M. como de costumbre se hacía la víctima, decía que había tenido que cocinar dos días enteros y esperaba recibir, en cambio, aplausos y gritos de júbilo y así fue, como lo exigía el guión: hay que representar la comedia hasta el final, sin cambiar nunca la trama. «Ha sido una velada estupenda, gracias, querida», beso beso, «por favor, no ha sido nada», y se seguía así, como en un minueto empalagoso.
Empalagoso lo era también el árbol con todos sus hilos plateados y todavía más empalagoso el belén, máxima representación del lavado de cerebro universal, la sagrada familia que desde hace dos mil años castra las familias normales, que no tienen nada de sagrado pero hacen como si lo tuvieran, beben cálices de veneno puro y siguen adelante, sonriendo.
Por la noche, en mi cama, pensé que, en el fondo, la Virgen es el emblema de la mujer de tiempos pasados, la más explotada, porque tuvo un hijo sin tan sólo disfrutar de la relación, le bastó mirar al Espíritu Santo a los ojos para fastidiarse y hace casi dos mil años que arrastra esa expresión embelesada.
Así, por la mañana, antes de marcharme, le di una alegría y en el belén, en su lugar, cerca de San José dejé una nota en la que había escrito «apáñatelas». Después cogí la estatuilla y me la llevé a tomar un poco el aire.
Antes de subir al autobús, la puse encima de la valla detrás de la parada. Esperemos que alguien la coja y la lleve a dar una vuelta para que se pueda resarcir del tiempo perdido.
31 de diciembre
Como T. se ha quedado en su valle nevado, he organizado una gran fiesta para esta noche. Mientras hacía la compra me he encontrado con el profesor A. y al verlo mi corazón ha dado un vuelco. Quería saludarlo pero me venció la timidez, probablemente me habría mirado estupefacto, ¡tampoco puede acordarse de todos sus estudiantes!
Mientras me alejaba con el carrito he tenido la sensación de que me miraba, tiene los ojos oscuros como el carbón y cuando habla parece que centellean. Tal vez por eso he sentido un gran calor entre los omóplatos.
Adiós, año viejo, te saludaremos envueltos por la gran humareda de la pipa de la paz.
Con ese final de año cerré el diario.
En algún lugar, fuera, sonaba la alarma de un coche, la televisión transmitía un talk show, todos hablaban y hablaban con los rostros vacíos. En la cama las sábanas estaban extremadamente frías, por mucho que me acurrucara no lograba entrar en calor, entre los batientes, la luna de abril cortaba en dos el suelo y la mesa, hasta posarse sobre la fotografía de Ilaria.
Entre todas las cosas que había imaginado, soñado y supuesto sobre mi madre, en ningún momento me vino a la mente la más sencilla: el hecho de que sólo era una chica.
A la mañana siguiente a las nueve estaba ya en el salón. Antes de retomar el diario dispuse las fotografías como si fueran las cartas de un solitario: ella sola, ella con sus amigas, las fotos que ella hizo, las fotos con representantes del otro sexo, aunque éstas, sin embargo, eran escasas y eran casi todas fotos de grupo.
Entre ellas había una sacada en un fotomatón, debía de ser invierno porque llevaba una bufanda y un gorro de lana, al lado suyo una presencia masculina, una mano le cubría el rostro y entre los dedos abiertos se entreveían apenas los ojos y los pelos de la barba. ¿Era carnaval? ¿Estaban jugando? ¿Qué significaba aquella mano abierta? ¿Una negación? ¿Una barrera? Quizá estaba casado y no quería comprometerse o simplemente no quería que se supiera que mantenía relaciones con sus estudiantes.
Comparé esa fotografía con otra, la del brindis de grupo: además del hombre con la barba, al lado de mi madre había otro más esmirriado con la cara llena de granos, un poco más a la derecha, agachado como un futbolista, delante de un par de amigas -¿Carla? ¿Tiziana?-, un tipo descolorido, con ojos saltones azules y una bufanda roja demasiado ajustada al cuello.
¿Podía ser hija de éste?, ¿o del de los granos? En realidad el único con barba era el hombre a sus espaldas: comparé sus manos con las mías, sus ojos con los míos y seguí leyendo.
Avanzaba por las páginas con mucha cautela, como un conductor que antes de meterse por una carretera ve la señal de peligro -peligro avalancha, peligro caída de piedras, peligro precipicio- pero no se detiene, sigue con el pie en el freno, la mano dispuesta a cambiar de marcha y el corazón en un puño porque ése es el único camino en el mundo que desea recorrer hasta el final.
6 de enero
La befana, [1] vieja bruja, me ha traído un regalo. Me arrastraron, a pesar de que no me apetecía, a una fiesta de gente desconocida y allí me encontré con el profesor A.
Hice como si nada cuando lo vi, o al menos lo intenté porque mis mejillas se pusieron de golpe incandescentes. Entonces me volví hacia la pared y me puse a charlar con una chica que apenas había conocido en una reunión feminista, mientras pensaba en cómo acercarme a él.
No fue necesario porque fue él quien se me acercó.
«Me da la impresión de que nos hemos visto ya», dijo mirándome fijo a los ojos, mientras bebía lentamente un sorbo de vino blanco.
Creo que mi voz salió de golpe demasiado chillona: «¡Sí, en el supermercado!» (¡Qué estúpida!) Después, por suerte, añadí: «Soy alumna suya.»
Entonces me tomó del brazo.
«¿Te interesa la filosofía?»
«Muchísimo.»
Al terminar la fiesta salimos a pasear bajo los pórticos y caminando llegamos hasta los canales. La niebla se levantaba y, en el silencio de la ciudad dormida, se oía sólo el murmullo del agua y nuestra respiración. Mientras cruzábamos la plaza de la basílica del santo -su brazo prácticamente ceñía mi talle-, por oriente, el sol empezó a aparecer iluminando las fachadas y los tejados.
«¿Lo ves?», dijo entonces, «la filosofía y el sol se parecen, ambos deben ahuyentar la noche -la noche física y la noche de la mente-, la que hace que el hombre viva sumergido en un océano de superstición».
Nos separamos en mi portal.
«¿Nos volveremos a ver?», pregunté.
Él me saludó misterioso con la mano abierta.
11 de enero
Desgraciadamente me vuelvo a morder las uñas. He buscado su nombre en la guía pero no hay ningún Massimo Ancona. No puedo llamarlo y no sé dónde vive. No me queda otra cosa más que esperar…
15 de enero
Para sentarme en primera fila he llegado al aula una hora antes, pero no me ha mirado en ningún momento, aunque yo estaba justo enfrente de él. Quizá no quería distraerse, no quería delatarse ante los demás.
Lo he esperado a la salida, pero una pelirroja ha sido más rápida que yo, se alejaron juntos por el pasillo hablando como si se conocieran desde hace tiempo. Una futura licenciada suya probablemente…
25 de enero
He faltado a otras dos clases, creo que estoy enloqueciendo. Con frecuencia paseo cerca de aquel supermercado con la esperanza de encontrarme con él. Nada.
28 de enero
Fiestas de carnaval, una tras otra, pero no me divierto en absoluto. Las chicas del grupo se han vestido de brujas, en cambio yo hubiera querido vestirme de esqueleto porque es así como me siento sin él, sin su mirada, muerta. Voy a las fiestas sólo con la esperanza de encontrarme con él. Él no está y acabo fumando. Por lo menos así el tiempo pasa más rápidamente…