Mientras, la vida en la ciudad continuaba su cotidiana normalidad. A lo largo de las orillas, la acostumbrada fila de coches que esperaban el semáforo verde; en el puerto, un crucero arrastrado por un remolcador, ejecutaba las maniobras de atraque; una música ensordecedora, proveniente de una tienda de ropa para jóvenes, acompañaba el perezoso ritual de los tenderetes de un reducido grupo de personas en Ponterosso.
El cielo enviaba señales pero nadie sabía verlas, pensaba mientras cruzaba el umbral de la compañía naviera que se asomaba al Canal.
La primera salida disponible tendría lugar al cabo de una semana, no había problema para la plaza, me aseguró la empleada: actualmente, ¿quién está tan loco como para perder cinco días para ir a un sitio al que se puede llegar en dos horas de avión?
Reservé una cabina de las más económicas, baja e interior.
Mientras volvía a casa me percaté de que caminaba con mayor ligereza, la decisión de irme me hacía mirar las cosas con distancia, casi con nostalgia. Durante los últimos meses no había cuidado el jardín, los parterres estaban plagados por malas hierbas, los arbustos se mezclaban de manera desordenada, las hortensias, con las flores secas y oscurecidas por la estación, parecían un encuentro de viejas maestras con sombreritos en la cabeza, y una capa de hojas cubría, casi por completo, el césped.
Las hojas eran una obsesión para ti. Las hojas y las malas hierbas. ¡Cuántas veces nos hemos peleado por esto! Tú pensabas que eran elementos que molestaban y como tales había que eliminarlos, en cambio yo estaba convencida de que ambas eran necesarias. Entonces me reprochabas que fuera perezosa, y yo contraatacaba acusándote de tratar a los árboles y a las plantas como a un montón de ignorantes.
«Si las hojas caen», te decía, «seguro que es por alguna razón, la naturaleza no es estúpida como los hombres y lo que tú llamas malas hierbas no saben que lo son; eres tú quien las juzgas y condenas, pero ellas se consideran flores y hierba, bonitas e importantes como todas las demás».
«No ves el alma del jardín», te grité un día, exasperada, «¡no le ves el alma a nada!».
Empecé con tranquilidad los preparativos para el viaje. Primero, fui al banco a cambiar dinero, después puse unas lavadoras y coloqué antipolillas en los armarios; para evitar una invasión de larvas metí el arroz, la harina y la pasta en botes herméticos. Desplacé, por el mismo motivo, los muebles de la cocina temiendo que algún resto de comida que hubiera quedado en los intersticios permitiera a legiones de larvas negras colonizar el suelo y el techo.
Los últimos dos días, con un orden más bien meticuloso, coloqué en la maleta la ropa y todo lo necesario para el viaje; para terminar, puse encima la vieja Biblia sin tapas que había encontrado en el desván.
Mi padre no había vuelto a dar señales de vida, el verano había terminado y probablemente estaba de nuevo en Grado Pineta. No me apetecía llamarlo y le escribí una nota.
Querido papá me parecía fuera de Lugar, y así arrugué la primera hoja, en la segunda sólo escribí: Me voy de viaje. Voy a la tierra de tus antepasados y de los míos, y añadí debajo el sitio donde con toda probabilidad me alojaría.
La nave zarpó al atardecer después de haber embarcado una fila interminable de TIR albaneses y griegos. No había restaurante a bordo sino sólo un autoservicio, la decoración era de plástico amarillento y la luz de neón imprimía un aspecto mortecino a los rostros que iluminaba.
Aparte de los camioneros, viajaban conmigo dos autocares de jubilados israelíes de regreso de un tour por Europa: observé cómo subieron las cajas que contenían sus cacerolas y sus cubiertos de la bodega de la nave.
Subí al puente para mirar la ciudad que se alejaba.
El remolcador se puso al lado del buque para que embarcara el práctico. La luz del faro rebotaba regularmente sobre la superficie del mar, el agua negra y quieta parecía una infinita y amenazadora extensión de tinta.
Sobre nuestras cabezas brillaban las estrellas, las mismas que, hacía más de veinte años, velaron a mi madre y a mi pequeña vida que crecía en su vientre. El ruido de los potentes motores me parecía casi tranquilizador en los escasos momentos que lograba no pensar en lo que había debajo de nosotros.
Quién sabe si las estrellas tienen ojos, me preguntaba, si nos ven así como nosotros las miramos a ellas, quién sabe si tienen un corazón misterioso, si -como desde siempre piensa el hombre- tienen la capacidad de influir en nuestras acciones. Quién sabe si es verdad que entre sus limbos incandescentes viven los muertos, los que ya no están vivos aquí abajo, los que han abandonado una de las formas del cuerpo.
Cuando era muy pequeña, antes de ir a acostarme, insistía en asomarme a la ventana para saludar a mi madre que, según me habías dicho, se había ido a vivir allí arriba; cuando las nubes, ciertas noches, cubrían el cielo rompía a llorar. Me la imaginaba como un hada con un largo y ligero vestido vaporoso de colores, un cono luminoso cubierto de estrellitas en la cabeza, el rostro sereno, ligeramente sonriente, y, en lugar de las piernas, una estela luminosa: sólo así podía seguirme volando de estrella en estrella.
En cambio, ahora, no quedaba casi nada de ella en la caja de zinc; también tú te estabas disolviendo ahí abajo, como un día me sucederá a mí.
¿Qué sentido tenían, pues, nuestras vidas, los sueños de mi madre para mí, o los tuyos para tu hija? ¿Era, acaso, nuestro destino perseguir sombras o se ocultaba algún sentido detrás de la vacuidad?
¿Por qué abandonasteis -tú, tu madre, mi padre- vuestras raíces? ¿Por miedo, por pereza, por comodidad? ¿O quizá para ser libres, modernos?
Cuando se lo pregunté a mi padre me respondió que el hebraísmo, en realidad, no era otra cosa que un cúmulo de costumbres antropológicas y etiquetas sociales y, para corroborar su tesis, me puso el ejemplo de su padre -muy devoto mientras trabajó con su suegro en Venecia y frecuentó su casa-, dispuesto más tarde a bailar la samba sin el menor remordimiento tan pronto como enterró a su mujer en Brasil.
En cambio tú me dijiste que no teníamos religión. No estábamos de un lado pero tampoco del otro. Al verme preocupada añadiste: «no tiene nada de malo, ¿sabes? Al contrario, es bueno. Ser libre, en el fondo, es la única riqueza que tiene el hombre».
¿Es por este motivo por el que mi alma se asemeja a la de un perro? ¿Es por eso por lo que, desde siempre, vago por las calles invadida por la feroz inquietud de los que no tienen amo?
RAÍCES
1
Después de seis días de navegación tranquila llegamos al puerto de Haifa.
Desde el puente, a medida que nos acercábamos, percibí una extraña similitud con Trieste. A sus espaldas, en lugar del Carso, con el que parecían compartir su aspecto pétreo, se levantaban los contrafuertes del monte Carmelo. Por dondequiera se encaramaban edificios de varios pisos, los más recientes eran también los menos agraciados. En la parte izquierda, donde la colina le cedía el puesto al llano, de una serie de plantas industriales se elevaba una densa humareda que se mezclaba con las llamas de una refinería.
Haifa, sin embargo, no tiene un paseo marítimo como Trieste. En lugar de la ribera y de la plaza Unità, tiene muelles de atraque para las naves de transporte, dominados por una serie de grúas amarillas con sus largos brazos suspendidos. Debajo, cientos de contenedores de todos los colores yacían apilados los unos sobre los otros.
A pesar de que la brigada antiterrorista había embarcado en el puerto de Limassol, las gestiones del desembarco fueron larguísimas. Mientras esperábamos, me detuve en el puente a observar un extraño edificio que se recortaba en la cumbre de la colina, enmarcado por jardines en terrazas que descendían hacia el mar: por la cúpula redonda y dorada que lo remataba parecía una mezquita, pero sin el minarete al lado.