mí. Me sentía humillada por ser mujer, por ser hija de mi madre (y por lo tanto también hija suya), fruto de la degeneración-no generación que, por una broma del destino, me había traído al mundo.

Ahora sabía que en nuestro primer encuentro le escupiría a la cara. Iría a buscarlo, sí, pero no por afecto o por curiosidad, sino únicamente para desfogar el furor que se apoderaba de mi cuerpo, para gritarle todo lo que hubiera tenido que decirle mi madre y que no tuvo el valor.

Una cosa era cierta (y a mí me consolaba): a pesar de su afán de libertad y de la alta consideración que tenía de sí mismo, no había llegado a ser lo que esperaba, si no habría leído su nombre en algún sitio. Debía seguir siendo un pez pequeño o de tamaño mediano, encerrado para toda la vida en el pequeño acuario protegido de la universidad y de las publicaciones para especialistas. Tuve la confirmación algunos días después, en la librería -en un ensayo de epistemología, traducido del inglés, estaba escrito: Epílogo del profesor Massimo Ancana.

No me fue difícil dar con él. Llamé a la editorial pidiendo su dirección y amablemente me respondieron que -por motivos de privacidad- no estaban autorizados a dármela pero que podría mandarles la carta y ellos se encargarían de hacérsela llegar.

Cogí, pues, papel y pluma y le escribí. Me presenté como una estudiante de filosofía, joven, tímida y llena de admiración por la complejidad de su obra.

¿Podríamos vernos?

La respuesta no tardó en llegar, no vivía lejos de Trieste. Me dio las gracias eludiendo los elogios y añadió que era inútil concertar una cita ya que todas las tardes, excepto el domingo, estaba en casa. Bastaba con que llamara por el portero automático, dijera mi nombre -Elena- y él abriría.

Elena era el nombre que había escogido para presentarme, para el apellido había optado por el de tu madre, no quería correr el riesgo de que ante la más mínima sospecha cancelara la cita.

Así, la «estudiante» Elena, un día de gélido viento del norte, cogió el autobús en dirección a Grado para conocer a su padre. Fue como el lobo de Caperucita Roja, como el ogro de Pulgarcito, como todas las criaturas de las fábulas capaces de morder y hacer daño. Pero también lo hizo como un niño, con una ingenua incertidumbre, esperando que, con el pasar de los años, la historia hubiese cambiado su curso, porque aquel abrazo seguía a la espera, abierto dentro de ella como las pinzas de un cangrejo gigante.

¿Con qué estado de ánimo me preparaba para el encuentro, en el autobús semivacío que me llevaba hacia la playa? ¿Temor? ¿Rabia? Rabia, seguro, pero quizá más miedo. Por la ventanilla desfilaba un panorama de monótona desolación, acabábamos de flanquear las grúas de los astilleros de Monfalcone y estábamos ya superando el estuario del Isonzo, de vez en cuando, una garza real, con su lento vuelo, cruzaba el cielo. Quizá más miedo porque -después de tantas reflexiones y planes estratégicos de ataque- ya no estaba tan segura de que mi mano tuviera el valor de apretar el timbre del portero automático, que mis piernas subieran las escaleras, que mi mirada aguantara la suya sin traicionar los sentimientos y las emociones, como Ulises, de regreso a Ítaca, justo antes de exterminar a los Procios.