»Por la noche los pensamientos se vuelven enormes, pero en esa inmensidad no pienso nunca en el paraíso, en un lugar donde se puede vivir sin culpas, envueltos en una levedad que no tiene nada de humano: significaría que alguien nos cuida y eso yo no lo creo, no. A nadie le importa el destino de los hombres y menos aún el nuestro en particular.
»A lo largo de mi vida he tratado de comportarme de la mejor manera, de ser honesto, trabajar, formar una familia, amarla todo lo que yo pudiera y esto es todo, lo único que tengo para poner en la balanza. Es probablemente mi límite, pero como todo límite, no he sido yo el que lo ha decidido.
»Vine aquí después de la guerra para escapar de los recuerdos. Nada hermoso me ataba ya a Europa, quería comprender quién era, reconstruirme una especie de identidad y, lentamente, lo he logrado.
»No me arrepiento, no volvería atrás por nada del mundo pero nada me ha iluminado. Sigo siendo un escéptico. Un escéptico de buena voluntad, pero siempre un escéptico.»
«¿Ves?», siguió mi tío mientras me indicaba un pequeño rectángulo fijado en la puerta, «eso lo ha puesto mi hijo: es una mezuzah. Arik ha sido siempre un chico muy religioso, aunque nosotros nunca lo hemos alentado: en casa nos hemos limitado a respetar las tradiciones con rigor, pero eso es todo. Tampoco lo hemos desanimado, naturalmente, y de vez en cuando su madre y yo lo mirábamos como si fuera un desconocido: ¿de dónde ha salido?
»No sabíamos darnos una respuesta.
»A veces he pensado que dentro de él había transmigrado el alma de la abuela, que toda esa devoción no era otra cosa que una manera de hacerle expiar a mi madre su pasión por Blavatsky y todas sus estrafalarias lecturas espiritistas.
»Mi mujer decía que nacer es como ser lanzado desde un edificio muy alto, y en cualquier caso el destino es caer y por lo tanto hay que aferrarse a algo: hay quien se agarra a un saliente y quien planea sobre un balcón, quien se aferra a una persiana y quien, en el último instante, logra engancharse a un canalón. Si quieres vivir tienes que intentar encontrar un asidero, no tiene ninguna importancia a lo que logres agarrarte. Pero para mi mujer era distinto, provenía de una familia practicante y nunca se había llevado bien con su padre, un hombre bastante rígido; en el fondo, se desea siempre lo que no se tiene en casa, quizá por eso no podía ocultar su irritación por este hijo suyo que quería volver a hacer entrar por la ventana las usanzas que ella había logrado echar fuera por la puerta.
»Por el contrario yo siempre estuve convencido de la honestidad y de la profundidad de los sentimientos de Arik; recuerdo un episodio que se remonta a sus trece o catorce años: era sábado, y cuando entró en casa sorprendió a su madre al teléfono: hablaba con su hermana de Tel Aviv. Rompió a llorar desesperado, gritando: "¿Por qué no vivís en santidad?"
»¿Ves? Las cosas de los hombres son siempre extraordinariamente complejas. Por eso te digo que la cuestión más importante es la honestidad, a partir de ahí se puede llegar a todas partes.»
Aunque eran sólo las seis se había hecho de noche y, con la oscuridad, se levantó una brisa ligera, bajaba de las colinas hacia el mar: al moverse, la buganvilla que estaba al lado de la ventana hacía un ruido de papel de seda; de los establos, poco distantes, llegaba el mugido de un becerro, una llamada desesperada, sin respuesta: quizá buscaba a su madre que ya habían llevado al matadero. Mi tío se sirvió un vaso de agua y se la bebió de un solo trago; hacía mucho calor, el aire acondicionado se había apagado. Debía de hacer mucho tiempo que mi tío no hablaba tanto, con un suspiro se dejó caer sobre el respaldo del sofá y me miró: «Y tú, ¿en qué crees?»
3
El peso de la noche es el peso de las preguntas que no tienen respuesta. La noche es de los enfermos, de los inquietos, no hay manera de liberarse de su tiranía. Se puede encender la luz, abrir un libro, buscar en la radio una voz reconfortante pero la noche sigue ahí al acecho: de la oscuridad venimos, a la oscuridad volvemos y oscuro era el espacio antes de que el universo tomara forma.
Quizá por eso las ciudades son siempre más luminosas y están llenas de atracciones. A cualquier hora de la noche, si se desea, se puede comer, comprar algo, divertirse. El silencio y la oscuridad se ven relegados a las pocas horas en las que vence el cansancio y se debe tratar de recuperar un poco de fuerzas para poder seguir, pero no es un sueño atravesado por el fulgor de las preguntas, es como un desmayo, un breve espacio en que el cuerpo se ve obligado a ceder a la fisiología, para despertarse después ante una pantalla luminosa de la que nosotros y sólo nosotros tenemos el mando a distancia.
¿En qué crees?, me había preguntado mi tío. En el silencio de le noche daba vueltas y más vueltas en la cama sin lograr encontrar tranquilidad. Sabía que no vendría el sueño pero esperaba, inútilmente, al menos una especie de sopor. La pregunta flotaba en el aire arrastrando consigo tantas otras, la primera entre todas, su gemela: ¿por qué vives?
¿En qué crees? ¿Por qué vives? A cada niño que nace se le debería entregar un pergamino con estas dos preguntas a las que contestar. Más tarde, con ese mismo folio -rellenado con todas las acciones de nuestra vida- habría que presentarse también ante la muerte.
Si borramos la noche y el silencio, de hecho, no queda más espacio para las preguntas y ésta es la función del pergamino: para que cada niño que nace no crea que es sólo un objeto entre otros objetos, quizá el más perfecto, para que sepa (si a lo largo de los años le sucediera que tuviera que pasar una noche en vela) que no es una enfermedad lo que le mantiene despierto sino sólo su naturaleza, porque la capacidad de interrogarse le pertenece al hombre y a ningún otro ser.
¿En qué crees?
Se puede creer en tantas cosas, en la primera que se te propone, por ejemplo: cuando el niño come su papilla, está convencido de que es la mejor del mundo porque nunca ha probado otras; si un huevo se abre delante de un gato, el pollito que nace buscará alimento en él porque creerá que es su hijo.
Se puede aceptar comer la misma papilla durante toda la vida o bien, en un determinado momento, se puede rechazar y apartar la cara como hace el niño cuando está saciado.
En cambio puede que nos demos cuenta de que no hay nadie que nos ofrezca comida y, así, nos quedamos hambrientos y sedientos, presos de un irrefrenable nerviosismo. Entonces la única manera de calmarse es moverse, pasear, hacer -y hacerse- preguntas buscando un rostro capaz de responder.
¿En qué crees, pues?
Creo en el dolor, que es el señor de mi vida: es él quien me posee desde que abrí los ojos, quien atraviesa mi mente y mi cuerpo, quien electriza, asola y deforma; es él quien desde el primer instante me ha vuelto inepta para la vida, ha sido el dolor el que ha puesto un temporizador en el corazón, provocando una probable explosión.
Hay dolor, no alegría en mis primeros recuerdos; ansiedad, miedo y no la serena certeza del sentimiento de pertenencia. Mientras gateaba en busca de mi madre entre esos cuerpos atontados por los excesos, mientras la observaba dormir al lado de un compañero cada vez distinto, ¿qué sentimiento podía tener sino el de estar perdida? Ya entonces intuía que era hija no del amor sino de la casualidad y esta percepción, en lugar de empujarme al hastío, hacía que naciera en mí un extraño deseo de protección hacia mi madre; percibía siempre un velo de tristeza debajo de su forzada alegría, sentía que iba a la deriva y habría dado mi vida para evitarlo.
¿De dónde viene mi alma? ¿Se ha formado conmigo o ha manado del misterio del tiempo fuera del tiempo? ¿Ha descendido sobre la tierra, contraviniendo a las leyes de la naturaleza, para poder socorrer a un cuerpo que descuidadamente la ha atraído, condenándola así a vivir en el sufrimiento de la no aceptación, en la inquietud del ningún lugar, del «no importa, para qué, para quién estoy aquí», como dijo mi padre, «de todas maneras todo se reproduce inexorablemente, desde los mohos hasta los elefantes»?