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Debía estar corriendo a ciento treinta y cinco kilómetros por hora, más o menos; era casi todo lo que el coche daba de sí, pero entonces vino una pendiente y vi que la aguja ganaba dos puntos, tres, luego cuatro. Hacia ya un buen rato que era de día. Ahora empezaba a cruzarme con otros coches y a adelantar a alguno de vez en cuando. A los pocos minutos solté las dos bocinas, porque podía encontrarme con la poli de tráfico y no tenía gasolina suficiente como para dejarlos atrás. Cuando llegara cogería el coche de Jean, pero, ¡Dios mío!, ¿cuándo iba a llegar?

Creo que me puse a soltar gruñidos dentro del coche, a gruñir como un cerdo, por entre los dientes, para ir más aprisa, y entré en una curva sin reducir, haciendo chirriar terriblemente los neumáticos. El Nash se desplazó con violencia, pero recuperó la estabilidad, después de haber llegado casi al borde izquierdo de la carretera. Seguí pisando a fondo y ahora me reía y estaba tan contento como el chico el día que daba vueltas alrededor de la mesa cantando When the Saints…, y se me había pasado el miedo.

CAPÍTULO XXI

El maldito temblor me volvió, de todos modos, apenas llegué al hotel. Eran casi las once y media; Jean debía de esperarme para almorzar, tal como habíamos quedado. Abrí la puerta de la derecha y bajé por este lado, ya que, con mi brazo, no tenía otra opción.

El hotel era una especie de caserón blanco, según la moda de la región, con las persianas bajadas. En aquel lugar había aún sol, a pesar de que estábamos ya a finales de octubre. No encontré a nadie en el salón de la planta baja. No era el suntuoso palacio que prometía el anuncio, pero en cuanto a estar aislado no podía pedirse nada mejor.

Conté en los alrededores una docena escasa de barracones, uno de los cuales era una estación de servicio al mismo tiempo que un bar, apartado de la carretera y destinado sin duda a los camioneros. Volví a salir del hotel. Por lo que recordaba, los bungalows en los que se dormía estaban separados del mismo, e imaginé que estarían al final del camino, bordeado de árboles raquíticos y de una hierba como leprosa, que formaba ángulo recto con la carretera. Dejé el Nash y lo seguí. Giraba en seguida y, también en seguida, encontré el coche de Jean aparcado frente a una casucha de dos habitaciones bastante limpia. Entré sin llamar.

Estaba sentada en un sillón y parecía dormir; tenía mal aspecto, pero iba tan bien vestida como siempre. Quise despertarla; el teléfono -habla un teléfono- se puso a sonar en el mismo momento. Me alarmé como un estúpido y me precipité hacia él. El corazón se me aceleraba nuevamente. Descolgué y volví a colgar en seguida. Sabia que el que llamaba sólo podía ser Dexter, Dexter o la policía. Jean se restregaba los ojos. Se levantó y, antes que nada, la besé hasta hacerla chillar. Se despertó un poco mejor; le pasé el brazo por la cintura para llevármela. En ese momento vio mi manga vacía.

– ¿Qué te ha pasado, Lee?

Parecía preocupada. Me reí. Lo hice muy mal.

– No es nada. Me he caído tontamente del coche y me he hecho daño en el codo.

– ¡Pero si tienes sangre!

– Un rasguño… Ven, Jean. Estoy harto de este viaje. Quisiera estar solo contigo.

Entonces el teléfono sc puso a sonar otra vez, y fue como si la corriente eléctrica pasara a través de mí en vez de pasar por los hilos. No pude contenerme; agarré el aparato y lo estrellé contra el parquet.

Lo destrocé a taconazos. De repente era como si estuviera aplastando la cara de Lou. Volví a sudar y estuve a punto de largarme. Sabía que me temblaba la boca y que debía de parecer que me había vuelto loco.

Afortunadamente, Jean no insistió. Salió y le dije que subiera a su coche; íbamos un poco más lejos para estar tranquilos y luego volveríamos para comer. Era ya la hora, pero ella parecía como amorfa. Creo que se encontraba mal, como siempre, por culpa de ese hijo que esperaba. Pisé el acelerador. El coche arrancó aplastándonos contra los respaldos; esta vez todo estaba ya a punto de terminar; el sonido dc ese motor mc devolvía la calma. Me disculpé como pude por lo del teléfono; Jean empezaba a darse cuenta de que yo me estaba volviendo loco, y ya era hora de que dejara de volverme loco. Se apretaba contra mí y apoyaba la cabeza en mi hombro…

Esperé a que hubiéramos recorrido treinta kilómetros para buscar un lugar donde parar. En aquel lugar la carretera pasaba por encima de un terraplén; me dije que el lugar adecuado estaría al final de la pendiente. Detuve el coche. Jean fue la primera en bajar. Busqué cl revólver de Lou en mi bolsillo. No quería utilizarlo en seguida. Hasta con un solo brazo podía hacer lo que quisiera dc Jean. Se agachó para atarse un zapato y le vi los muslos por debajo de la corta falda que le ceñía estrechamente las caderas. Sentí que se me secaba la boca. Se había detenido junto a un arbusto. Había un rincón desde el que no se veía la carretera estando sentado.

Se tendió en el suelo; la poseí allí, en seguida, pero sin dejarme ir del todo. Procuré mantener la calma, a pesar de sus increíbles movimientos de cadera; conseguí hacerla gozar antes de haberlo logrado yo mismo. Entonces le hablé:

– ¿Siempre te produce el mismo efecto, acostarte con negros?

No contestó. Estaba completamente idiotizada.

– Porque yo, de negro, tengo más de una octava parte.

Volvió a abrir los ojos y yo me eché a reír. La tía no entendía nada de nada. Entonces se lo conté todo; quiero decir, toda la historia del chico y cómo se había enamorado de una niña, y cómo el padre y el hermano de la niña se habían ocupado de él en consecuencia; le expliqué lo que habla querido hacer con Lou y con ella, hacer que pagaran dos por uno. Busqué en mi bolsillo y encontré el reloj de pulsera de Lou, se lo enseñé y le dije que lamentaba no haberle traído un ojo de su hermana, pero que estaban demasiado estropeados tras el pequeño tratamiento de mi invención que les acababa de aplicar.

Me costó decir todo eso. Las palabras no acudían a mi boca. Jean estaba allí, tendida en el suelo, con los ojos cerrados y la falda levantada hasta el vientre. Volví a sentir la cosa que me subía por la espalda y mi mano se cerró en su garganta sin que pudiera evitarlo; me corrí. Fue tan fuerte que la solté y casi me puse en pie. Tenía ya la cara azulada, pero no se movía. Se habría dejado estrangular sin ofrecer resistencia. Aún debía de respirar. Cogí el revólver de Lou de mi bolsillo y le pegué dos tiros en el cuello, casi a quemarropa; la sangre brotó como un caldo espeso, lentamente, a borbotones, con un ruido húmedo. De sus ojos no se veía más que una línea blanca entre los párpados; tuvo una contracción y creo que se murió en aquel momento. La volví para no verle más la cara, y, estando ella aún caliente, le hice lo que ya le habla hecho en su cama.

Creo que me desmayé inmediatamente después; cuando volví en mi estaba ya fría del todo, e imposible de mover. Entonces la dejé y me fui hacia el coche. Apenas podía arrastrarme; me pasaban cosas brillantes por delante de los ojos; cuando me senté al volante, me acordé de que el whisky se había quedado en el Nash, y la mano se puso a temblar otra vez.