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Decenas de monedas lanzadas por los turistas brillaban sobre el antiguo suelo de la casa. No lograba comprender qué sentido tenía ese gesto. ¿Propiciatorio, de buen augurio? ¿O quizá era sólo el previsor comienzo de una colecta para poder, un día no lejano, abatir ese monstruo para restituir el encanto a Cafarnaúm?

Se estaba haciendo tarde. Habría querido subir también al monte de las Bienaventuranzas pero no estaba segura de poder regresar a tiempo al kibutz, como le había prometido a mi tío, así que me dirigí a la parada de autobús.

Durante todo el trayecto, mientras la oscuridad cubría rápidamente el paisaje, volví a pensar en el día que había pasado. «Una gran multitud de sabios es la salvación del mundo», había leído en la Biblia poco antes.

¿Conocí algún sabio ese día? ¿Y en el pasado?

Los únicos curas que había conocido en mi vida fueron los que vi en televisión. No recordaba ninguna de sus palabras, salvo un aura difusa de sentimentalismo moralista que no abrió las puertas de mi mente, sellando, si acaso, las de mi corazón.

¿Qué era en realidad la Sabiduría? ¿Acaso el dolor que desde siempre atravesaba mi espina dorsal?

En aquella orilla el Rabí de Nazaret sació a miles de personas: ¿quedaban aún panes y peces por distribuir? ¿Y qué tipo de hambre debían saciar? ¿Cuál era el hambre del hombre moderno que era dueño de todo menos de sí mismo? ¿Cuál era el hambre del alma? ¿La gloria, triunfos, juicios, separaciones o quizá simplemente descubrir un umbral ante el cual arrodillarse?

5

En el transcurso de los meses siguientes mi vida adoptó un ritmo regular, trabajaba en la lavandería junto a un grupo de señoras mayores que hablaban yidish; mientras ellas doblaban la ropa yo ponía en marcha la planchadora de sábanas. Gracias a mis conocimientos de alemán lograba comprenderlas y conversar un poco con ellas.

La mayor parte de mi tiempo libre lo pasaba con el tío, él también parecía contento de haber recuperado una rama dispersa de la familia. Hablábamos largos ratos en el salón por la noche o íbamos a pasear a lo largo de las hileras de pomelos que él mismo había plantado.

«Al principio», me dijo, «este trabajo me fue simplemente asignado. En los primeros tiempos, plantar un árbol equivalía a construir una pared, no veía la diferencia; pero con los años, mientras los cuidaba y los veía crecer nació en mí una verdadera pasión. Mi mujer me tomaba el pelo con frecuencia: "piensas más en ellos que en tus hijos" y puede que tuviera razón.

»En el fondo, sobre el destino de los hijos, flotaba una cierta fatalidad, sabía que, por mucho que me esforzara en criarlos de la mejor manera, en un momento dado ellos podrían decidir -con total autonomía- escoger un camino equivocado o simplemente distinto del mío.

»En cambio con mis árboles era diferente. Ellos dependían de mis cuidados, esperaban el agua cuando la tierra estaba demasiado seca, el aceite mineral que los protegía de la cochinilla, la cantidad adecuada de abono al final del invierno, porque una proporción equivocada entre los distintos componentes produciría demasiadas hojas o desencadenaría la caída prematura de flores y frutos o también peligrosas quemaduras. Es un error que cometía con frecuencia al principio: daba demasiado alimento a la tierra y, como una madre ansiosa, pensando que la enriquecía, hice que se enfermara. Hay que poner el abono en la justa medida y en el debido tiempo; a veces se debe incluso evitar ponerlo. Una razonable privación es buena para las plantas, como también para los hijos: es necesario renunciar a algo para después sentir el deseo de tenerlo.

»Hoy en día existe la idea algo limitada de que, para ser felices, los niños deben tenerlo todo enseguida: conocer lenguas, jugar con el ordenador. Hablo siempre de esto con las parejas jóvenes, me dicen que soy anticuado y puede que un poco sádico. No comprenden que, para ponerse en camino, es necesario tener nostalgia de algo. Si le quito la luz a una planta reunirá todas sus fuerzas para lograr encontrarla, las células apicales se estirarán de manera espasmódica para descubrir un resquicio y, una vez alcanzada la meta, la planta será más fuerte porque habiéndose enfrentado con la adversidad, ha logrado superarla.

»Las plantas mimadas, como los niños, tienen un único camino ante sí, el de su ego.

»Hablo de estas cosas y sé que estoy solo, ahora el mundo procede de manera diferente y no seré yo el que lo detenga. Me gustaría, sin embargo, que la gente pensara más en los árboles, que aprendiera a cuidarlos, a sentir gratitud hacia ellos, porque (incluso si nadie parece recordarlo) sin ellos nuestra vida no podría existir: es su respiración la que nos permite respirar a nosotros.

»¿Sabes lo que más miedo me da de estos tiempos? El sentido de omnipotencia que se está difundiendo. El hombre está convencido de que puede hacerlo todo porque vive en un mundo artificial, construido por sus propias manos que cree dominar totalmente. Pero quien, como yo, cultiva árboles y plantas sabe bien que no es así.

»Claro, puedo garantizar una regularidad de riego, puedo construir una sofisticadísima instalación -hemos cultivado prácticamente toda la zona de esta manera- pero si no llueve durante días, meses, años, llegará el momento en que la tierra se resquebrajará por la sequía, las plantas morirán, y con las plantas los animales. No podemos fabricar el agua, ¿comprendes?, así como no podemos fabricar el oxígeno; dependemos siempre de algo que no está en nuestras manos: si el mar crece nos arrolla; si vienen las langostas devoran la cosecha y los brotes de los árboles, exactamente como lo hicieron en tiempos del faraón. Pero nosotros, que vivimos con luz artificial, ahora lo ignoramos.

»El único horizonte certero es el de nuestro dominio sobre la materia, curamos cada vez más enfermedades, con sistemas cada vez más sofisticados -y esto, naturalmente, es un hecho extraordinario-, pero después congelamos los cerdos vivos para ver si nos es posible dormirnos y despertarnos muchas veces en un espacio de tiempo dilatado, para poder, en definitiva, fingir que morimos y renacer cada vez; desmembramos los cuerpos de los difuntos y los tenemos en la nevera como piezas de recambio.

»Mira, yo tengo una rótula que casi no se mueve ya por la artrosis, tengo la rodilla siempre hinchada y me cuesta caminar. ¿Sabes lo que me ha dicho un médico del hospital, un día? "Si quiere, podemos sustituirla por otra."

»"¿Y de dónde la sacáis?", y él, con toda tranquilidad: "Del banco."

»En definitiva, en algún sitio en el mundo existe una gran nevera que contiene todas las piezas de recambio: en lugar de calabacines y guisantes hay rótulas y manos, tendones y ojos; están ahí a la espera de una sustitución, como las puertas de un coche en un taller de carrocería.

»Observé la expresión que apareció en el rostro del médico cuando le respondí: prefiero quedarme cojo antes que profanar un cuerpo, me miró como si fuera un viejo fanático. Pero yo nunca he sido fanático para nada. La duda y la perplejidad han acompañado todos mis pasos; hubiera querido regresar y decírselo, pero comprendí que no valía la pena. Los espacios cerrados producen limitaciones extraordinarias en los hombres. Es necesario estar fuera, al aire libre, para admitir que hay cosas que no logras comprender; y esta concienciación no es una derrota sino una posibilidad que tienes de grandeza.

»"A partir de ahí puedes hacer viajes extraordinarios", dice siempre mi hijo, y si no lo haces, cualquier itinerario que inicies equivaldrá sólo a dar vueltas sobre ti mismo.

»¿Cómo puedes pensar, cuando coges en brazos a tu hijo recién nacido, que es un conjunto de piezas de recambio? Sientes su cuerpo tierno, confiado; ves su mirada, esa mirada de la que, si la sabes leer, podrías comprender todo, y entiendes que, en esos pocos kilos de materia, se halla encerrado el más grande de los misterios. No es tu inteligencia la que te lo dice sino tus entrañas que lo han generado. ¿Cómo dice el salmo? Mis huesos no se te ocultaban, cuando era formado en lo secreto, cuando era entretejido en las profundidades de la tierra. [6]

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[6] Salmo 139 (138), Sagrada Biblia, Editorial Regina, Barcelona, 1966.