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Me volvían a la mente las palabras de Arik: «el rigor de la ley y la misericordia caminan siempre el uno al lado de la otra, pero en las decisiones más importantes es siempre la misericordia la que vence porque, para las entrañas de una madre, ensañarse con un hijo es imposible».

La idea de una maternidad de Dios me había impresionado profundamente.

«Pero en definitiva, ¿qué quiere Él de nosotros?»

«Quiere que crezcamos, quiere transformación, arrepentimiento, quiere vivir en nuestro corazón, como nosotros, desde el principio, vivimos en el suyo. No es el poder aquello que desea compartir con nosotros sino la fragilidad.»

7

Dos días más tarde, con su malparado Subaru, mi tío me acompañó al aeropuerto Ben Gurión.

Nos despedimos con un largo abrazo y con la promesa de que vendría lo antes posible a Trieste: la invitación se extendía también a Arik y su familia, naturalmente.

El vuelo fue bien.

En Milán tomé el tren para Venecia y me bajé en Mestre.

Cuando llegué a la comisaría de policía un joven cabo me acompañó de inmediato al depósito de cadáveres. Por el camino me contó que según la autopsia, ya efectuada, la causa de la muerte resultó ser claramente naturaclass="underline" de repente el corazón dejó de latir.

Los zuecos de la empleada que nos abría camino eran de goma y producían un extraño sonido de ventosa sobre el suelo de linóleo.

Un viento helado me golpeó cuando entré en la cámara frigorífica. Sobre las mesas de acero yacían tres cuerpos. Él ocupaba el lugar central. Sus pies sobresalían de la sábana verde (era la primera vez que los veía sin zapatos), un brazo colgaba lateralmente.

El cabo levantó la sábana: «¿Lo reconoce?»

En lugar de la habitual sonrisa irónica, sus labios parecían entreabiertos con una expresión de estupor.

«Sí», contesté, «es mi padre, Massimo Ancona».

«Lo siento», dijo el militar.

«Yo también lo siento», dije, y en ese momento sentí las lágrimas que resbalaban por mis mejillas.

Impaciente por el frío, la encargada masticaba un chicle (el ruido de sus mandíbulas era el único en ese silencio irreal) mientras el policía rellenaba formularios.

En un impulso aferré la mano blanca que colgaba de la sábana y la apreté entre las mías, la piel estaba fría como la de las serpientes, la densidad y el peso no eran muy distintos a los de los vivos, las uñas cortadas precipitadamente.

«Éste es tu último frente», le susurré, y me incliné para darle un beso. «Gracias por la vida que me has dado, a pesar de todo.»

De regreso a casa, abrí la bolsa de plástico que me había entregado la policía. En ella estaban las llaves de su casa, las del coche, una tarjeta de los trenes regionales (caducada desde hacía un mes), una pequeña agenda de teléfonos, una cartera con los bordes usados y un sobre blanco en el que estaba escrito mi nombre.

La cartera contenía unas cuantas monedas, un billete de cincuenta mil liras y dos de cinco mil, la cartilla de la seguridad social, una tarjeta para los puntos de un supermercado de Monfalcone (faltaban sólo cuatro sellos para el anhelado premio, un albornoz) y, de un compartimiento lateral, despuntaba una pequeña foto consumida por el tiempo: una mujer elegante, no muy alta, miraba fijo al fotógrafo con una expresión entre altiva y aburrida, mientras apretaba distraídamente la mano de un niño. La debieron tomar en la orilla de San Marco o enfrente de la Giudecca, el niño indicaba sonriendo algo que lo llenaba de sorpresa: ¿una nave, un pájaro castañero, un pájaro nunca visto antes? Si los ojos de la madre reflejaban únicamente condescendencia hacia su ego, los del niño rebosaban de una indómita y alegre curiosidad. En el reverso, con una tinta descolorida ya, estaba escrito: Venecia 1936, mamá y yo en el malecón. Massimo Ancona y su madre, el profesor de filosofía del lenguaje y la inagotable jugadora de canasta, mi padre y mi abuela, encerrados en una cartera como la mayor parte de los comunes mortales.

El nombre de un restaurante de Monselice estaba estampado en la tapa de plástico verde de la agenda prácticamente vacía: en la D, los números del doctor y del dentista, en la F, tres o cuatro fondas, y aquí y allá los teléfonos de algunas editoriales, dos o tres nombres femeninos y, en la primera página, mi número de Trieste y debajo, a lápiz, con letra temblorosa, el de Israel.

La misma escritura incierta había garabateado mi nombre en el sobre. Lo abrí: en su interior, dos folios amarillentos (con el membrete de un hotel de Cracovia) escritos con letra apretada por ambos lados.

Grado Pineta, 13 de mayo

No sé si esta carta llegará algún día a tus manos pero, si la lees, querrá decir que yo ya no formo parte de este mundo. Tú sabes cuánto detesto los sentimentalismos, sin embargo, no puedo evitar el hecho de escribir estas líneas. En el fondo tú has sido lo inesperado.

Lo temido y lo inesperado.

Has llegado al final de mis días y -como esas plantas que lanzan sus finas (y prepotentes) raíces a colonizar el espacio que las rodea- has abierto una fisura en mi vida introduciendo por ella tu mirada, tu voz y tus preguntas y de esa mirada, de esa voz y de esas preguntas ya no he logrado liberarme.

¿Es la llamada de la sangre o la debilidad de la senilidad? No lo sé, ahora no tengo fuerzas ni tiempo para responderte. En el fondo no tiene demasiada importancia, ya no debo defenderme más ni explicar nada.

Hoy he intentado quitarme la vida.

Nada de extraordinario o melodramático, lo de poner fin personalmente a mis días es una decisión que tomé desde que tengo uso de razón; al no escoger nacer, la única libertad que nos es dada es la de establecer cuándo morir. Mi cuerpo está en evidente decadencia y desgraciadamente mi cabeza lo acompaña.

Esta mañana se ha roto la persiana de mi habitación. Me he quedado a oscuras hasta las cinco de la tarde persiguiendo inútilmente al técnico por teléfono, mientras seguían contestando: «inténtelo más tarde, lo llamaremos nosotros», pero no ocurrió, así, al final, he decidido salir a dar un paseo. Me puse en camino con el dulce aire de mayo, acompañado por los incansables vuelos de los pájaros que llevaban comida a sus nidos; unas florecillas amarillas salían de entre el cemento. Mayo, he pensado, es el momento más extraordinario para marcharse, el que requiere más valor porque la vida está en la plenitud de su esplendor. ¿Qué cuesta suicidarse en noviembre, cuando el cielo está velado por una espesa cortina de lluvia? Se podría pensar que es la depresión la que me ha llevado a hacerlo pero no es así, estoy perfectamente lúcido y soy consciente de mi decisión.

Cuando he vuelto a casa he intentado llamarte, quería oír tu voz por última vez, pero no he tenido suerte: al otro lado del teléfono se pusieron varias personas, me hablaron un poco en inglés, hebreo y español, de todas formas no lograron encontrarte.

Entonces me he subido a una silla para coger la pistola: hacía años que estaba cuidadosamente puesta encima de la librería, envuelta en un paño oscuro. La he cargado y he esperado el final de la noche leyendo mis poesías preferidas. No quería morir en casa como un ratón, deseaba irme a un espacio abierto, delante del mar, ver una vez más el alba, el sol que asoma e inunda de luz el mundo.

A las cuatro he salido y he llegado hasta la playa, en la oscuridad oía las conchas crujir debajo de mis zapatos; me he sentado en el mismo patín de agua que escogiste tú una vez en una de nuestras paradas, sentía el frío del metal en el muslo.