Esa primera mañana me paseé por el kibutz y nos volvimos a ver a la hora de la comida.
«¡Mira cuántas cabelleras rubias y cuántos ojos azules!», comentó mi tío, con un destello de satisfacción en la mirada, mientras pasábamos delante de la guardería llena de niños que jugaban. «A Hitler se le habría reventado el hígado.»
En la casa, el viejo y ruidoso aparato de aire acondicionado funcionaba ya. Al sentarme en el pequeño sofá del salón no pude evitar ver una vieja estampa de Trieste colgada en la pared enfrente de mí.
Representaba una parte del litoraclass="underline" delante del palacio Carciotti, señoras con sombrillas, caballeros con bastón y sombrero de copa, niñeras con cochecitos, paseaban a lo largo del muelle de San Carlo (ahora Audace) mientras de una larga fila de naves que estaban en el Canal se desembarcaban cajas de todos los tamaños.
«¿Qué descargaban?», le pregunté a mi tío mientras observaba la estampa de cerca.
«Pues… más que nada café, creo, pero también especias o telas. ¿Sabes por qué no la he quitado nunca de ahí? Porque me recuerda un tiempo que ya no existe, un tiempo en que se podían pasar horas discutiendo con pasión sobre tantas cosas… sobre una representación de la Carmen de Bizet, por ejemplo -si era mejor la que acabábamos de escuchar o la del año anterior-, o acalorarse hasta reñir sobre el poeta preferido. A mi mujer no le gustaba la estampa, defendía que el pasado es el pasado y que no debemos cargar con él, sin embargo, a mí me daba una especie de… no digo paz pero sí de alivio. Me reconfortaba saber que había existido una época -la de mi padre- en que se podía hablar de arte, como si fuera la cosa más importante del mundo, en que el horror se hallaba todavía relegado en la retaguardia: no es que no lo hubiera (está desde siempre en el corazón del hombre) sino que no se mencionaba, no se veía, todavía se podía vivir como si no existiera, permanecía comprimido en el espacio oficial de la guerra.»
«¿Ves?», prosiguió, «mis padres estaban convencidos -puede que por ser artistas o porque los tiempos habían cambiado- de que era precisamente la belleza la luz que ilumina el corazón del hombre.
»La música puede abrir cualquier puerta, me repetía mi padre, mientras mi madre me llevaba al jardín para escuchar los distintos crujidos de las hojas.
»Eran idealistas, está claro. Si hubieran vivido más en la realidad quizá habrían podido evitar una parte de la tragedia, pero ellos eran así: veían siempre el lado bonito de las cosas, estaban convencidos de que belleza y honradez iban siempre a la par. Los recuerdos que conservo de los años pasados junto a ellos, en la villa, están impregnados de una luz dorada, no había sombras entre ellos, ni tampoco en su relación con nosotros. Creo que eran padres más bien anticonvencionales para la época, jugaban con nosotros, sus hijos, pero sin dejar nunca en un segundo plano nuestra educación: nos inculcaban unos principios que, en cualquier caso, debíamos respetar con un rigor férreo. En la mesa se hablaba de todo y no se eludía ninguna pregunta.
»Recuerdo una vez -tendría seis o siete años, la edad en la que un niño empieza a interrogarse- que de repente durante la comida pregunté: pero, vamos a ver, ¿quién ha hecho el mundo?
»Lo ha creado Dios, contestó mi padre.
»Y después de haberlo creado, concluyó mi madre, inventó también la música para que el hombre lo pudiera comprender.
»Contrariamente a la mayor parte de los matrimonios de la época -y, ¿por qué no?, también de los actuales- su unión no se limitaba a la atracción física, a un enamoramiento debido a factores variables. Se amaban de verdad, nunca los he visto lanzarse palabras ácidas o estar de morros, podían discutir a veces, incluso con pasión, pero en ello jamás había esa maldad que aflora cuando se está cansado de la vida o se siente desilusión.
»Estoy convencido de que tenía mucho que ver en esto su relación con la armonía, con la música: en el terreno de la belleza lograban disolver cualquier conflicto.
»Su ingenuidad fue la de creer que lo que tenía valor para ellos también lo tenía para los demás, que todos los seres humanos estaban unidos por una tensión interior que podía dar luz a las cosas.
»No sabes cuántas vueltas le he dado a esto a través de los años, cuántas veces he desmontado y montado cada hora, cada minuto, cada segundo de nuestra vida juntos: era como si tuviera entre las manos el motor de un tractor y no lograra identificar la avería.
»Mi vida ha sido prácticamente sólo vivida a medias. ¿Dónde estás?, me reprochaba siempre mi mujer. ¿Estás con nosotros o estás viajando en la máquina del tiempo?
»No, no creo haber sido un buen marido y tampoco un buen padre.
»He sido todo eso, pero a medias.
»Por otra parte, me digo con frecuencia que cuando una vida se ha roto no se puede recomponer, sólo se puede fingir, se puede poner cola a los fragmentos pero será siempre una reparación aparente.
»Rota quiere decir que dentro de ti existen dos, tres o cuatro partes que ya no se pueden recomponer y que, para vivir, debes intentar juntar las piezas sin que se oigan los chirridos que produces dentro de ti, los lamentos de la resignación.
»Mis padres, siempre envueltos en la armonía de su música, cayeron en la atroz convicción de que la bondad se hallaba de forma natural en el corazón del hombre y de que -precisamente por ser algo innato en él- incluso el criminal mis empedernido podía albergar bondad, bastaba sólo despertar -con una sonrisa, una canción, una flor- el bien que tenía dentro.
»No eran religiosos, al menos no en el sentido tradicional. El padre de mi padre se había convertido: no creo que se iluminara en el camino de Damasco, sino en el de lo práctico; eran agnósticos desde hacía tiempo y por lo tanto, para ellos, estar de un lado o de otro no era demasiado traumático.
»La familia de mi madre todavía pertenecía en apariencia -pero no de hecho- a la tradición: iba a la sinagoga para los matrimonios y para las circuncisiones.
»Creo que mi madre consideraba como una especie de folclore el conjunto de costumbres que le habían sido impuestas, sin embargo, no era atea ni tampoco agnóstica, por el contrario creía en un ser supremo, leía con pasión libros sobre argumentos espirituales y estaba muy interesada en la transmigración de las almas -la reencarnación, en definitiva- siguiendo las ideas de una noble rusa, una tal Blavatsky o algo parecido.
»Recuerdo que una vez, en el jardín, puso sobre una hoja una oruga peluda y le preguntó: mañana serás una mariposa pero un día, ¿qué fuiste?
»Me inquietaba mucho la idea de que pudiera existir una realidad oculta detrás de las cosas, que no fueran lo que parecían. No he sido un digno hijo suyo, nunca he tenido imaginación, al final acabé ocupándome de motores y no de metafísica. Menos mal que han muerto, llegué a pensar un día, a lo mejor se avergonzarían de un hijo tan banal, sin embargo, fui yo el que se avergonzó de esos pensamientos.
»Ahora que estoy solo en casa -era distinto cuando estaban mi mujer y los niños-, que sé que no me queda mucho tiempo por delante, me sucede con frecuencia que me quedo despierto por la noche: escucho el tráfico que disminuye de hora en hora, oigo los chacales: ¿qué son sus aullidos sino preguntas a la luna, a las estrellas, al cielo?
»Mientras sigo sus lamentos veo también ascender el humo de la tierra: en esa nube densa y negra está mi madre, su esencia mezclada con otras miles -sus sueños, sus talentos, su mirada-; son cenizas caídas en el Vístula, sobre los árboles, en los campos que rodean Birkenau -el potasio de esos cuerpos ha fertilizado enteras regiones y ha dado vida a grandes campanillas de invierno, coles gigantes y manzanas como mapamundis.
»¿Pero es cierto que mi madre está sepultada allí, en el triunfo de la química, o sólo se encuentran sus cabellos, sus huesos? ¿Ha cambiado su alma de cuerpo como creía ella, igual que en los viajes se cambia de habitación de hotel? Puede que se haya reencarnado en África o en un pueblo perdido de los Andes…