«¿Qué es eso?», pregunté dirigiéndome a una señora de Ashkelon que había conocido durante la travesía.
«¿Eso? Es el templo de Baha'i», y sonrió, como diciendo: sólo faltaba eso. De hecho custodiaba la tumba de Baha'Allah, un persa que durante la segunda mitad del siglo XIX quiso separarse del islam y fundar su propio movimiento religioso sincrético, inspirado en el amor universal entre los hombres de todos los credos y de todas las etnias.
Al bajar a tierra me di cuenta de que la mochila que llevaba sobre mis espaldas pesaba tanto como el siglo que estaba a punto de terminar, que había llegado el momento de detenerme y de mirar lo que contenía, sacar una a una todas las piedras y darles finalmente un nombre, catalogarlas y después decidir si era el caso de llevarlas conmigo o, en cambio, de abandonarlas.
De repente, en esa tierra desconocida y sin embargo tan familiar, comprendí que la nuestra es también la historia de aquellos que nos han precedido, de lo que han escogido hacer o no hacer. Han sido esas elecciones las que han construido, como el carbonato de calcio en una cueva, la invisible estructura de nuestra persona.
Un niño que nace no es una pizarra limpia sobre la que se puede escribir cualquier cosa, sino una tela en la que alguien ha trazado ya la trama de un bordado: ¿recorrerá ese camino marcado por otros o escogerá uno diferente? ¿Continuará calcando el surco trazado o tendrá el valor de salirse de él? ¿Por qué uno rompe la urdimbre y otro la completa con ciega diligencia?
¿Es en verdad sólo nuestra esta vida y éste el único espacio de luz que se nos permite atravesar? ¿Acaso no es una crueldad demasiado grande jugárselo todo en una sola existencia? ¿Comprender, no comprender, equivocarse, enfrentarse? Un solo latido separa el nacimiento de la muerte, abrimos la boca para decir «¡Oh!» por el horror, «¡Oh!» por el estupor y después, ¿se acaba todo? ¿Deberíamos resignarnos a permanecer en silencio y ofrecer el cuello como enésimas víctimas para el sacrificio? ¿Venimos al mundo para después precipitarnos en la muerte como un castillo de cartas que, en silencio, se derrumba sobre sí mismo?
¿Quién decide los papeles antes de la interpretación? ¿Cuál me tocará: el de víctima o el de verdugo? ¿O quizá todo es una sucesión de claroscuros?
Matar o que te maten: ¿quién lo decide? Puede que quien está en el cono de luz; pero los que están en la sombra, ¿qué hacen? Y yo, ¿en qué zona de la escena me encuentro? ¿Se desarrolla realmente todo como sobre un escenario: entrar, salir, olvidarse de la parte, equivocarse? ¿Y dónde van a parar entonces los estertores de las víctimas, dónde el sudor frío de su agonía, dónde el sueño de los verdugos, sus noches oscuras, ocupadas sólo por la fisiología? ¿Existe algún lugar en el cielo que los contiene: un catálogo, un archivo, una memoria cósmica? ¿Y quizá, además de un registro, también una balanza, alguien que pesa las existencias: el plato de la derecha, el de la izquierda, la manera en que se equilibran, aquí las acciones, allí el contrapeso del juicio? ¿Llamea la espada de Miguel agitada en el aire o es la voz de la nada que cruza el espacio?
¿Es acaso el universo sólo un enorme estómago habitado por agujeros negros que absorben y trituran cualquier forma de energía? ¿Reside en ese movimiento infatigable de masticación-absorción-excreción, en esa sinfonía de jugos gástricos, el único sentido del mundo?
Pero cuando el estómago del rumiante se detiene, la vaca se muere.
¿Y el universo?
¿Somos proteínas, minerales, aminoácidos, líquidos, reacciones enzimáticas y nada más? ¿Larvas blanquecinas que se revuelven, que devoran y que son devoradas? Pero también la larva conoce la dignidad de la transformación, de sus blandos tejidos puede salir el inesperado esplendor de una mariposa.
¿Y si la palabra mágica fuera «transformación»? ¿Y si la oscuridad existiera precisamente para acoger la Luz?
2
De todas las historias la del tío Ottavio era la más imprecisa. Sólo la mencionaste una noche, en el sofá, mientras sacabas de una caja fotografías de familia. ¿Cuántos años tenía yo entonces? Diez, doce, era ya el momento en que la ausencia de un rostro (el de mi padre) empezaba a atormentarme; no podías mostrármelo porque no sabías quién era, pero puede que de ese modo estuvieras tratando de cerrar la fisura que se estaba abriendo dentro de mí.
Recuerdo una sucesión de imágenes anónimas surgidas de una época que me parecía sólo un poco posterior a la de los dinosaurios.
Lo más fotografiado era la gran villa blanca, rodeada de un parque, que te había visto crecer: hacía de fondo a una reunión de familia, sirvientes incluidos, en pose para una partida de cricket, y también aparecía en muchas otras, como en la de tu perro Argo, de mirada inteligente, tumbado delante de la entrada del vivero. Imágenes de la villa en todo su esplendor estival, con pérgolas de rosas a su alrededor y persianas abiertas sobre balcones floridos, y otra, de la misma villa, destruida por los bombardeos: un cúmulo de ruinas bajo un humo negro.
En muchas estabas tú de niña, con un gran lazo en la cabeza: tú con tus padres en el estudio de un fotógrafo delante de un elegante fondo pintado; otra de tu madre, sola, posando como una cantante. Varias fotografías eran de niños -todos rigurosamente vestidos de marinero, con aros o pequeños violines en la mano y botines abrochados hasta por encima del tobillo- de los cuales me citabas, con buena voluntad, los nombres y el grado de parentesco sin lograr suscitar en mí el más mínimo interés. ¿Qué me importaban a mí todos esos personajes que parecían sacados de una película de disfraces o de aquella suntuosa villa desaparecida en la nada el día en que un Mike de Alabama cualquiera decidió apretar el propulsor de su cazabombardero?
Una vez, pasando en coche al lado del lugar donde un día estuvo, me mostraste un cedro solitario sofocado entre decenas de tristísimos edificios ennegrecidos por el humo de los altos hornos.
«¿Lo ves? De sus ramas más bajas colgaba mi columpio.»
Esa conífera cubierta de hollín era la única superviviente del gran parque que protegía vuestra villa.
El tío Ottavio era hermano de tu madre, me lo indicaste en una foto sentado al piano, al lado de su hermana, que, de pie, cantaba una romanza. Era el único, de una familia en la que todos tocaban más o menos por gusto, que hizo de la música su profesión llegando a ser un destacado pianista. Viajaba por Europa dando conciertos y, cuando estaba en casa, pasaba la mayor parte del tiempo en el salón ensayando.
No lo soportabas, eso me dijiste, pero puede que sólo fuera envidia por su talento, añadiste, ya que tú no tenías ninguno en especial. Se casó (más bien mayor para su época) con una arpista de Gorizia y, con cierto intervalo de tiempo entre uno y otro, tuvieron dos hijos, una niña y un niño.
La mayor, Allegra, heredó la predisposición de sus padres para la música y, cuando terminó el conservatorio en Trieste, se trasladó a América para perfeccionar sus estudios de viola. El más joven, Gionata, al finalizar la guerra se fue a Israel.
«¿Por qué a Israel? ¿Acaso se enamoró?», te pregunté con mis ansias de normalidad.
Al instante te pusiste tensa: «¿Enamorado?» Después, con la mirada vaga, añadiste: «Sí, quizá… en cierto modo… de todas maneras es una historia larga y también algo triste: demasiado larga y demasiado triste para una niña que tiene que irse a dormir.»
De nada valieron mis protestas. Me gustaban los cuentos tristes: me dormía todas las noches abrazada a la Sirenita repitiendo entre las sábanas los cuentos más angustiosos mientras el polluelo del Patito Feo me miraba desde la mesilla de noche.
«Pero esto no es un cuento», concluiste, sin posibilidad de añadir nada más. Así, el tío, su mujer, el piano, el arpa, la viola, Allegra, Gionata y su (para mí) curioso destino, habían desaparecido todos en el pozo oscuro del no tiempo.