Выбрать главу

Pero este asunto del coche no terminaba de gustarme. En primer lugar, no es muy original. En segundo lugar, y sobre todo, todo terminaría demasiado aprisa. Yo necesitaba tiempo para decirles por qué, necesitaba que se vieran en mis manos, que se dieran cuenta de lo que les esperaba.

El coche, de acuerdo, pero luego. Sería el último acto. Por fin lo habla encontrado. Primero las llevaría a un lugar apartado. Y allí me las cargaría. Y les explicarla por qué. Las volvería a meter en el coche, y el accidente. Tan sencillo como el plan anterior y más satisfactorio. ¿Sí? ¿Tanto como eso?

Seguí pensando en todos los detalles durante algún tiempo. Me estaba poniendo nervioso. Y luego deseché todas esas ideas y me dije que las cosas no ocurrirían tal como yo pensaba, y me acordé del chico. Y me acordé de mi última conversación con Lou. Habla logrado despertar en ella algo que se iba volviendo cada vez más preciso. Y por ese algo valía la pena correr el riesgo. Si podía, el coche. Si no, daba igual. La frontera no estaba lejos, y en México no existe la pena de muerte. Creo que todo el tiempo había tenido vagamente en la cabeza este proyecto que ahora tomaba forma, y, de hecho, acababa de darme cuenta a qué correspondía.

Bebí bastante bourbon durante aquellos días. Mi cerebro trabajaba duro. Me agencié más material, aparte de los cartuchos: compré un pico, una pala y una cuerda. No sabia aún si mi último proyecto iba a funcionar. En caso de que así fuera, iba a necesitar la munición de todos modos; en caso contrario, podía serme útil lo demás. Y el pico y la pala eran un seguro para otra idea que se me acababa dc ocurrir. Soy de la opinión de que la gente que prepara un golpe se equivoca al fijarse desde el principio un plan perfectamente estudiado: hay que dejar que el azar actúe un poco. Pero cuando llega el momento propicio, hay que tener a mano todo lo necesario. No sé si era un error no preparar nada preciso, pero es que cada vez que pensaba en esa historia del coche y del accidente me gustaba menos. No había tenido en cuenta un elemento importante, el factor tiempo: tendría mucho tiempo por delante y evité concentrarme en este asunto. Nadie sabía adónde íbamos y pensaba que Lou no se lo diría a nadie, si nuestra última conversación le había producido el efecto deseado. Esto lo sabría tan pronto como llegara.

Y luego, en el último momento, una hora antes de marcharme, me invadió una especie dc terror, y me pregunté si encontraría a Lou al llegar. Fue el peor momento que he pasado en mi vida. Me quedé sentado a la mesa y bebí. No sé cuántos vasos, pero tenía el cerebro tan lúcido como si el bourbon de Ricardo se hubiera transformado en simple agua pura, y vi lo que tenía que hacer tan claramente como había visto la cara de Tom cuando el bidón de gasolina hizo explosión en la cocina; bajé al drugstore para encerrarme en la cabina de teléfonos. Marqué el número de conferencias y pedí Prixville, y me pusieron la comunicación en seguida. La sirvienta me dijo que iba a llamar a Lou, y al cabo de cinco segundos estaba allí.

– ¿Dígame?

– Aquí Lee Anderson. ¿Cómo estás?

– ¿Qué pasa?

– Jean se ha marchado, ¿no?

– Sí.

– ¿Sabes adónde va?

– Sí.

– ¿Te lo ha dicho ella?

La oí que se reía sarcásticamente.

– Puso un anuncio en el periódico.

La niña no era tonta. Debía de haberse dado cuenta de todo desde el principio.

– Ahora paso a buscarte -le dije.

– ¿No vas con ella?

– Sí. Contigo.

– No quiero.

– Sabes perfectamente que irás.

No contestó, y yo proseguí:

– Todo es mucho más fácil si te llevo conmigo.

– Entonces, ¿para qué ir por Jean?

– Tenemos que decirle…

– ¿Decirle qué?

Esta vez me tocó reírme a mí.

– Te lo recordaré durante el viaje. Haz la maleta y vente conmigo.

– ¿Dónde te espero?

– Salgo ahora. Estaré ahí dentro de dos horas.

– ¿Con tu coche?

– Sí. Espérame en tu habitación. Tocaré la bocina tres veces.

– Me lo pensaré.

– Hasta luego.

No esperé su respuesta y colgué. Y cogí el pañuelo para secarme la frente. Salí de la cabina. Pagué y volví a subir a casa. Mi equipaje estaba ya en el coche, y el dinero lo llevaba encima. Había escrito a la central una carta en la que les explicaba que había tenido que ir a ver a mi hermano enfermo; Tom sabría perdonármelo. No había pensado qué haría con mi trabajo de librero; tanto no me molestaba. De momento no quemaba las naves. Hasta cl presente había vivido sin dificultades y sin conocer la incertidumbre, nunca, bajo ningún aspecto, pero esta historia empezaba a excitarme, y las cosas no me iban tan sobre ruedas como de costumbre. Hubiera querido estar ya allí y resolver el asunto y poder dedicarme a otra cosa. No puedo soportar tener un trabajo a medio hacer, y con esto me ocurría lo mismo. Miré a mi alrededor para comprobar que no olvidaba nada y cogí mi sombrero. Luego salí y cerré la puerta. Me quedé con la llave. El Nash me esperaba una manzana más allá. Puse el contacto y arranqué. Apenas hube salido de la ciudad pisé a fondo el acelerador y dejé correr el coche.

CAPÍTULO XVIII

La carretera estaba terriblemente oscura, menos mal que no habla mucha circulación. Más que nada camiones, en dirección contraria. Hacia el sur no iba casi nadie. Yo estaba forzando el coche al máximo. El motor roncaba como el de un tractor, y el termómetro marcaba ciento noventa y cinco, pero seguí apretando y, de momento, el coche aguantaba.

Quería sólo calmarme los nervios. Al cabo de una hora de aquel fragor empecé a sentirme mejor y entonces aflojé un poco y volví a oir los chirridos de la carrocería.

La noche era húmeda y fría. El invierno empezaba a hacerse notar, pero yo tenía el abrigo en la maleta. ¡Dios mío, nunca había pasado tanto frío! Iba mirando los indicadores, pero el camino no era complicado. De vez en cuando había una estación de servicio y cuatro o cinco casuchas, y luego otra vez la carretera. Algún animal salvaje, frutales o campos, o a veces nada.

Pensaba tardar dos horas en recorrer los ciento sesenta kilómetros. En realidad son ciento sesenta y cuatro o ciento sesenta y cinco, más el tiempo que se pierde en salir de Buckton y el tiempo de dar vueltas al jardín cuando llegara. Me planté en casa de Lou en poco más de hora y media. Le había exigido al Nash todo lo que podía darme. Pensé que Lou debía de estar ya lista, y en consecuencia crucé la verja, me acerqué lo más posible a la casa e hice sonar la bocina tres veces. Al principio no oí nada. De donde estaba no veía su ventana, pero no me atrevía a bajar del coche y no quería volver a tocar la bocina, para no dar la alarma.

Me quedé allí esperando y me di cuenta de que me temblaban las manos cuando encendí un cigarrillo para calmar mis nervios. Lo tiré a los dos minutos y estuve dudando un buen rato antes de volver a tocar la bocina tres veces. Finalmente, cuando ya me disponía a bajar del coche, adiviné que estaba por llegar. Me volví y la vi que se acercaba.