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Pero, una mañana de mayo, al despertarme me di cuenta, por primera vez, de que no había una fotografía suya en toda la casa, ni en el salón ni en la cocina, ninguna huella en tu habitación y ni tan sólo tuviste el buen gusto de poner una en la mía. La única reminiscencia de su aspecto yacía en mis recuerdos, pero era pequeña entonces y con los años sus facciones, como un dibujo expuesto demasiado tiempo a la luz, habían empezado a desvanecerse, confundiéndose con otros rasgos, con otros fragmentos de historias.

¿Quién era mi madre?

De ella sólo sabía dos cosas: que había muerto en un accidente de coche y que había estudiado en la Universidad de Padua sin llegar a licenciarse.

Esa mañana irrumpí en la cocina, la leche estaba ya en el fuego, lo estabas apagando.

«¡No tenemos fotografías suyas!», exclamé.

«¿Fotos de quién?»

Oí un ruido dentro de mí como cuando se anda sobre el hielo, la garganta me tembló un instante antes de que lograra decir: «De mamá.»

Dos días más tarde, en mi mesilla de noche apareció un pequeño marco que contenía una imagen en blanco y negro de una niña que llevaba un gracioso vestidito de nido de abeja; estaba sentada en un columpio, el mismo columpio de tubos rojos que teníamos en el jardín. Cogí la foto y te alcancé en el jardín.

«No quiero tu hija», te dije, «quiero mi madre».

Antes de romperla me dio tiempo a leer en el dorso: Ilaria, once años.

Entonces en mi habitación apareció una polaroid de colores inciertos, representaba a una joven mujer en una sala llena de humo, tenía una mano debajo de la barbilla y parecía estar escuchando a alguien.

3

Ahora sé que los acontecimientos pueden tener diferentes matices, lo que vemos con nuestras limitaciones es casi siempre parcial. Tal vez pensabas que era mejor no turbarme con los recuerdos o quizá para ti el dolor era todavía demasiado fuerte -en el fondo sólo habían pasado diez años- como para poder soportar una foto suya en casa. Puede que prefirieras tener su mirada y su rostro guardados en la profundidad de tu corazón; era allí donde habías erigido un altar, era allí, en la oscuridad y en el silencio, donde conmemorabas la atrocidad de la pérdida.

En aquella época, sin embargo, con el furor maniqueo de la adolescencia, veía sólo una parte de la realidad: la anulación. Habías perdido una hija y no querías recordarla, ¿podía existir algún indicio mayor de perversidad del alma?, y esa hija, además, era mi madre, muerta prematuramente tras una vida de claroscuros.

De ella no me habías contado prácticamente nada. Claro que yo habría podido preguntarte y tú, seguramente al principio con un cierto apuro y después con mayor soltura, me habrías hablado y, reviviendo esos momentos, el hielo de tu corazón se habría derretido, yo les habría dado un nombre a mis recuerdos y tú te habrías liberado del lastre de los tuyos; al final nos habríamos abrazado permaneciendo así un largo rato, con el rostro humedecido por las lágrimas, mientras el sol se ponía a nuestras espaldas y las cosas a nuestro alrededor se sumergían poco a poco en la penumbra. Pude hacerlo, pero no lo hice. Era el momento de la confrontación y así tenía que ser: pared contra pared, acero, mármol, diamante. La que tuviera la cabeza más dura, el corazón más feroz, sobreviviría al final. En mi obsesión culpabilizadora estaba convencida de que tú te habías comportado como esos animales que a veces raptan los cachorros de sus semejantes para hacérselos suyos. Deseabas permanecer joven o quizá sentías envidia de tu hija, por eso le quitaste la suya, su único motivo de alegría. De alguna manera, en definitiva, tu voluntad había interferido en la vida de mi madre: en su vida y en su muerte, porque también en esto -ahora lo tenía claro- debía existir alguna secreta responsabilidad tuya.

A veces pienso lo bonito que sería que en un determinado momento de nuestra infancia alguien nos cogiera aparte y con un largo puntero nos enseñara, como si fuera un mapa colgado de la pared, el plano de los días venideros de nuestra vida. Estaríamos ahí sentados en el taburete, con el mentón en alto, escuchando a un señor (me lo imagino con barba blanca y un traje caqui, geógrafo, naturalista o algo por el estilo) que nos explica el recorrido más seguro para adentrarnos en aquel territorio misterioso.

¿Por qué no nos sugiere nadie los puntos en los que hay que poner cuidado -aquí el hielo es más fino, allí es más espeso, avanza, desvíate, recula, detente, evita-? ¿Por qué tenemos que cargar siempre con el peso de los gestos no hechos, de las frases no dichas, el beso que no di, la soledad que no abracé? ¿Por qué desde que nacemos vivimos inmersos en un extraordinario aislamiento? Todo nos parece eterno y nuestra voluntad reina tenazmente en este estado pequeño y confuso que se llama yo, y lo homenajeamos como a un gran soberano. Bastaría abrir los ojos un solo segundo para darse cuenta de que en realidad se trata de un príncipe de opereta, voluble, remilgado, incapaz de dominar y de dominarse, incapaz de ver un mundo más allá de sus confines, que no son otra cosa que las bambalinas -cambiantes y restrictivas- de un escenario.

¿Cuántos meses habían transcurrido desde mi regreso?

Tres, quizá cuatro. Durante esos meses, meses de guerrilla, no me percaté de nada, no me di cuenta de que tu porte estaba cambiando, de que en tu mirada, en algunos momentos y por sorpresa, se asomaba el extravío.

El primer indicio lo tuve una mañana en que soplaba fuerte el viento del norte; fui a comprar el pan y la leche antes de que se helara el suelo. De regreso a casa me recibiste con una sonrisa pasmada, aplaudiendo brevemente: «¡Te informo de una novedad, tenemos extraterrestres en la cocina!»

«¿Pero qué dices?»

No sabía si reír o enfadarme.

«¿No me crees? Ven a ver, no estoy bromeando.»

Inspeccionamos la cocina de arriba abajo, abrías los cajones, el horno, La nevera, cada vez más excitada.

«Sin embargo estaban aquí hace un momento», repetías. «Te digo que estaban aquí, ahora pensarás que te he tomado el pelo.»

Te miraba perpleja.

«¿Es un juego?»

Parecías casi ofendida.

«Eran siete u ocho. Han aparecido entre los hornillos en cuanto he encendido el gas, cuando lo he apagado se han pasado al fregadero.»

«¿Y qué hacían?»

«Bailaban. No oía ninguna música, pero estoy segura de que bailaban.»

«Quizá se han marchado por las tuberías.»

«¿Por las tuberías? Sí, puede ser, tal vez entran y salen por los grifos.»

Desde ese día, además de nosotras dos la casa empezó a estar habitada por extraterrestres. Te expliqué inútilmente que bajaban de los discos volantes, que sólo los veían los científicos de la NASA o quien había empinado demasiado el codo, era realmente imposible que bailaran en la cocina de una casa: si hubieran aterrizado en el jardín se habrían dado cuenta todos los vecinos y los árboles se habrían incendiado.

Me escuchabas tranquila pero por tu mirada comprendí que no abandonabas tu idea.

«Más que extraterrestres me parece que son dibbuk», te sugerí un día. Levantaste los hombros con impaciencia como diciendo llámales como quieras.

Según tu descripción eran verdes, del mismo color claro de los guisantes frescos, y también su consistencia era similar a esa leguminosa; en cambio los brazos y las piernas recordaban los de la salamanquesa, pero en posición erecta. La cola era corta y pelada, y en lugar de la boca y la nariz tenían una larga trompa con la que hablaban, comían y respiraban. Aparecían y desaparecían en los momentos más inesperados, bajaban por la chimenea, nadaban en la bañera y con sus manitas pegajosas nos saludaban desde el ojo de buey de la lavadora. A veces te parecía que volaban o trepaban por las cortinas como pequeños marsupiales. Ahora ya no se conformaban con bailar, se reían. «¡Se ríen de mí!», decías con rabia, cruzando la casa con el pelo suelto.