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– Entonces mi familia no le gustaría a usted nada. Sabe, nosotros también tenemos algún dinero…

– Se huele… -dije, acercando la cara a sus cabellos.

Sonrió otra vez.

– ¿Le gusta mi perfume?

– Me encanta.

– Qué raro. Habría jurado que usted prefería el olor de los caballos, de la grasa de armas y del linimento.

– No me encasille tan aprisa… -me defendí-. No es culpa mía si estoy hecho así y no tengo cara de querubín.

– Los querubines me horrorizan. Pero me horrorizan aún más los hombres aficionados a los caballos.

– En mi vida me he acercado, ni poco ni mucho, a uno de esos volátiles -dije-. ¿Cuándo puedo volver a verla?

– ¡Oh! No me he marchado aún. Tiene usted toda la noche por delante.

– No es bastante.

– Depende de usted.

Y así me dejó, porque la pieza acababa de terminar. La miré deslizarse por entre las parejas, y se volvió para reírse de mí, pero no era una risa desalentadora. Tenía una silueta capaz de despertar a un miembro del Congreso.

Volví al bar, donde encontré a Dick y a Jicky, que estaban degustando un martini. Tenían aspecto de aburrirse en cantidad.

– Dick -le dije-, te ríes demasiado. Se te va a deformar el careto…

– ¿Todo bien, caballero de la larga melena? -preguntó Jicky-. ¿Qué has estado haciendo? ¿El shag con una negraza? ¿O cazabas pájaros de lujo?

– Pese a mi larga melena -repliqué-, no está nada mal el swing que me estoy empezando a marcar. Vámonos de una vez de aquí con unas cuantas personas simpáticas y os demostraré lo que sé hacer.

– Te refieres a personas simpáticas con ojos de gato y vestidos sin tirantes, ¿no?

– Jicky, querida -dije, acercándome a ella y cogiéndola por las muñecas-, no irás a reprocharme que me gusten las chicas bonitas…

La estreché contra mí, mirándola fijamente a los ojos. Se reía a mandíbula batiente.

– Te aburres, Lee. ¿Ya te has hartado de la banda? Después de todo, ya sabes que yo también soy un buen partido; mi padre gana por lo menos veinte mil al año…

– ¿Pero es que os divertís, aquí? Yo me aburro de mala manera. Cojamos unas cuantas botellas y vámonos a otra parte. Aquí se ahoga uno, con esos malditos perifollos azul marino…

– ¿Y te parece que a Dexter le va a gustar?

– Me imagino que Dexter tiene otras cosas que hacer, más importantes que ocuparse de nosotros.

– ¿Y tus bellezas? ¿Te crees que van a venir así como así?

– Dick las conoce… -afirmé, lanzándole una mirada de complicidad.

Dick, menos atontado que de costumbre, se dio una palmada en el muslo.

– Lee, eres un duro de verdad. Nunca pierdes el norte.

– Creía que era un simple melenudo.

– Será una peluca.

– Búscame a estas dos criaturas -le dije-, y tráemelas por aquí. O, mejor, intenta meterlas en mi coche, o en el tuyo, como prefieras…

– ¿Pero con qué pretexto?

– ¡Oh, Dick, seguro que tienes montones de recuerdos de la infancia que evocar con nuestras damiselas…!

Se marchó, desanimado, riéndose. Jicky nos escuchaba y se burlaba de mí. Le hice una señal y se acercó.

– Eh, tú, tendrías que buscar a Bill y a Judy y conseguir siete u ocho botellas -le dije.

– ¿Adónde vamos?

– ¿Adónde podemos ir?

– Mis padres no están en casa… -dijo Jicky-. Sólo mi hermano pequeño. Pero estará durmiendo. Vayamos a mi casa.

– Eres una joya, Jicky. Palabra de indio.

Bajó la voz.

– ¿Me lo harás?

– ¿El qué?

– ¿Me lo harás, Lee?

– ¡Oh! Claro que si -le aseguré.

Pese a que estaba más que acostumbrado a Jicky, habría podido hacérselo allí mismo. Era excitante, verla con vestido largo, la ola de sus cabellos lisos a lo largo de su mejilla izquierda, sus ojos un poco rasgados, su boca ingenua. Respiraba más aprisa y sus mejillas se habían sonrosado.

– Es una tontería, Lee… Ya sé que lo hacemos sin parar. ¡Pero me gusta!

– Claro que sí, Jicky -le dije, acariciándole el hombro-. Lo haremos más de una vez antes de morirnos…

Me cogió la muñeca y me la apretó con fuerza, y luego se marchó sin que yo pudiera retenerla. Habría querido decirselo en ese momento, decirle lo que yo era; me habría gustado, para ver qué cara ponía…, pero Jicky no era presa adecuada para lo que yo pretendía. Me sentía tan fuerte como John Henry, y no tenía ningún miedo de que me fallara el corazón.

Volví a la barra y le pedí un martini doble al tipo que había detrás. Lo apuré de un trago y me dispuse a trabajar un poco para ayudar a Dick.

La mayor de las Asquith apareció donde estábamos. Charlaba con Dexter. Éste me gustaba aún menos que de costumbre con su mechón negro sobre la frente. El smoking le caía realmente bien. Enfundado en él, hasta parecía robusto, y con su piel bronceada y su camisa blanca daba bastante el tipo «Pase sus vacaciones en el Splendid de Miami».

Me acerqué a ellos con todo mi aplomo.

– Dime, Dex -le pregunté-. ¿Me matarás si invito a Miss Asquith a bailar este slow?

– Eres demasiado fuerte para mí, Lee -respondió Dexter-. No voy a pelearme contigo.

Creo que en realidad le importaba un bledo, pero siempre era difícil adivinar lo que el tono de voz de aquel muchacho podía querer decir. Mis brazos ceñían ya a Jean Asquith.

Me parece que, de todos modos, prefería a su hermana Lou. Pero nunca habría pensado que se llevaran cinco años. Jean Asquith era casi tan alta como yo. Media por lo menos medio palmo más que Lou. Llevaba un vestido de dos piezas de una cosa transparente de color negro, con siete u ocho espesores en la falda, y con un sostén lleno de arabescos, pero que ocupaba un lugar verdaderamente mínimo. Su piel era de color de ámbar, con pecas en los hombros y en las sienes, y llevaba el pelo muy corto y rizado, lo que hacía más redonda su cabeza. También su cara era más redonda que la de Lou.

– ¿Encuentra divertida la fiesta? -pregunté.

– Estos parties siempre son iguales. Y éste no es peor que los otros.

– En este momento -dije-, lo prefiero a cualquier otro.

Sabía bailar la chica. Yo no tenía que hacer ningún esfuerzo. Y no me suponía ningún problema tenerla más cerca que a su hermana, porque con ella podía hablar sin que mirara desde abajo. Descansaba su mejilla contra la mía; bajando la vista, yo tenía ante mí el panorama de una oreja delicada, de su curioso pelo corto, de la redondez de su hombro. Olía a salvia y a hierbas silvestres.

– ¿Que perfume usa usted? -proseguí, ya que ella no me contestaba.

– Jamás me perfumo -me contestó.

Resolví no insistir en este tipo de conversación y arriesgar el todo por el todo.

– ¿Qué le parece si nos fuéramos a un lugar donde nos divertiríamos de verdad?

– ¿Es decir?

Hablaba con voz indolente, sin levantar la cabeza, y lo que decía parecía proceder de detrás de mí.

– Es decir, un lugar en el que se pueda beber lo suficiente, fumar lo suficiente y bailar con suficiente espacio.

– Sería un buen cambio -dijo ella-. Esto me recuerda más una danza tribal que otra cosa.

De hecho, hacía como cinco minutos que no lográbamos cambiar de sitio, dábamos pasitos siguiendo el compás, sin avanzar ni retroceder. Relajé mi abrazo y, sin dejar de enlazarla por la cintura, la guié hacia la salida.

– Venga, pues. La llevo a casa de unos amigos.

– ¡Oh! Me gustaría… -contestó.

Me volví hacia ella en el momento en que me contestaba, y recibí su aliento en pleno rostro. Que Dios me perdone si no se había tomado por lo menos media botella de gin.

– ¿Quiénes son esos amigos suyos?

– Oh, gente encantadora -le aseguré.

Cruzamos el vestíbulo sin tropiezos. No me tomé la molestia de ir a buscar su capa. El aire era cálido y estaba perfumado por el jazmín del porche.