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«No es así», puntualizó Arik. «Finge no tenerlas para no afrontarlas. Ha decidido que el mundo debe marchar como quiere ella sin que nadie la pueda detener.»

«¿Es una persona muy segura de sí?», pregunté, yo que siempre he envidiado esta cualidad.

«¿Segura?», se preguntó Arik, «quizá. Pero más que segura, es autoritaria: cuando ha decidido una cosa ya no se puede discutir, debe funcionar por fuerza. Por lo tanto es una forma de fragilidad».

Animado por mis preguntas, Arik se explayó largo rato describiéndome su vida en Arad.

Al principio, no le fue fácil ambientarse -el clima y el paisaje eran totalmente distintos de allí- pero ahora no podría vivir en ningún otro lugar. Necesitaba de las piedras, del aire riguroso y seco, de esas flores que crecen en los cauces sin agua y que con las primeras lluvias estallan en una sinfonía de color. Llevaba siempre a las niñas a admirarlas, aunque fueran aún pequeñas y no pudiesen comprender: quería acostumbrarlas, desde el principio, a disfrutar de la maravilla.

«Es probable que en el trópico uno se canse de las flores y termine por no verlas, pero un desierto que florece sólo una vez es un don inesperado, nos hace comprender cuánta luz se halla encerrada en la materia.»

Después me contó la historia del asedio de Massada y de cómo había visto, la semana anterior, a dos japoneses sobre una bicicleta trepar hasta la cima de la fortaleza; me habló también del oasis de Ein Gedi, lugar donde había leopardos (remontando los cauces al alba, a veces era posible verlos), y de la cueva donde David se escondió de Saúl… Si un día decidía ir a verlos, me llevaría a visitar todos esos lugares.

Hacia las once mi tío se fue a dormir y nosotros salimos a pasear.

Dimos un par de vueltas alrededor de los establos y después nos dirigimos a la plantación: las flores de azahar estaban abiertas y en la tibieza del aire nocturno desprendían un perfume extraordinariamente intenso. Tras un breve trayecto, nos sentamos sobre una piedra, la misma que yo había escogido para mis meditaciones, y hablamos toda la noche de muchas cosas: de nuestras familias, de su abuelo y de su trágico final, de cómo él también, desde la infancia, se sentía turbado por el hecho de que Ottavio hubiera amado la belleza sin amar a Él, que la había fundado en nuestros corazones.

«La belleza, la armonía existen en la medida en que somos capaces de percibirlas, de gozar con ellas. Sólo así se convierten en alimento para el alma. De no ser así son sólo deslumbramiento y -como sucede cuando nos cruzamos con un coche que nos hace señales con las luces obligándonos a virar- nos empujan inevitablemente a desviarnos de nuestras intenciones, a mezclar el blanco con el negro, a transformarlo todo en un lodo gris.»

«El corazón», continuó Arik, «es el lugar de esta batalla, ahí las buenas intenciones se enfrentan con las malas y todo está permitido. Hay que ser consciente de esto; si no, se termina por rendirse sin tan sólo haber combatido, sucumbiendo a la opacidad de lo indistinto, que es el gran enemigo de estos tiempos. La opacidad le quita alegría a la vida, sustrae la luz de lo que nos rodea y relega nuestro ser a la oscuridad».

A nuestro alrededor los chacales se alertaban aullando acompañados, a ratos, por los ladridos de un perro y, aunque todavía era de noche, los gallos también empezaron a modular sus cantos para saludar la llegada del nuevo día.

Arik me indicó un arbolito enganchado a un palo guía.

«¿Ves? Nosotros -como los árboles- tenemos un deseo natural de ascender, de elevarnos. Puede que esté sepultado bajo kilos de desechos, pero existe. Es una especie de nostalgia que mora en la parte más profunda de todo hombre. Pero la vida es compleja y está llena de contrastes y nosotros, sometiéndonos únicamente al juicio de nuestra mente, corremos el riesgo de equivocarnos de dirección, de ser cegados por un sol ficticio. Por eso existe la Torah, es como el tutor de ese joven árbol, nos ayuda a crecer rectos, a ir al encuentro del cielo sin que nos quiebren las tempestades de viento.»

Entre las ramas de los árboles empezaron a vibrar las alas de los gorriones que se despertaban trinando cada vez más fuerte.

Por oriente las tinieblas le cedían ahora el lugar a la luz, el azul claro se transformaba en naranja dorado cuando Arik se puso en pie y, en voz baja, empezó a rezar. Lo imité; estaba a su lado de pie, y no sabía qué decir, nadie me había enseñado nunca una oración, buscaba desesperadamente las palabras que le dieran voz a mi estado de ánimo.

Las abubillas, con su vuelo ondeante, cruzaban las hileras de árboles cuando de mis labios salió un gracias. Gracias por la vida, gracias por el esplendor, gracias por la capacidad de comprenderlo.

La semana siguiente recibí otra llamada de Italia, pero esta vez no era de mi padre.

La policía de Mestre me anunciaba que había encontrado a un hombre muerto en un paso subterráneo cerca de Marghera. Su nombre era Massimo Ancona y en el bolsillo de su chaqueta habían encontrado una carta dirigida a la hija, con mi número de teléfono. Me preguntaron si lo conocía y si, ya que no constaba en los documentos, era efectivamente su hija. Y si así era, yo debía ir lo antes posible al depósito de cadáveres para el reconocimiento.

Esa misma tarde fui a Haifa para reservar una plaza de avión: el primer puesto disponible era dentro de tres días, en un vuelo que me llevaría de Tel Aviv a Milán.

Lo confirmé y regresé al kibutz.

Esa noche no logré pegar ojo. Me maldecía por no haberlo llamado. La policía no consiguió decirme cómo había muerto, lo que me hizo sospechar que se había suicidado. A lo mejor estaba desesperado, quería decirme algo y yo no di señales de vida: a pesar de que él no sintió tener ninguna responsabilidad sobre mis comienzos, yo me sentía, sin embargo, responsable de su final.

Sólo con la sabiduría de la mañana me di cuenta de lo absurdo de esos pensamientos: mi padre jamás se habría suicidado por una llamada no correspondida, protegido como estaba, desde siempre, por la ausencia de afectividad y por su egoísmo.

Al día siguiente me sentía demasiado inquieta para emprender mis acostumbradas actividades, así que tomé el autobús y me fui a la montaña de las Bienaventuranzas.

Llegué a la hora del almuerzo y el gran jardín que rodea la basílica estaba casi desierto. Más abajo, brillaba el mar de Galilea como un espléndido espejo, mientras el viento que subía de la carretera traía de forma intermitente el ruido de los coches.

En esas escasas decenas de kilómetros, Jesús consumió su breve existencia. La muchedumbre, que lo seguía a todas partes, le pedía curaciones a cada paso. No me costaba imaginar el agotamiento y la soledad que debía sentir por aquel constante asalto de los que le imploraban: tras treinta años de silencio, tres años sumergido en un permanente caos.

¿Qué significaba sanar? Ver, caminar, sentir de nuevo, pero, ¿para qué? ¿Para tener apetito, dormir bien, poder correr veloces? ¿O acaso para acceder a otro nivel de conciencia del vivir? ¿Y qué relación existía entre las melosas palabras que había oído en televisión y la fuerza, el rigor, la severidad de lo que salía de la boca del Rabí de Nazaret? ¿Podrían, un día, esas palabras sanarme a mí también?

Me paseé por los senderos del parque siguiendo las piedras blancas que llevan grabadas las Bienaventuranzas; en torno a mí las plantas florecían de manera exuberante y las oropéndolas lanzaban sus cantos al aire como si fueran preguntas. Cuando leí «Bienaventurados los misericordiosos porque tendrán misericordia» pensé en mi padre: ¿dónde se encontraría ahora? ¿Estaba ahí cerca y me veía o se había precipitado en algún lugar oscuro del que nunca más emergería? ¿Habría misericordia para la esterilidad de su vida? ¿Qué era en realidad la misericordia? ¿No sería quizá participar de la compasión de Aquel que nos había creado?