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»¿Y yo debería, después, serrar esos huesos y ponerlos en una nevera? No, gracias, prefiero devolverlos a la profundidad de la tierra, prefiero pensar que todo estaba escrito en tu libro, mis días estaban determinados antes que existiera ninguno de ellos, [7] como continúa el salmo, inclinar la cabeza y aceptar mi suerte.

»Hablo a menudo con mi hijo de estas cosas cuando viene a verme con las niñas, permanecemos despiertos hasta el alba, mientras ellas duermen. Con frecuencia dice, riéndose, que me he vuelto más religioso que él, pero le respondo que se equivoca porque yo soy como un negociante que tiene un crédito abierto con alguien y todavía no ha saldado su cuenta -la muerte de mi madre, la de mi padre, el exterminio de millones de inocentes sucedido a través de los tiempos- y, como tengo esta cuenta abierta, no puedo entregarme, de pies y manos, a un credo, así como tampoco puedo hacer como si nada, decir que todo va bien bajo el sol y que lo que rellena el cielo no son más que masas de materia en movimiento, como sostienen los "simples".

Hacía tiempo que no me hablaba en dialecto, así que le pregunté: ¿Has dicho impío o simple?» [8]

Mi tío se puso a reír y continuó en triestino: «Go dito sempio», [9] después, más serio: «mas, entre simple e impío, ¿hay mucha diferencia?». Ninguno de los dos ve -o hacen como si no vieran- lo que tienen delante de sus narices.

«Cuando empecé a plantar árboles, como los chicos que han crecido en la ciudad, estaba convencido de que no eran muy distintos de palos que echan hojas; ha sido con el tiempo como he comprendido, mientras los escuchaba, los observaba crecer, los veía enfermarse, morir o fructificar, que no eran muy diferentes de los niños, y que, como ellos, necesitaban cuidados, amor pero también firmeza; he comprendido que cada uno de ellos increíblemente tenía su propia individualidad -los había más fuertes y más débiles, más generosos y más avaros, incluso más caprichosos.

»Los cuidaba a todos con la misma intensidad y cada uno de ellos respondía de manera diferente. Por eso comprendí que no eran palos sino criaturas dotadas de su propio destino. Y si en ellos existe un misterio, ¿cuánto más grande será el misterio que envuelve a los hombres?

»Si hubiera llegado a mi edad convencido de haber plantado toda mi vida simples palos generadores de fruta, ¿qué sería yo ahora? ¿Un simple? ¿Un impío?

»Tuya es la respuesta.

»Sería una persona que durante toda su existencia ha vivido sin saber escuchar, sin saber ver, un hombre que en la cabeza -en lugar de pensamientos y preguntas- tendría sólo un fuego de hojas mojadas, el humo de su mala combustión me habría impedido ver lo similares que son el destino del árbol y el del hombre.»

Entonces yo también le hablé de mi pasión por los árboles, del nogal que tú, con tanta ligereza, hiciste talar y de la devastación que siguió: fue como si, también dentro de mí, se hubiera amputado un árbol y, por esa herida siempre abierta, continuaran manando mis inquietudes.

También hablamos de tu enfermedad y de cómo aún no había logrado aclararme sobre nuestra relación: demasiado íntima y protegida durante mi infancia, demasiado conflictiva más tarde. El hecho de que tú me amaras sin haber sido capaz de hacerlo con tu hija me producía un estado de gran incertidumbre, de ambigüedad hacia ti.

Le conté también sobre mi padre y de su historia con mi madre, de los años que transcurrieron en Padua y al final, para desdramatizar un poco, empezamos el juego de las plantas.

«¿Qué planta sería Ilaria?», le pregunté.

«Seguramente una planta lacustre», y me siguió diciendo: «sus raíces fluctuantes no le permitieron elevarse sobre un tallo ni vivir mucho tiempo pero, como sucede con esa especie, generó una bellísima flor».

«¿Y mi padre?»

Por lo que le había contado, el tío Gionata lo comparaba a una de esas plantas que se ven rodar por el desierto, más que arbustos parecen coronas de espinas: el viento las empuja y ellas danzan en la arena encaramándose sobre las dunas para después caer, sin detenerse nunca; sin raíces y sin la posibilidad de echarlas no pueden ni siquiera ofrecer alimento a las abejas y su destino es el de una eterna y solitaria carrera hacia la nada.

En cambio yo, de niña, deseaba crecer con la fuerza estable de un roble o la fragancia de un tilo, pero más tarde cambié de opinión: me inquietaba la reclusión de los tilos en las calles y en los jardines, tanto cuanto me entristecía el destino solitario de los robles, por eso, ahora, quería ser un sauce, crecer con mi gran fronda al lado de un río, hundir mis raíces en el agua, escuchar el ruido de la corriente, ofrecerle -entre las ramas- hospitalidad al ruiseñor y al tordo de agua y contemplar el martín pescador aparecer y desaparecer entre sus olas como un pequeño arco iris.

«¿Y tú?», le pregunté después, «¿qué árbol te gustaría ser?».

Mi tío se quedó un poco pensativo antes de contestar.

«De joven quería ser un arbusto: por ejemplo, un rosal salvaje, un espino albar o un ciruelo, y desaparecer entre el seto. Cuando llegué aquí, en cambio, me habría gustado ser uno de esos cedros que crecen majestuosos en las pendientes del Hermón. Pero últimamente el árbol que tengo siempre en la mente, del que tengo más nostalgia, es uno que crece en nuestra tierra, el haya… Conservo su recuerdo de mis excursiones en la montaña: el tronco gris, cubierto de musgo, y las hojas que incendian el aire…

»Sí, así es, ahora me gustaría ser un haya.

»Es más, me siento, soy un haya, porque en el ocaso, la vida se inflama de emociones, recuerdos y sentimientos, como en otoño se inflaman las copas de esos árboles en los bosques.»

6

Poco después de la fiesta de Shavuot, alguien me buscó desde Italia, la llamada fue desviada al comedor pero yo estaba ya trabajando. Cuando al final de mi turno me senté con una bandeja archillena en una mesa, un joven soldado me pasó una nota que decía: A call from your abba.

Era mi padre que me buscaba, por segunda vez en su vida. ¿Qué lo inducía a hacerlo? Quién sabe, puede que entusiasmado por la visión de Tiberíades, quisiera pedirme que le buscase un apartamento en aquella zona, o quizá sólo comunicarme que se marchaba de Grado Pineta para alcanzar algún otro frente donde pasar el verano. De hecho hacía casi un año que yo me había ido.

Conociéndolo, no debía de ser una cosa urgente, me metí la nota en el bolsillo y pensé que en mi próxima salida compraría una tarjeta para llamarlo.

Esa misma tarde llegó de visita Arik, el primogénito de mi tío, de regreso de la Universidad de Haifa a la que había ido por trabajo; tenía unos treinta años y su rostro era abierto, luminoso.

En mi honor y en el del país que nos vio nacer (aunque distaba unos kilómetros), esa noche nos quedamos en casa y cocinamos espaguetis con tomate. Arik le contó a su padre las últimas proezas de las gemelas y añadió, con aire misterioso, que pronto tendría otra buena noticia que comunicarle pero que prefería esperar a su mujer para hacerlo. Después mencionó algo a propósito de su hermana, con la que se había encontrado la semana anterior en Be'er Sheva.

«Si no la llamo yo, ella no lo hace nunca», comentó con tristeza mi tío.

«Su trabajo la tiene muy ocupada», fue la rápida respuesta de Arik, «no para nunca, está convencida de que su deber es salvar a la humanidad. Si sigue así acabará poniéndose mala».

Mi tío sacudió la cabeza: «es extraño, normalmente las hijas salen al padre. En este caso, en cambio, ella se parece más a su madre: un espíritu concreto, realista, capaz de arremangarse en cualquier situación, sin ningún tipo de duda».

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[7] Salmo 139 (138).

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[8] En dialecto triestino, sempi significa «simples», y empio, en italiano, es «impío».

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[9] «He dicho simple.»