Poco después de las cinco, el cielo ha empezado a aclarar por el este, encima de Trieste e Istria, el aire se ha llenado de los gritos de las aves marinas y, con la marea baja aún, el agua batía dulcemente. He mirado a mi alrededor y he sacado la pistola del bolsillo, a la espera. Cuando el disco naranja ha aparecido en el horizonte me la he apuntado contra la sien y he apretado el gatillo: ha hecho un tlac y no ha sucedido nada. He corrido el tambor, otro tlac.
Mientras, en la playa ha llegado un jubilado con sus dos caniches, lanzaba al aire una pelota de colores y ellos la perseguían ladrando felices. No soy capaz ni de matarme, he pensado, metiendo la pistola en el bolsillo.
Por la mañana vino el técnico de las persianas y, con él, la luz a la habitación. Por la tarde he ido a hacer unas compras a Monfalcone. La vida sigue, no sé cuánto tiempo, pero sigue, he pensado mientras ponía la pistola en un cajón. Esperaré que el destino siga su curso.
Por la noche me he asomado al pequeño balcón de la cocina, la temperatura, ahora casi estival, hacía fermentar las algas de la laguna saturando el aire de un olor salobre; en un apartamento iluminado del edificio de enfrente, una mujer con delantal y un cubo limpiaba a fondo las habitaciones, ante la inminente migración del verano.
Estaba entrando cuando entre los arbustos que dividen los dos edificios, de repente, he visto luciérnagas; hacía años que no me sucedía -danzaban entre el suelo y los arbustos bordando el aire con su luminosidad intermitente-. Tan sólo un día antes habría sonreído ante la astucia de la estrategia para la reproducción: ¿qué otra cosa eran esas luces sino una extraordinaria estratagema para alcanzar la cópula?
Pero esa noche, de golpe, todo me parecía distinto, ya no sentía irritación hacia el ama de casa que limpiaba los suelos, ni veía la mecanicidad en los pequeños fuegos fatuos de las luciérnagas.
En esas luces no hay astucia, sino sabiduría, me he dicho, y me he puesto a llorar. Habían transcurrido más de sesenta años desde la última vez que lo había hecho, en la nave que nos llevaba a Brasil.
Lloraba despacio, en silencio, sin sollozar, lloraba por esas pequeñas centellas de luz envueltas en la prepotencia de la noche, por su vagar incierto, porque en ese momento vi con claridad que en toda oscuridad vive comprimido un fragmento de luz.
¿Te hago reír? ¿Te parezco patético? Tal vez sí, probablemente estas frases irritarán el furor inagotable de tu juventud, pero ahora ya no me importa nada. Mejor dicho, me cubriré aún más de ridículo diciéndote que a lo largo de todos estos meses he vivido con la esperanza de volverte a ver.
Sabes que yo siempre he escogido el camino de la sinceridad (incluso a costa de hacerme daño), así durante estos días, durante este tiempo que el destino me ha concedido, eludiendo mi orgullo, tengo la posibilidad de reflexionar sin miedos porque, en el fondo, ya estoy muerto -siento la sábana sobre mi cuerpo y la tierra húmeda que me cubre-. Precisamente porque estoy más allá (y ya no temo el ridículo) puedo decirte que ha sido el miedo lo que ha determinado mi vida, lo que yo llamaba audacia era en realidad sólo pánico. Miedo de que las cosas no fueran como había decidido, miedo de superar un límite que no era de la mente sino del corazón, miedo de amar y de no ser correspondido.
Al final es, en realidad, sólo éste el terror del hombre y es por eso por lo que cae en la mediocridad.
El amor es como un puente suspendido en el vacío…
Por miedo complicamos las cosas simples, con tal de perseguir los fantasmas de nuestra mente transformamos un camino recto en un laberinto del que no sabemos salir.
Es tan difícil aceptar el rigor de la simplicidad, la humildad de la entrega.
¿Qué otra cosa he hecho durante toda mi existencia sino esto? Huir de mí mismo, de las responsabilidades, herir para no ser herido.
Cuando leas estas líneas (y yo esté en una cama frigorífica o bajo tierra), que sepas que en los últimos días me ha invadido un sentimiento de tristeza -una tristeza sin rabia, melancólica, y puede que por ello todavía más dolorosa.
Orgullo, humildad: al final hay sólo esto sobre el plato de la balanza. No sé cuál será su peso específico, no puedo decir si un día de humildad puede bastar para redimir una vida de orgullo.
Hubiera sido bonito poderte abrazar, pequeña bomba de relojería llegada por sorpresa (y demasiado tarde) para devastar mi vida; aunque esto no te resarcirá de nada, quería apretarte en un último gran abrazo, un abrazo que encierre todos los abrazos que no te he dado: los de cuando naciste y de cuando eras pequeña, los de cuando crecías y los que necesitarás cuando yo ya no esté.
Perdona la estupidez del hombre irónico que te ha traído al mundo.
Papá
Una semana más tarde, en el cementerio judío de Trieste celebramos el funeral. Aparte de los hombres del minyan y del rabino estaba sólo yo. Cuando terminaron de recitar el Qaddish, de unas obras cercanas sonó fuerte la sirena de mediodía.
Era un caluroso día de verano y no había mucha gente en el camposanto. En lugar de ir a casa bajé al cementerio católico. Antes de entrar, compré un bonito ramo de girasoles en los puestos de la puerta de entrada.
Durante el invierno muchas hojas, mezcladas con folletos publicitarios, habían sido transportadas por el viento del norte a nuestro pequeño panteón, abandonado desde hacía tiempo. En su interior el aire era sofocante, olía a humedad, a moho: hacía años que nadie lo limpiaba. Abrí la puerta de par en par y fui a comprar una escoba y un trapo. Al terminar puse las flores en el jarrón y me senté a haceros compañía.
Quién sabe dónde estaríais, cómo estaríais. Quién sabe si, al menos del otro lado, tú y mi madre os habríais encontrado, si habríais logrado finalmente disipar las sombras que os habían impedido tener una relación serena. Quién sabe si podríais verme desde allá arriba, sentada sobre vuestra tumba una tarde de verano. ¿Quién sabe si era verdad que los muertos tienen el poder de estar al lado de los vivos, de protegerlos sin nunca perderlos de vista? ¿O es sólo un deseo nuestro o una muy humana esperanza? ¿Era verdad que del otro lado estaba el juicio y el arcángel Miguel sujetando, con dedos ligeros, el delicado sistema de contrapesos? ¿Y cómo se establecían las unidades de medida? ¿Era el peso específico el mismo para todas las acciones? ¿Había sólo dos categorías -el bien y el mal- o las valoraciones eran algo más complejas? ¿Cuánto pesaban los sufrimientos de un inocente? Y la muerte violenta de un justo, ¿valía lo mismo que la de un impío que moría de vejez? ¿Por qué el hombre malo goza con frecuencia de una vida larga y sin sacudidas -como si alguien lo protegiera- mientras que el bueno debe soportar injurias y adversidades? ¿Es acaso la longevidad concedida a los hombres sin escrúpulos una señal de la misericordia divina y viven tanto para disponer de más tiempo para arrepentirse y convertir su corazón?
Y el dolor, ¿qué peso tiene?
El dolor de mi madre, el de mi padre, el tuyo, el del tío Ottavio y el mío (cuando muera), ¿donde irán a parar? ¿Será polvo inerte o alimento? ¿No sería mejor poder vivir sin preocupaciones, sin hacerse preguntas? ¿Pero cómo acaba el hombre que no se interroga, que no tiene dudas?
Arik me había hablado de la inclinación al bien y al mal que hay en cada uno de nosotros, de la lucha que libran constantemente en nuestro corazón. Vivir inertes, sin hacerse preguntas, ¿no quería decir entregarse a la banal mecánica de la existencia, a la inexorable ley de gravedad que (en cualquier caso y siempre) nos arrastra hacia abajo? ¿Acaso no nacen de la nostalgia las dudas y las preguntas? De la misma manera que las células apicales dirigen, en cualquier caso y siempre, las plantas hacia lo alto para buscar la luz, las preguntas deben elevar a los hombres hacia el cielo: ¿No serán quizá el dolor, la confusión y los estragos del mal la consecuencia de nuestro desvío?