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«¿Entonces, por qué has venido hasta aquí?, suponiendo que tú seas de verdad mi hija.»

«Por curiosidad. Quería conocerte.»

«Entre seres humanos el conocimiento total es imposible.»

«Pero la curiosidad es un atributo de la inteligencia.»

«Touché!»

Faltaba poco para que pasara el autobús y mientras me ponía la chaqueta abrió la puerta de la casa diciendo: «Vuelve cuando quieras. Por las tardes estoy siempre aquí, por las mañanas mejor que llames por teléfono porque salgo con frecuencia.»

Después de aquella primera visita volví a verlo todas las semanas durante tres meses. A menudo íbamos a pasear a la playa, la estación estival aún quedaba lejos y en el rompiente se pudrían montones de algas que en los días de sol desprendían un fuerte olor que atraía a manadas de gaviotas reales, siempre en busca de comida.

El nivel del agua oscilaba mucho con las mareas. A veces, los jubilados-pescadores debían alcanzar casi el horizonte para poder encontrar almejas y vieiras.

De vez en cuando nos cruzábamos con personas que hacían jogging, jóvenes atléticos u hombres de barriga voluminosa, empapados de sudor incluso en pleno invierno.

Frecuentemente, durante los días más cálidos, los enamorados se sentaban en los troncos arrojados en la playa por las mareas.

«¿Sabes por qué a todos los enamorados les gusta mirar el mar?», me preguntó una vez mi padre mientras señalaba una pareja abrazada. «Porque están convencidos de que su amor no tiene fin, como el horizonte. En definitiva, a una línea ilusoria le sobreponen un sentimiento ilusorio.»

No perdía ocasión para demostrarme la falacia del mundo aparente. Maya (la gran ilusión cósmica, según la filosofía védica hindú) nos encierra en su red mágica en la que pocos elegidos logran encontrar una salida y huir, abriendo finalmente los ojos. Todos los demás están obligados a perseguir sombras.

«El amor no puede ser sólo una sombra», repliqué.

«Por supuesto que lo es. Es la sombra de la parcialidad. ¿Ves?, ahora yo me siento contento de pasear contigo por la playa, disfruto hablándote de muchas cosas, pero ¿es esto amor? No, es sólo la satisfacción del conocimiento de una parte. De ti, que dices ser mi hija, amo el reflejo de mi propia inteligencia, lo que conozco de mí y que puedo ver en ti. Pero si, por ejemplo, tú tuvieras un rasgo genético distinto (de alguna tía estúpida de tu familia o de la mía), si tú fueras una niña tonta que vive para los talk show y para los pantalones de última moda, te habría echado inmediatamente y habría cambiado el número de teléfono para que no me encontraras. No me interesa poseer sino más bien reconocer una señal, una huella que, misteriosamente, persiste de generación en generación. Es precisamente por eso -por la no posesión- por lo que te he dejado libre. Intenta imaginar si tú hubieras sabido, desde el principio, que eras la hija del profesor Ancona. Automáticamente habrías actuado según esquemas de comportamiento predefinidos, sintiéndote quizá obligada a ser la primera de la clase. O a lo mejor, por contraste, habrías hecho cualquier cosa para parecer lo más tonta posible, taladrándote hasta los párpados con clavos y siguiendo como una oveja todas las abominables modas con tal de hacerme enloquecer de rabia. En cambio, así has crecido sin condicionamientos y has llegado a ser lo que verdaderamente tenías que ser, no una planta de vivero sino un árbol que crece solo y majestuoso en medio de un claro y todo esto gracias a mí porque me he escondido, me he apartado. No creas que no ha sido un sacrificio para mí, he debido renunciar a las tantas pequeñas alegrías concedidas a los padres, no he querido cortarte las alas. ¿Comprendes? He preferido que fuera tu patrimonio genético el que se manifestara, sin deformaciones, sin condicionamientos, porque a fin de cuentas ésa es nuestra esencia. Durante milenios, nuestro ADN ha estado enrollado encerrando entre sus espirales el secreto de nuestra capacidad de supervivencia: vives, sobrevives y mueres; todo está escrito ahí, en esos micrones de materia.»

Ese día el sol calentaba. Nos sentamos en un patín de agua que estaba en la arena y nos quitamos las chaquetas. Mi padre encendió un cigarrillo. Mi mirada se posó en un cormorán muerto no muy lejos de nosotros; una rapaz debió de comerle la cabeza y las moscas se agolpaban sobre el muñón de su cuello, si lo hubiera desplazado habría encontrado a los sepultureros en plena faena.

En ningún momento me preguntó por mi madre, ni quién era -si era una de tantas- ni qué había sido de ella. Me parecía extraño.

«Mi madre ha muerto», dije, sin mirarle a la cara.

«¿Ah, sí?»

«Hace casi veinte años. Yo tenía cuatro.»

«También esto es, en cierto modo, una suerte. ¿Y cómo?»

«En un accidente de coche pero no sé mucho más. Creo que ya no podía más y que, de alguna manera…»

El humo del cigarrillo ascendía formando anillos regulares delante de su cara. Suspiró profundamente.

«Así es… el gen de la ingenuidad delata, con frecuencia, un defecto.»

«¿Cuál?»

«El de la autodestrucción.»

Un día, después del paseo, me llevó a comer a la ciudad vieja, a un mesón del que era probablemente cliente habitual porque el camarero, ya mayor, lo llamó profesor mientras lo acompañaba a la mesa.

«Pensarán que eres mi última conquista», susurró mientras se sentaba.

«¿Desde cuándo te importa lo que dicen los demás?», hubiera querido replicar, pero me callé.

Desde la pared a sus espaldas, el borracho de un cuadro al óleo me miraba; tenía una jarra vacía delante, el sombrero ladeado y dos lágrimas le surcaban el rostro. En el cuadro de al lado un enorme sol naranja envolvía dos caballos blancos enfrentados morro contra morro, patas con patas, no resultaba claro si por rivalidad o por amor. En el fondo, es lo mismo, habría dicho mi padre.

«Pide el caldo con polenta», me sugirió.

«No, prefiero los calamares fritos.»

Mientras esperábamos nos trajeron entremeses y vino blanco. Era la primera vez que lo veía comer. Pensaba que lo haría con soberana indiferencia, como todo lo demás, y en cambio, con gran sorpresa por mi parte, lo devoraba todo con avidez, la mirada baja, los dedos rápidos, como si saliera de una abstinencia.

Hasta entonces no me había dirigido ninguna pregunta sobre mí ni sobre mi vida. Mientras lo observaba inclinado sobre su plato, tuve la fundada sospecha de que si en mi lugar hubiera un maniquí o una silueta de cartón sería exactamente lo mismo. Pero era yo la que quería saber de él, y así, durante la interminable espera del caldo, lo interrogué por su familia.

La madre era de Rodas y el padre, Bruno Ancona, era comerciante de alfombras; en realidad, se había licenciado en Económicas y heredó el negocio de alfombras de su suegro. Entre trabajar para una compañía de seguros y viajar por Oriente en busca de las mejores piezas, prefirió la segunda opción. Vivían en Venecia, donde en 1932 nació él.

Poco antes de las leyes raciales se embarcaron en una nave con destino a Brasil, logrando llevarse un arcón de alfombras con ellos. Su madre había intentado oponerse con todas sus fuerzas: sus amigas de las partidas de canasta seguían permaneciendo en sus casas, no había ningún motivo para alarmarse.

Eran italianos. Italianos como todos los demás.

El marido tuvo que soportar sus quejas durante toda la travesía. «Tienes demasiada imaginación», le repitió, «y tu imaginación nos llevará a la ruina».

El suplicio no se interrumpió ni tan sólo en São Paulo. Todo era excesivo para ella: demasiada humedad, demasiado calor, demasiado sucio, demasiado pobre, demasiado lleno de negros y, más grave aún, no había nadie con quien jugar a la canasta. Aguantó dos años más y después enfermó y se murió.

«Una mujer estúpida, en definitiva», fue el comentario que hizo mi padre. «Muy guapa, morena, con ojos como carbones encendidos, pero estúpida.»