Durante esos meses empecé a ver claras las cosas que teníamos en común, regulando los prismáticos encontraba cada vez más: por eso, me decía, no me apetece interrumpir bruscamente nuestra relación. Cuando llegue el momento justo iré y con calma y lucidez le enumeraré uno a uno los motivos de mi desprecio. Seré yo la que decida romper y no al revés. Lo último que deseaba era acabar como mi madre, abandonada por la calle como una maleta con el asa rota.
Con la llegada del verano todo el cansancio de ese año -tu enfermedad, tu muerte, el encuentro con mi padre- me pudo, transformándome en un guiñapo. Lo único que deseaba era estar sola, tumbada en algún sitio, sin comida, sin palabras, para recuperar fuerzas como una planta en invierno o como una marmota que espera el deshielo.
Hacía ya tres semanas que había interrumpido mis visitas a Grado.
Una tarde sonó el teléfono. Era él. Con una voz extraña -¿dónde había ido a parar su socarrona impasibilidad?- me reclamaba: «¿Qué pasa? ¿No vienes más?»
Me justifiqué casi sin darme cuenta.
«No me encuentro muy bien. En cuanto me sienta mejor iré.»
¿Por qué no se me ocurrió contestarle enseguida «iré cuando me parezca» y sobre todo «si me apetece»?
¿Por qué motivo tenía que sentirme culpable hacia una persona que no había visto más de una decena de veces, un hombre que no había tenido, no digo ya un sentimiento de culpa, sino ni tan sólo el más mínimo remordimiento, un seductor que se había comportado siempre como si sus acciones no tuvieran consecuencias?
No fui ni la semana siguiente ni la otra, aunque me sentía mejor y tampoco le avisé. El teléfono sonó tres días seguidos, siempre a la misma hora, por la larde, sin que yo pensara ni por un momento alargar la mano y contestar. Evidentemente me estaba buscando, sin conseguir encontrarme. Su ansiedad me procuraba una sorda satisfacción.
Al cuarto día respondí.
«¿Eres tú?», dijo.
Sentí titubeo en su voz, casi temor, parecía la voz de un anciano. Puede que hubiera bebido porque el tono de la voz oscilaba como la llama de una vela expuesta a la corriente.
Esperaba que me dijera algo, que me preguntara cómo me sentía, si me había curado; en cambio, después de un hondo suspiro, dijo: «Aquí ya no se puede estar, es una locura, está lleno de niños que lloran, de televisiones a todo volumen, la escalera está llena de mujeres gordas con el cucharón en la mano, los hombres hacen bricolaje con los taladros; en lugar de matar a sus mujeres utilizan el cortacésped para cargarse los nervios de sus vecinos. ¿Sabes en lo que se ha convertido mi avanzadilla? En el preludio de un modesto Apocalipsis. Cada año es lo mismo, es más, es cada vez peor. Por suerte tengo un amigo que me deja su apartamento de Busto Arsizio durante el verano y es allí donde se desplaza la avanzadilla. Estoy a punto de irme y quería dejarte la dirección, en el caso de que…»
«¿De qué?»
«En el caso de que te apeteciera ir. También hay un teléfono… ¿Tienes donde escribir?»
«Sí», contesté, garabateando su número en una vieja factura.
«Acuérdate, sin embargo, de dejar sonar tres veces. Tres veces y cuelgas. Si no, no contesto. Les permito a muy pocos llamarme.»
«Ya lo sé.»
«Oye…», su voz había adquirido un matiz de una fragilidad casi inquietante: «quería decirte una cosa más…»
«¿Sí?»
Agudos gritos infantiles lo interrumpieron, dominados por una imprevista música rap a todo volumen.
«Será otro día… no puedo más, ¡huyo!»
Con el verbo de la huida -su preferido- colgó el teléfono.
Ante ese «quería decirte una cosa más» mi corazón se aceleró, me esperaba una revelación, un reconocimiento, un recuerdo, un arrepentimiento: algo que llevara nuestra historia a los banales caminos de lo humano, que me autorizara a dejar de llamarlo Massimo para llamarlo papá.
En cambio es posible que sólo quisiera decirme que se iba, pero ¿no significaba esto que comenzaba a ceder: te digo dónde estoy porque te necesito, porque espero que me encuentres, porque ya no puedo vivir sin oír tu voz, sin tu mirada?
Después de su llamada telefónica bajé al jardín.
El aire estaba saturado de ozono y por el este llegaban las nubes veloces y amenazadoras de un gran temporal, rasgadas, en la lejanía, por relámpagos que empalidecían el horizonte. Un viento seco -el que precede a la tempestad- sacudía las ralas copas de los pinos negros haciendo crepitar sus ramas, para después abalanzarse sobre los frutos dorados del ciruelo que se desplomaban en tierra con el ruido que hacen las cosas saturadas de agua al caer. Por el lado opuesto el sol desaparecía y lo que se salvaba de la normal rotación terrestre se lo tragaban las nubes que avanzaban.
Pronto se desencadenaría la tempestad en la meseta, pero en mi mente y en mi corazón ya había empezado, había arrancado los hilos y la electricidad corría por todas partes como un duende loco de alegría.
5
Cuando cae un avión lo primero que se hace es buscar la caja negra, parece que lo mismo ocurre con los trenes. En ese pequeño espacio queda todo grabado, desde la trayectoria a las maniobras, a los hechos, por mínimos que sean, que hayan contribuido al accidente: las indecisiones y los descarrilamientos, las confusiones y los choques. En el hombre esta función la desempeña la memoria. Es el recuerdo el que construye al ser humano, el que lo sitúa en la historia -en la suya personal y en la más amplia del mundo que lo rodea-, y las palabras son las señales que dejamos detrás de nosotros.
Las palabras son como las huellas que encuentras en la playa al amanecer. Durante la noche, entre las dunas, hay un ir y venir de zorros, ratones, cuervos, gaviotas, gamos, jabalíes, limícolas, cangrejos e incluso esos pequeños coleópteros negros que, como señoras que siempre llegan tarde, resbalan rápidamente en la arena. Todos se mueven en la oscuridad y dejan rastros. Unos se encuentran y se olfatean con curiosidad, otros aterrizan para después reemprender el vuelo, los menos afortunados son devorados, otros se acoplan o simplemente estiran las patas. Los cangrejos al hundirse construyen castillos de arena, las huellas de los limícolas duran lo que una ola, mientras que los coleópteros dejan sobre la arena largas estrías ordenadas, haciendo que sea fácil llegar hasta sus guaridas.
¿Y tú de qué guarida has salido?, ¿adónde vas?
Pero puede que antes de preguntarnos adónde vamos deberíamos descubrir de dónde venimos.
Si el coleóptero no sabe a qué especie pertenece, ¿cómo hará para comportarse de la manera adecuada, para decidir si debe comer estiércol, polen o animales muertos?
Un animal sabe de qué se ha alimentado en su larga y somnolienta infancia y es el sabor de ese alimento lo que lo guiará en sus selecciones, así como también es capaz de reconocer su guarida y el motivo que lo induce a salir: está todo escrito en sus genes.
Con el hombre, en cambio, las cosas se complican.
Somos similares en las funciones físicas, pero muy diferentes en todo lo demás. Cada uno de nosotros tiene una historia que es sólo suya y que hunde sus raíces muy lejos, en los abuelos, los bisabuelos, los tatarabuelos y más atrás aún, siempre más atrás hasta llegar a los primeros hombres, al momento en que, en lugar de comportarnos como los coleópteros, empezamos a escoger.
¿Qué elecciones hicieron nuestros antepasados? ¿Con qué fardos nos han cargado? ¿Y por qué tanta diferencia en los pesos? ¿Por qué hay quien corre ligero como una pluma y quien, en cambio, no logra despegarse del suelo?
Con estos pensamientos subí nuevamente al desván. El sol del verano había comenzado a calentar d aire y para no ahogarme abrí el ventanuco. Me senté con las piernas cruzadas delante de la maleta abierta: no había quedado mucho en el fondo, unas cartas que parecían polvorientas y un cuadernillo, de aspecto más reciente, abandonados como confeti después de una fiesta de carnaval; eran las últimas huellas, las estrías que deja el coleóptero antes de alcanzar su guarida.