En la pequeña biblioteca del kibutz conocí a Miriam, una mujer francesa, superviviente de Auschwitz. En un brazo llevaba ruidosas pulseras, en el otro la marca violeta de su número. Yo no lograba apartar la mirada de esa cifra.
«¿Te impresiona?», me preguntó.
«Sí», respondí con honestidad.
De esa recíproca sinceridad nació nuestra amistad. Cuando estalló la guerra, me contó, tenía veintidós años, le faltaba sólo uno para licenciarse en biología.
«Mi padre era un hombre de ideas muy avanzadas para su tiempo, me tuvo ya maduro y, como era médico, siempre estimuló mi curiosidad; para su gran alegría, desde pequeña sentía atracción por todo lo que estaba vivo: me gustaba observar, hacerme preguntas, experimentar; mientras mis compañeras de colegio se perdían en los cuentos acaramelados, yo realizaba una navegación en solitario entre las mitocondrias y las enzimas; sus procesos eran la única magia que lograba sorprenderme. Mi ídolo era Madame Curie, sabía de memoria todos los momentos de su biografía. Quería ser como ella, poner mi intelecto al servicio de la humanidad. Razonar sobre las cosas ha sido siempre mi pasión; de estudiante -exaltada por el ambiente de aquellos años- pretendía poder demostrar la insensatez del mundo, su locura.
»Sin embargo, la historia, brutalmente, me ha llevado por otros derroteros. Vi a mi padre y a mi madre encaminarse hacia la muerte, recogí su última mirada antes de que desaparecieran en la antecámara de los hornos. Yo también debería haber muerto, unos meses más tarde, como consecuencia de la represalia por una tentativa de fuga, pero alguien dio un paso adelante por mí; era un hombre: a mi terror juvenil opuso su serenidad.
»Estoy aquí porque él desapareció, ¿qué otra cosa podría ser yo sino un testigo, alguien que no cesa de interrogarse sobre aquel paso? Todas las preguntas de mi vida están encerradas en esos modestos treinta centímetros: un paso dado, otro retenido.»
Sentadas en el rincón más fresco de la biblioteca, pasábamos horas hablando de la muerte, del corazón de Europa que se había convertido en cenizas en tan sólo seis años.
«Todos dicen: ¿Dónde estaba Dios? ¿Por qué no puso fin a la masacre con un chasquido de dedos, por qué no hizo caer sobre los impíos una lluvia de brasas, fuego y azufre?», me repetía con frecuencia Miriam, «pero yo, sin embargo, digo: ¿Dónde estaba el hombre? ¿Dónde se hallaba la criatura a la que "has hecho un poco menor que los ángeles"? [10] Porque fueron los hombres los que construyeron las cámaras de gas, ingenieros especializados establecieron el justo ángulo de rotación de las carretillas de los hornos para optimizar el tiempo: nada debía detener el ritmo de la liquidación; realizaban sus cálculos mientras las mujeres hacían punto en el salón y los hijos con sus pijamas de franela dormían en las camas abrazados a sus ositos de peluche. Fueron los hombres los que, casa por casa, siguieron el rastro de las personas, los que las desanidaban de los lugares más ocultos; fueron los hombres los que se empaparon las manos de sangre, los que mataron a patadas a los recién nacidos, los que masacraron a los viejos; hombres que podían elegir y no lo hicieron; hombres que -en lugar de percibir la mirada del otro- veían sólo en él un objeto».
«¿Sabes cuál es la trampa más grande?», me dijo otro día, mientras les quitaba el polvo a unos centenares de libros que trataba con la misma dulzura con la que se trata a los hijos: «Es que todos están convencidos de que el holocausto fue un fenómeno circunscrito en el tiempo, se hacen continuamente conmemoraciones en las que, con justificada firmeza, todos repiten: "¡Nunca más! ¡Que nunca más se produzca semejante horror en la tierra!" Pero cuando estalla el bubón de la peste, ¿qué sucede? ¿Se cura el enfermo y acaba la epidemia? ¿O bien se propaga de manera cada vez más virulenta liberando las bacterias que pueden finalmente correr para llevar el contagio a todas partes?
»En cambio, habría que tener el valor de decir: "¡Todavía y siempre!" Porque todavía y siempre, bajo una aparente normalidad, los miasmas de aquellos años infectan nuestros tiempos, preparando para nosotros un holocausto de dimensiones cósmicas. Y el lugar en que se ejercita la perfección técnica es la sociedad.
»En Auschwitz nada era por casualidad, no había desperdicios ni pérdidas de tiempo, existía sólo el puro mecanismo; era la organización central la que se ocupaba de todo: de esa meticulosa programación nacería, finalmente, el hombre perfecto, el único capaz de dominar el mundo y el único digno de vivir en él.
»¿Y de qué otra cosa nos quieren convencer, ahora, sino del hecho de que nuestra sociedad puede llegar a ser tan perfecta como la de las hormigas? ¿Son realmente las abejas y las hormigas los modelos hacia los que debemos tender? ¿Tenemos patitas, antenas y ojos prismáticos?
»Aún no se han apagado las hogueras del final del comunismo, ni cerrado sus heridas que ya se nos anuncia un nuevo paraíso en la tierra: un mundo sin enfermedades ni muerte, sin deformidades ni imperfecciones.
»El paraíso de los aprendices de brujo. "Todo está en nuestras manos", gritan desde todas las televisiones y periódicos del mundo, cuando cualquiera que se detenga, aunque sea sólo un instante para reflexionar, sabe que nada está en nuestras manos: ni la posibilidad de nacer ni el momento de la muerte (a menos que se la busque uno mismo), ni el agua que baja del cielo ni los terremotos que parten la tierra.
»A los aprendices de brujo se les escapa esta complejidad, convencidos como están de que los micrones de realidad que dominan en sus recintos asépticos son el universo. Así, mezclan alegremente los patrimonios genéticos de las especies, en nombre del progreso (sólo visible para ellos y para las multinacionales que sellan sus patentes), clonan flores, animales y seguramente en la secreta oscuridad de algún laboratorio están ya clonando, también, al hombre (en el fondo sería cómodo tener a disposición una copia de nosotros mismos de la que poder sacar las piezas de recambio en caso de avería).
»Su arma es la persuasión benéfica: manipulan la buena fe de las personas convenciéndolas de que todos estos estragos tienen únicamente fines filantrópicos: ¿cómo podrán comer los millones de pobres que hay en el mundo sin las nuevas semillas inventadas por el hombre para el hombre? Pero, digo yo, ¿no eran suficientes las que ha inventado el Señor, no existe ya una extraordinaria complejidad puesta a nuestro servicio? ¿Y no es quizá nuestra incapacidad de ver la complejidad lo que nos empuja a buscar nuevos horizontes, que en realidad son horizontes de muerte?
»En el momento en que el hombre sueña para el hombre un mundo sin dolor, sin imperfecciones, en realidad está ya desenrollando alambradas, divide el mundo en aptos y menos aptos y estos últimos no difieren mucho de un lastre, algo que se debe eliminar por el camino.
»Yo estoy con Madame Curie, naturalmente -la misión del hombre es curar al prójimo-, pero cuando la cura se vuelve un delirio de omnipotencia, cuando se mezcla con la lucha por las patentes millonarias, entonces se transforma en algo muy distinto de la justa aspiración del ser humano. En lugar de aplaudir a las grandes promesas de la ciencia, habría que tener el valor de hacer una pregunta, asumiendo la impopularidad de Jeremías: sin enfermedad, sin fragilidad, sin incertidumbre, ¿en qué se transforma el hombre?, ¿y en qué se convierte su prójimo? ¿Somos máquinas cada vez más perfeccionables o inquietas criaturas en el exilio? ¿Se halla en la omnipotencia nuestro sentido último o en la aceptación de la precariedad? De la precariedad nacen las preguntas; de las preguntas puede nacer el sentido del misterio, del estupor, pero la certeza, la omnipotencia, ¿qué pueden generar?