Fui la única que bajó en la parada. Un ciclista anciano, de porte más bien incierto, avanzaba por el final de la calle desierta.
A pesar del nombre -Grado Pineta- [2] pinos en aquel lugar había muy pocos, pelados y encerrados entre filas de pisos decadentes con nombres poéticamente evocadores: Le Sirene, Ippocampo, Stella di mare, Nausicaa.
Durante los largos meses invernales, los jardines se habían convertido en depositarios de todo tipo de botellas, papeles, latas de cerveza y basuras transportadas por el viento.
Lugar privilegiado para segundas casas durante el boom económico, el barrio parecía, ahora, un galeón a la deriva. Desde hacía tiempo la salinidad del mar había iniciado su trabajo de corrosión sobre los enlucidos y el maderamen, muchos postigos colgaban y algunas persianas se habían caído. Villa Luisella estaba escrito en un cartel, torcido y agujereado, delante de una casita en ruinas. Durante el invierno alguien debió de divertirse en dispararle; detrás de la cancela, tirada en el césped, una bicicleta con una sola llanta.
¿Cómo había acabado en un lugar como aquél el profesor Ancona? No llegaba a explicármelo. Tras un par de intentos al final encontré la calle y el número.
Calle del Maestrale 18.
Ante mí apareció un edificio fantasmal, como todos los demás, revalorizado sólo por un pequeño pórtico que en verano a lo mejor albergaba unas tiendas (me las imaginaba repletas de barcas de plástico y pelotas, cremas para el sol y tumbonas, cubos y palas); ahora, sin embargo, estaban cerradas y a través de las tristes verjas extensibles se entreveían los mostradores vacíos, una capa de polvo, y las páginas de un diario desparramadas por el suelo.
Massimo Ancona. Era uno de los pocos nombres que figuraba en el portero automático. Ya no podía titubear, cada fracción de segundo se transformaba en duda. Y desde la duda se asomaba la prepotente certeza de que -para mi vida y la suya- sería mucho mejor dar media vuelta y volver a la oscuridad de donde había venido.
«Elena», dije en el portero automático.
«Quinto piso.»
Mi mano empuja el portón de cristal y mis ojos distinguen, colgado en el atrio, un salvavidas blanco y naranja (¿por si se hundía el edificio?) con el nombre del bloque, Le Naiadi; cojo el ascensor y después se abre una puerta y me encuentro delante de mi padre.
3
Olor a cerrado, a humo frío, penumbra. Muebles blancos de casa de vacaciones en la playa, postigos desencajados con el laminado levantado por la humedad. Libros por todas partes, hojas desparramadas, en el suelo, una vieja máquina de escribir cubierta con su funda, un ordenador portátil abierto -única fuente de luz-, periódicos, revistas, una botella de whisky con un vaso, al lado, opaco por las huellas de los dedos, una colcha sucia para proteger una cama de niño transformada en sofá.
En el centro de la habitación, él.
La misma cara de la foto, sólo que algo más hinchada, el cabello negro, la barba canosa, los ojos llameantes, el físico aún delgado pero ligeramente caído por la barriga que tensa los botones de la camisa, como si quisiera arrancarlos.
«¡Qué buena sorpresa para una tarde que de lo contrario se anunciaba melancólica!»
«Encantada, Elena», dije antes de sentarme en el desvencijado sofá cama.
Más que hablarle de mí o de mis estudios, tema sobre el que no precisé nada, lo dejé hablar. Parecía que no esperaba otra cosa. Debía de ser un hombre muy solo, con la cabeza llena de pensamientos, y le parecía mentira que hubiera alguien que lo escuchara.
La curiosidad tuvo la prioridad sobre la rabia. Intentaba verlo con los ojos de mi madre, ¿qué le habría llamado la atención? ¿Qué emociones lograría suscitar en ella como para determinar de manera tan trágica su destino?
«Te sorprenderá», continuaba él, en su largo monólogo, «que haya escogido vivir en un lugar tan alucinante, a lo mejor hubieras preferido venir a verme en un loft transformado a partir de una vieja pescadería en Venecia, con muebles antiguos y viejos grabados en las paredes, pero eso, ¿entiendes?, hubiera sido, una vez más, un convencionalismo, habría adherido al modelo preestablecido -el profesor de filosofía en su hábitat natural- y eso es precisamente lo que no quiero hacer, meterme en un molde que me ha preparado otro. En el desarraigo se da también esto -colonizar los frentes de la nada-. Voy donde nadie tendría nunca el valor de ir ¿y sabes por qué? Porque no tengo miedo. Eso es todo. Al no vivir en la mentira de una unión, no temo nada. Es la ficción la que nos convierte en frágiles. Debemos llenarnos de cosas, de objetos y de simulacros para controlar el terror, pero esta acumulación, en lugar de procurar alivio, genera un terror aún más grande, el de perder. Más lazos tenemos, más vivimos en el pánico, las personas se mueren o nos abandonan, las cosas se pierden o se rompen, son robadas y, de golpe, nos encontramos completamente desnudos. Desnudos y desesperados. Naturalmente siempre hemos estado desnudos, sin embargo, hemos hecho como si no lo supiéramos, como si no lo viéramos y cuando lo descubrimos es con frecuencia demasiado tarde para ponerse a salvo. Si no te puedes agarrar a nada, te preguntarás, ¿cómo haces para salvarte? Te salvas no actuando -o mejor aún, actuando en armonía con la nada-. La nada nos precede, la nada cubrirá nuestros pasos. En la nada radica la sabiduría del aparecer y desaparecer, por eso debemos entregarnos a la nada como a una nodriza generosa… Colonizar los frentes de la nada es justamente el título del ensayo sobre el que estoy trabajando…».
Pasaba el tiempo y no lograba inserirme en el curso de sus frases. Me quedaba una hora antes del último autobús. No sabía cómo afrontar el asunto.
Por suerte, en un cierto momento, se levantó para llenar de nuevo su vaso de whisky y mi mirada se posó en un bellísimo tapiz persa, la única cosa antigua de la casa.
Se lo indiqué: «Y eso, ¿de dónde viene?»
«¿Te parece una señal contradictoria? Efectivamente lo es… Mi padre vendía tapices y ése es uno de los últimos que me han quedado.»
«¿Un recuerdo?»
«No, mi caja fuerte. Algo para vender en caso de necesidad.»
En lugar de sentarse en la silla vino a mi lado en el sofá cama, los muelles chirriaron por el peso. Permanecimos un momento así, en silencio; no lejos un perro ladraba desesperadamente, acto seguido cogió mi mano entre las suyas y empezó a observarla.
«Antiguamente se decía que la mano de una persona encierra todas las cualidades de su alma… Aquí veo inteligencia y nobleza de pensamiento… Se parece mucho a la mía.»
Nuestras manos estaban apoyadas sobre mi pierna, una al lado de la otra. La mía temblaba levemente.
«Se parece porque soy su hija», dije con una voz que me sorprendió por su serenidad.
A los ladridos del perro se habían añadido las blasfemias de un viejo que, sin conseguirlo, intentaba acallarlo.
Inmediatamente se alejó de mí.
«¿Es un chiste?», su voz era entre alarmada y divertida, «¿o una mala obra de teatro?».
«Padua, años setenta. Una alumna suya…»
Se puso de pie para mirarme mejor a la cara.
«Años maravillosos, las chicas caían en mis brazos como abejas en una corola.»
«La evidencia de la verdad.»
Una dura luz cruzó sus ojos volviéndolos opacos y eliminando sus distintos reflejos.
«Si quieres recriminarme algo te digo enseguida que te has equivocado.»
«Ninguna recriminación.»
«¿Qué quieres, entonces? ¿Quieres un resarcimiento, dinero? Si es por eso lo máximo que te puedo dar es un tapiz.»
«No necesito dinero ni quiero tapices.»