»Era evidente que había que internarlo, cuidarlo, pero ¿cómo? Él no lo aceptaría jamás y yo no podía obligarlo.
»La cuestión era muy delicada, ¿cómo podíamos ayudarlo?, ¿era todavía posible? y, sobre todo, ¿era justo?, ¿quería en realidad volver a ser el pianista de antes o aquel gesto perentorio al final del concierto era la línea divisoria definitiva entre el antes y el después, entre lo que había sido y aquello en lo que lo habían convertido? ¿Acaso no debía de ser ése -la muerte de la belleza- el testimonio de su vida desde entonces hasta su fallecimiento?
»Probablemente no era a él al que debíamos tratar, sino más bien nuestra incapacidad de soportar la desolación, la visión del bien que se corrompe en mal. En el fondo, durante los primeros tiempos, todos nos hacíamos la ilusión de poder seguir viviendo como si nada hubiera sucedido. Del mal, un poco se puede tolerar, pero cuando es tan oscuro y denso como para cubrir todo el horizonte, ¿es todavía posible hacerlo?
»Por suerte existe la muerte; ella, al menos, tiene a veces piedad. Un día al volver a casa no oí ladrar a los perros, pero no me preocupé demasiado. Fue sólo más tarde, cuando los vi a todos extrañamente inmóviles, enmarcados por la ventana del baño, cuando bajé corriendo al jardín y lo encontré.
»Estaba ahí, tumbado entre las casetas, con los ojos abiertos, parecía sonreír. El corazón se había detenido de golpe, sin dolor. En lugar de morderlo y destrozarlo los animales lo velaban en silencio, moviendo de vez en cuando la cola como para comunicarse algo. Dicen que los perros son capaces de ver el ángel de la muerte. Esa vez pensé que era verdad y que quizá ellos mismos eran ángeles por la manera en que le ofrecían su corazón al amo. Al menos me quedó el consuelo de ver que había muerto sereno. Un alivio modesto, que desaparece de noche cuando pienso que, probablemente, también los criminales más feroces mueren con la misma expresión en el rostro»
4
En mi habitación, por la noche después de cenar, empecé a leer la Biblia. Como no tenía una buena preparación no seguía ningún orden, me limitaba a abrirla al azar recorriendo con la mirada las líneas en busca de algo que hiciera eco dentro de mí. Quién sabe por qué de todas las lecturas que hicimos juntas, ésta nunca me la habías propuesto. ¿Temías condicionarme o te daba miedo no ser capaz de responder a mis preguntas con veracidad y firmeza?
¿Era por eso por lo que nunca me hablaste del tío Ottavio?
Probablemente pospusiste el tema para cuando yo fuera mayor pero, cuando finalmente llegué a la edad justa, te avasalló la violencia de mi inquietud a la que siguió luego la devastación de tu enfermedad y así, la reflexión sobre la memoria, desapareció.
¿Qué raíces me procuraste?
Tu amor, seguro, pero ¿qué fundamento tenía, de qué se alimentaba, qué era lo que lo impulsaba más allá del curso natural de la genética?
¿Y por qué no supiste amar a mi madre? ¿Por qué razón la dejaste ir a la deriva como una barca sin timón?
¿Habrías podido hacer algo?
¿O es siempre la corriente de la historia la que arrastra las vidas, la que las arrolla? ¿Era mi madre hija de su tiempo, como tú lo eras del tuyo y yo lo sería un día del mío?
¿Y si la historia fuera de verdad una corriente, pero a la que uno se puede oponer, determinando así su curso? ¿Y si es precisamente en la historia donde anida el misterio de la salvación? ¿Y si la salvación consistiera en actuar siguiendo la trayectoria luminosa de la verdad?
Pero, ¿qué verdad?
Hasta ese momento había oído decir que la verdad no existe.
«La verdad depende del punto de vista», me dijo un día mi padre, «y dado que los puntos de vista son infinitos, las verdades son infinitas. Quien dice que posee la verdad en una mano, en la otra sostiene ya el cuchillo para defenderla. Quien dice que Dios está de su parte lo hace para matarte después. Recuerda lo que estaba escrito en los cinturones de los nazis -Gott mit Uns, Dios está con nosotros-, recuerda las hogueras en que los católicos han quemado vivos a quienes no eran de la misma opinión. Verdad y muerte caminan siempre de la mano».
Animada por la lectura de la Biblia, ese fin de semana decidí salir por fin del kibutz e ir a visitar el pueblo.
Llegué a Zefat en autobús y me senté en una valla para comer una parte de las provisiones que había cogido en la cocina. Una música martilleante salía de unas tiendas para turistas que bordeaban las murallas, mientras una guía, en un ingles fluido, ilustraba las bellezas del lugar a un grupo de americanos cansados y aburridos.
«En sus primeros siglos de existencia, Zefat fue ante todo una fortaleza, un baluarte de la resistencia contra los invasores romanos. Y fue sólo en el siglo XVI cuando se convirtió en uno de los centros más importantes de la cultura mística hebraica y es a aquella misma época a la que se remontan las más importantes sinagogas que ahora podéis admirar.»
Unos extraños sonidos metálicos y repetitivos dominaban sus palabras: un poco más lejos el hijo de una pareja no muy joven apretaba frenéticamente los mandos de un videojuego sin apartar los ojos de la pantalla. El padre le dijo tres veces que parara, a la cuarta le arrancó el juego de las manos gritando irritado: «These are your roots!» [3]
El aire caliente subía de la llanura moviendo suavemente las hojas de las plantas. Más allá, dos cigüeñas -las alas abiertas y las patas extendidas- trazaban grandes círculos en el aire aprovechando las corrientes ascendentes.
En las primeras horas de la tarde bajé hacia Tiberíades. Esperaba encontrar un pueblo pobre de pescadores y en cambio llegué a una pequeña ciudad turística que tenía algo de Rímini y algo de Las Vegas, la tristeza de los lugares de veraneo, fuera de temporada, lo cubría todo, el olor de grasa frita y fría, los paneles luminosos (la mitad, apagados) y la tienda de recuerdos en la que entré para comprar una postal.
«He aquí un frente en el que te encontrarías bien…», escribí, y se la envié a mi padre.
Pasé la primera noche en una pensión de Tiberíades y a la mañana siguiente me dirigí a Cafarnaúm.
Se había levantado el viento, olas amenazadoras recorrían la gran extensión del lago.
Hice un breve desvío para visitar las ruinas de Tabgha, en cuyo aparcamiento ya estaban estacionados tres autocares.
Cuando llegué a la escalinata me crucé con un grupo abigarrado de paisanos, la mayoría parejas de jubilados que, por el acento, parecían de las provincias del Véneto, ataviados todos con el mismo pañuelo coloreado al cuello y gorras con visera: muchos tenían el rostro marcado de quien ha trabajado la tierra toda la vida, algunas mujeres iban vestidas de manera elegante -una rebequita, falda y blusa- con bolsos pasados de moda en el brazo y lucían permanentes que las modas del nuevo milenio no habían cambiado.
Los acompañaba un sacerdote de mediana edad, su párroco probablemente.
«Venid aquí… acercaos… escuchad…», repetía, ansioso como una maestra responsable de una excursión escolar.
Pero, aparte de tres o cuatro parroquianas que no se apartaban de él, el resto del grupo no parecía hacerle mucho caso mostrando mayor interés por el aspecto lúdico del lugar: los más intrépidos, de hecho, se habían quitado los zapatos y habían entrado en el lago, salpicándose ruidosamente, como críos.
Algunas personas lo inmortalizaban todo con los más sofisticados sistemas de reproducción tecnológica: encuadraban, filmaban, sacaban fotos sin despegar en ningún momento el ojo de la máquina.