– Déme esto -le dije.
Cogí la hoja y me senté en un mostrador bajo, cubierto de libros que los clientes hablan sacado de las estanterías. Seguramente no habla tenido tiempo de devolverlos a su sitio.
– ¿Qué se puede hacer en una ciudad como ésta? -pregunté, reanudando la conversación.
– Nada -me contestó-. Hay chicas en el drugstore de enfrente, y bourbon en el bar de Ricardo, a dos manzanas de aquí.
No era desagradable, pese a su brusquedad.
– ¿Cuánto tiempo hace que está usted aquí?
– Cinco años -respondió-. Y me quedan cinco más.
– ¿Y después, qué?
– Es usted curioso, ¿eh?
– Culpa suya. ¿Por qué me cuenta que le quedan cinco años? Yo no se lo he preguntado.
Suavizó el rictus de su boca, y se formaron arrugas en torno a sus ojos.
– Tiene usted razón. Pues mire, otros cinco años y me retiro de este trabajo.
– ¿Y a qué se va a dedicar?
– A escribir -me dijo-. A escribir best-sellers. Sólo best-sellers. Novelas históricas, novelas en las que los negros se acuesten con las blancas y no los linchen, novelas en las que jovencitas puras logren crecer inmaculadas en medio de toda la podredumbre de los suburbios.
Soltó una risita irónica.
– ¡Best-sellers, hombre! Y luego novelas increíbles audaces y originales. En este país es fácil ser audaz: no hay más que decir lo que todo el mundo puede ver si se esfuerza un poco.
– Lo conseguirá -le dije.
– Claro que lo conseguiré. Ya tengo seis a punto.
– ¿Y nunca ha intentado colocarlas?
– No soy ni amigo ni amante de ningún editor, y no tengo dinero para invertir.
– ¿Y entonces?
– Entonces, dentro de cinco años tendré dinero suficiente.
– Estoy seguro de que va usted a conseguirlo -concluí.
Durante los dos días siguientes no me faltó trabajo, a pesar de que llevar la tienda era realmente sencillo. Hubo que poner al día las listas de pedidos, y además, Hansen -así se llamaba el encargado- me estuvo proporcionando información sobre los clientes, un cierto número de los cuales pasaba con regularidad a verle para hablar de literatura. Todo lo que sabían se reducía a lo que hubieran podido leer en el Saturday Review o en la página literaria del periódico local, que tenía un tiraje nada despreciable de sesenta mil ejemplares. Por el momento, me contentaba con escuchar sus discusiones con Hansen, e intentaba retener sus nombres y recordar sus caras, ya que, en una librería más que en otro negocio, lo realmente interesante es poder llamar al comprador por su nombre desde el momento en que pone los pies en la tienda.
En cuanto al alojamiento, me puse pronto de acuerdo con Hansen. Me quedaría con las dos habitaciones que él ocupaba en el piso de encima del drugstore, al otro lado de la calle. Mientras, me adelantó unos pocos dólares para que pudiera alojarme tres días en el hotel, y tuvo la atención de invitarme a compartir con él dos de cada tres comidas, evitando así que mi deuda aumentara. Era un tipo simpático. Me fastidiaba su historia esa de los best-sellers; un best-seller no se escribe así como así, aunque se tenga dinero. Quizá tuviera talento. Eso esperaba, por su bien.
Al tercer día me llevó al bar de Ricardo a tomar un trago antes de comer. Eran las doce, él tenía que marcharse por la tarde.
Sería la última vez que íbamos a comer juntos. Luego, me quedaría solo frente a los clientes, frente a la ciudad. Tenía que aguantar. Para empezar, aquel golpe de suerte de encontrar a Hansen. Con mi dólar, habría tenido que dedicarme a vender baratijas para poder sobrevivir durante los tres días, y gracias a él me encontraba ahora a cubierto. Volvía a empezar con buen pie.
El bar de Ricardo era un bar como todos, limpio y feo. Olía a cebolla frita y a buñuelos. Un tipo cualquiera leía el periódico distraídamente detrás de la barra.
– ¿Qué les pongo? -preguntó.
– Dos bourbons -pidió Hansen, interrogándome con la mirada.
Asentí.
El camarero nos los sirvió en vaso largo, con hielo y pajita.
– Lo tomo siempre así -me explicó Hansen-. Pero no se sienta obligado.
– Está bien -le tranquilicé.
– Quien no haya bebido nunca bourbon helado con pajita no puede imaginarse el efecto que hace. Es como un chorro de fuego que llega hasta el paladar. Fuego dulce, terrible.
– ¡Excelente! -aprobé.
Mis ojos tropezaron con mi cara reflejada en un espejo. Parecía completamente ido. Llevaba algún tiempo sin beber. Hansen se echó a reír.
– No se preocupe -me dijo-. Por desgracia, uno se acostumbra en seguida. En fin… -prosiguio-, tendré que poner al corriente de mis manías al camarero del próximo bar al que vaya a abrevarme…
– Siento que se vaya -dije yo.
– Se rió.
– Si me quedara, usted no estaría aquí… No -prosiguió-, es mejor que me vaya. ¡Cinco años y basta, qué caramba!
Apuró el vaso de un solo trago y pidió otro.
– Se acostumbrará usted en seguida. -Me miraba de arriba abajo-. Es usted simpático. Pero hay algo raro en usted. Su voz.
Sonreí sin contestar. Era un tipo infernal.
– Tiene usted una voz demasiado plena. ¿Es usted cantante, por casualidad?
– ¡Oh! A veces canto, para distraerme.
Ahora ya no cantaba. Antes sí, antes de que ocurriera lo del chico. Cantaba y me acompañaba a la guitarra. Pero ya no me apetecía tocar la guitarra. Cantaba los blues de Handy y viejas canciones de Nueva Orleans, y otras que componía yo con la guitarra. Pero ya no me apetecía tocar la guitarra. Necesitaba dinero. Mucho dinero. Para conseguir todo lo demás.
– No habrá mujer que se le resista, con esta voz -dijo Hansen.
Me encogí de hombros.
– ¿No le interesa?
Me dio una palmada en la espalda.
– Dése una vuelta por el drugstore. Las encontrará a todas allí. Tienen un club en esta ciudad. Un club de bobby-soxers. Ya sabe, de esas niñas que llevan calcetines colorados y jerseys a rayas, y que escriben a Frankie Sinatra. Su cuartel general es el drugstore. ¿No ha visto aún a ninguna? No, claro, se ha quedado usted casi todos los días en la tienda.
Yo también pedí otro bourbon. Circulaba a toda marcha por mis brazos, mis piernas, por todo mi cuerpo. En mi pueblo no teníamos bobby-soxers. No las iba a despreciar. Chiquillas de quince o dieciséis años, de pechos bien puntiagudos bajo jerseys ceñidos, lo hacen a propósito, las muy zorras, de sobra lo saben. Y los calcetines. Calcetines de vivo color verde o amarillo, bien estirados dentro de zapatos sin tacón; y faldas anchas, rodillas redondeadas; y siempre sentadas por el suelo, las piernas bien abiertas, sobre sus braguitas blancas. Sí, me apetecían las bobby-soxers.
Hansen me miraba.
– Y a todas les va la marcha -me dijo-. No se arriesga gran cosa. Conocen muchos lugares adonde llevarle a uno.
– No me tome por un cerdo -dije.
– ¡Oh, no! -se explicó-. Quiero decir que le llevan a uno a bailar y a beber.
Sonrió. Sin duda, mi interés era evidente.
– S0n divertidas -prosiguió-. Vendrán a verle a la tienda.
– ¿Qué pueden querer de allí?
– Compran fotos de actores, y, como quien no quiere la cosa, todos los libros de psicoanálisis. Libros de medicina, quiero decir. Todas estudian medicina.
– Bueno -mascullé-. Ya veremos…
Esta vez logré fingir indiferencia, porque Hansen se puso a hablar de otra cosa. Y luego comimos, y se marchó hacia las dos. Yo me quedé solo frente a la tienda.
CAPÍTULO II
Empecé a aburrirme cuando llevaba allí unos quince días. En todo ese tiempo, no me moví de la tienda. Las ventas iban bien. Los libros tenían buena salida; y en cuanto a la publicidad, me lo daban todo hecho. Cada semana la central me mandaba junto con el paquete de libros en depósito, unos cuantos folletos y desplegables, para que los colocara en las estanterías bajo el libro correspondiente o en un lugar bien visible. En la mayoría de los casos, con leer la reseña del libro y abrirlo por cuatro o cinco páginas distintas ya me hacía una idea más que suficiente de su contenido; más que suficiente, en cualquier caso, para poder dar una respuesta satisfactoria al desgraciado que se dejara convencer por los reclamos al uso: la cubierta ilustrada, el folleto y la foto del autor con la breve noticia biográfica. Los libros son muy caros, y todos esos artificios tienen una finalidad muy concreta; demuestran, además, que la gente no siente ningún interés por comprar buena literatura; el libro que quieren leer es el que recomienda su club, el libro del que se habla, y su contenido les importa un bledo.