Me llevé, en el viaje, tres cartas que encontré en el desván; dos procedían de Estados Unidos: la primera era de Allegra y la segunda, firmada por Sara, una de sus hijas, anunciaba la muerte de la madre. La tercera venía de Israeclass="underline" con unas líneas escuetas, el primo Gionata te felicitaba por el nacimiento de Ilaria, decía que se había establecido definitivamente en el norte de Galilea y que se había casado; enviaba la dirección completa, por si un día querías ir a verlo.
Era precisamente allí, a esa dirección, donde había decidido ir cuando desembarqué en el puerto de Haifa: dado que era hijo del más joven de los hermanos de tu madre y que, echando cuentas, debía andar por los setenta, había buenas probabilidades de que aún siguiera vivo; aparte de mi padre y de la colección de primos mulatos, que de seguro tenía en las playas de Río, el tío Gionata era el último pariente que me quedaba en este lado del hemisferio.
La parada del autobús que me llevaría hasta mi destino no estaba muy lejos. Esperé menos de una hora antes de subirme en éclass="underline" el aire acondicionado y la música funcionaban al máximo, la mayor parte de los puestos estaban ocupados por chicos y chicas vestidos de soldados, algunos de ellos llevaban metralletas en bandolera con gran desenvoltura.
El autobús abandonó Haifa por el lado opuesto al Carmelo cruzando la zona industrial dominada por grandes viaductos. Por la ventanilla desfilaban uno tras otro naves, talleres, hipermercados y concesionarios de automóviles. El tráfico era bastante caótico y los conductores gesticulaban amenazadores por las ventanillas abiertas, mientras tocaban el claxon sin parar. Curiosamente no me sentía inquieta sino en ascuas: dentro de poco llegaría al kibutz indicado en la carta. Quién sabe si encontraría a mi tío, puede que hubiera muerto hacía tiempo, o que hubiera cambiado de dirección; a lo mejor quedaba allí algún primo, pero podía irme peor: no encontrar a nadie.
Ni siquiera esta hipótesis lograba inquietarme porque de una cosa estaba segura: ese viaje no era una huida (como lo fue el de América) sino un ir al encuentro, afrontar algo que no conocía pero que me concernía profundamente.
Bajé -era el único pasajero- al borde de la carretera, en medio del campo. Delante de mí una valla reforzada con alambre de púas protegía una construcción que tenía algo de garita y algo de portería.
Me acerqué al joven armado que estaba de guardia y le dije mi nombre y el de la persona que estaba buscando y juntos entramos en el campo. En el autobús, intenté imaginar qué aspecto tendría un kibutz: por lo que recordaba de los relatos que había oído de un amigo tuyo, lo concebía como un conjunto espartano de barracones reunidos en un terreno árido.
En cambio, mientras avanzaba detrás del soldado, pensé que más que parecerse a un pueblo de pioneros era como un campus universitario, diseminado de casitas de una planta, cada una de ellas dotada de césped y de un pequeño jardín. Y no faltaban la piscina ni un campo de tenis. En el centro resaltaba un edificio más grande y más alto que los demás que era la dining room, según me comentó mi acompañante.
Lo único que lo diferenciaba de un campus era la presencia de grandes silos en la lejanía, y un fuerte olor a estiércol.
Casi iodos los muros lucían una buganvilla, había de todos los colores, del fucsia al lila y al blanco; trepaban con generosidad, casi con arrogancia, y tenían por huéspedes, entre las flores y las hojas, a numerosos gorriones.
El joven me indicó que esperara. Descargué la mochila y me senté en un banco, mirando a mi alrededor, incierta. No estaba muy segura de que hubiera comprendido a quién estaba buscando, quizá no me había explicado bien, pero cuando, transcurrido casi un cuarto de hora, vi separarse de un grupo de personas a un hombre no muy alto de barba blanca, reconocí (gracias a las misteriosas leyes de la genética) sin la menor duda al tío Gionata.
Aunque no escondió una cierta sorpresa, el tío no se mostró especialmente emocionado por mi presencia. Hacía muchos años que no hablaba italiano así que se me dirigió con el mismo dialecto, algo anticuado, que de vez en cuando, durante la enfermedad, usabas también tú.
Decidió que fuéramos a su casa -una construcción prefabricada baja, asomada a un pequeño jardín florido- a tomar un té. A pesar de la edad el tío conservaba un cuerpo fuerte, delgado y se expresaba de manera muy directa.
Le conté de ti que habías fallecido hacía poco más de un año, de mi madre que se fue cuando yo tenía cuatro años (pasando por alto el hecho de que se trató de una muerte deseada) y, por fin, de mi padre, un profesor de filosofía que vivía en Grado y que no se había ocupado nunca mucho de mí.
El tío Gionata había enviudado hacía poco, su mujer se apagó en un par de meses debido a la que ahora es la más común de las enfermedades; del matrimonio habían nacido dos hijos. El primogénito, Arik, vivía en Arad y era ingeniero mientras que su hija trabajaba como psiquiatra en el hospital de Be'er Sheva.
Ya había sentido la alegría de ser el abuelo de dos gemelas, hijas de Arik, que ahora tenían siete años. Las dos tocaban el violín desde muy pequeñas y gracias al método de un japonés, el señor Suzuky, demostraron que habían heredado al máximo el talento de ambos bisabuelos. Hacía poco que había regresado de Arad donde había asistido con gran emoción a su exhibición.
Me dijo que, al marcharse de Italia, la música que había alimentado su infancia curiosamente desapareció de golpe, no escuchaba discos ni asistía a conciertos.
La única música que acompañaba su vida en Israel había sido la de los tractores. De hecho, desde que había llegado, la tierra había sido su única ocupación: él personalmente había plantado las largas hileras de pomelos que llegaban hasta el pie de las colinas; lo mismo había hecho con las plantaciones de aguacates.
Antes de que llegaran, allí no había más que piedras y hierbajos. Los primeros años prepararon el terreno y labraron a mano, más tarde llegaron los tractores y él, dada su pasión por la mecánica, siguió un curso para aprender a repararlos.
Querían ser autosuficientes en todo, ésta era la filosofía que, año tras año, los había llevado a construir todo lo que nos rodeaba.
Ahora, a los jóvenes no les importaba nada de aquellas primeras iniciativas, lo querían todo y al momento, no sabían esperar, no eran capaces -o quizá no tenían suficiente fuerza de ánimo- de sacrificarse por el futuro de la comunidad.
«Éste es mi pesar», me confesó el tío, «y el de los de mi edad. ¿De quién ha sido la culpa, nuestra o de los tiempos que corren? No debería sentirme tan herido: desde que el mundo es mundo los jóvenes tienden a destruir todo lo que sus padres han construido y la vida sigue a pesar de todo… Pero… Puede que esto sólo sean las tristes ideas de un anciano».
Me instaló en la que él llamaba «habitación de los huéspedes»; una habitación alargada con las paredes de conglomerado donde apenas había sitio para una silla y un camastro; una ventana enmarcaba las ramas aromáticas de un eucalipto.
Nunca había oído cantar las abubillas y las tórtolas con tanto brío. Era como si el sol, que allí caía con mayor intensidad, otorgara más vigor a todas las cosas: las flores eran más grandes y de colores más vivos, los cantos de los pájaros eran más intensos. ¿Era así también para los sentimientos -para el odio, el amor, la fuerza violenta de la memoria?
Con esta pregunta me dormí.
Cuando oí llamar a mi puerta, creía que aún era de noche: mi tío quería desayunar conmigo, faltaba poco para las cinco y el sol estaba ya alto, había que ir al campo antes de que hiciera demasiado calor, se justificó al ver mi cara descompuesta.
El gran comedor estaba ya lleno de gente, sus voces se cruzaban retumbando como en los banquetes nupciales.