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– Me está sentando muy bien…

Judy se estaba subiendo las medias.

– Daos prisa, vosotros. Si bajamos en seguida, quizá encontremos algo de beber.

Cogí el albornoz. Jean cerró los grifos y la envolví en la tela esponjosa. Estoy seguro de que le gustaba.

– ¿Dónde estamos? -preguntó-. ¿En casa de Dexter?

– No, en la de otros amigos -respondí-. En casa de Dexter era muy aburrido.

– Me parece muy bien que me hayas traído aquí. Aquí se está mejor.

Estaba ya seca del todo. Le tendí su vestido de dos piezas.

– Ponte esto. Arréglate un poco y ven.

Me dirigí a la puerta. La abrí para dejar paso a Judy, que salió zumbando escaleras abajo. Yo me disponía a seguirla.

– Espérame, Lee…

Jean se había vuelto hacia mí para que le abrochara el sostén. La mordí con cuidado en la nuca. Ella echó la cabeza hacia atrás.

– ¿Volverás a acostarte conmigo?

– Con mucho gusto -le aseguré-. Cuanto tú quieras.

– ¿Ahora mismo?

– Tu hermana te estará buscando.

– ¿Lou está aquí?

– ¡Pues claro!

– ¡Oh! Qué bien -dijo Jean-, así podré vigilarla.

– Me parece que le será muy útil que la vigiles -afirmé.

– ¿Qué opinas de Lou?

– Con ella también me gustaría acostarme -le contesté.

Se rió de nuevo.

– A mí me parece fantástica. Quisiera ser como ella. Si la vieras desnuda…

– No pido otra cosa -dije yo.

– Eres un perfecto maleducado…

– Usted me perdonará, pero no tuve tiempo de aprender buenos modales.

– Me encantan tus modales -dijo, acariciándome con la mirada.

Le ceñí la cintura con el brazo y la llevé a la puerta.

– Es hora de que bajemos.

– Tu voz también me gusta.

– Vamos.

– ¿Quieres casarte conmigo?

– No digas tonterías.

Empecé a bajar las escaleras.

– No es ninguna tontería. Ahora tienes que casarte conmigo.

Parecía perfectamente tranquila y segura de lo que decía.

– No puedo.

– ¿Por qué?

– Creo que me gusta más tu hermana.

Se rió otra vez.

– ¡Lee, eres adorable…!

– Muchas gracias -dije yo.

Los demás estaban en el living, en pleno jolgorio. Empujé la puerta y dejé pasar a Jean. Nuestra llegada fue saludada por un concierto de gruñidos. Habían abierto unas cuantas latas de pollo en gelatina y comían como cerdos. Bill, Dick y Nicholas estaban en mangas de camisa y recubiertos de salsa. Lou llevaba una enorme mancha de mayonesa en el vestido, de arriba abajo. En cuando a Judy y a Jicky, se estaban atiborrando con desparpajo. Había cinco botellas en trance de desaparecer.

La radio, en sordina, daba un concierto de música bailable.

Al ver el pollo, Jean Asquith lanzó un grito de guerra, se apoderó, agarrándolo con ambas manos, del trozo más grande, y le hincó el diente sin más contemplaciones. Me instalé a mi vez y me serví.

Decididamente, no podía haber esperado un principio mejor.

CAPÍTULO VII

A las tres de la madrugada llamó Dexter. Jean seguía esforzándose para coronar una segunda cogorza, más lograda aún que la primera, ocasión que aproveché para dejarla con Nicholas. Me pegué a su hermana, y la hice beber tanto como pude; pero no se dejaba engañar, y me obligaba a emplear toda mi astucia. Dexter nos advirtió que los viejos Asquith empezaban a extrañarse por la ausencia de sus hijas. Le pregunté cómo había averiguado nuestro lugar de reunión, y por poco se muere de risa al otro extremo del hilo. Le expliqué por qué nos habíamos marchado.

– No te preocupes por mí, Lee -me dijo-. Ya sé que en mi casa no había nada bueno que hacer. Demasiada gente seria.

– Vente con nosotros, Dex -le ofrecí.

– ¿Ya no os queda nada de bebida?

– No -dije yo-. Pero no es eso, aquí se te refrescarían un poco las ideas.

Como siempre, Dexter intentaba herirme, y, como siempre, lo hacía con un tono completamente inocente.

– No puedo dejar esto -se disculpó-. Si no, vendría. ¿Y qué les digo a los padres?

– Diles que les devolveremos a las niñas a domicilio.

– No sé si eso les va a gustar, Lee, ya sabes…

– Ya son bastante mayorcitas como para apañárselas solas. Arréglame el asunto, Dexter, colega, cuento contigo.

– O. K., Lee, intentaré arreglarlo. Hasta la vista.

– Hasta la vista.

Colgó. Yo hice lo mismo y regresé a mis ocupaciones. Jicky y Bill iniciaban unos pequeños ejercicios no aptos para señoritas de buena familia, y tenía ganas de ver cómo reaccionaba Lou. Empezó a beber un poco, por fin. Pero el espectáculo no parecía impresionarla, ni cuando Bill se puso a desabrochar el vestido de Jicky.

– ¿Qué te sirvo?

– Whisky.

– Termínatelo de prisa y nos vamos a bailar.

La agarré por la muñeca con la intención de llevarla a otra habitación.

– ¿A qué vamos allí?

– Aquí hay demasiado ruido.

Me seguía dócilmente. Se sentó en el sofá a mi lado, sin rechistar, pero cuando le puse una mano encima recibí uno de esos sopapos que un hombre recuerda toda su vida. Me encolericé terriblemente, pero conseguí no perder la sonrisa.

– Las zarpas quietas -dijo Lou.

– Exageras un poco, ¿no?

– No he sido yo la que he empezado.

– ¿Y eso qué tiene que ver? ¿Te creías que estábamos en una reunión de la escuela dominical? ¿O que habíamos venido aquí a jugar al bingo?

– No tengo ningunas ganas de ser el primer premio.

– Lo quieras o no, eres el primer premio.

– Estás pensando en la pasta de mi padre.

– No -dije yo-. Estoy pensando en esto.

La tumbé en el sofá y le rasgué la parte delantera del vestido. Se revolcó como un hermoso diablillo. De la seda clara asomaron sus senos.

– ¡Déjame! Eres un bestia.

– Nada de eso -repliqué-. Soy un hombre.

– Me das asco. -Luchaba por zafarse-. ¿Qué has hecho durante todo el rato que has estado arriba con Jean?

– Pero si no he hecho nada -protesté-. Sabes perfectamente que Judy estaba con nosotros.

– Lee Anderson, estoy empezando a adivinar a qué se dedica tu banda, y con qué clase de gente te haces.

– Lou, te juro que no he tocado a tu hermana si no es para serenarla.

– Mientes. No has visto la cara que ponía cuando ha bajado.

– Palabra, ¡juraría que estás celosa!

Me miró estupefacta.

– Pero… ¿qué dices…? ¿Qué te has creído?

– ¿Te parece que si hubiera… tocado a tu hermana, tendría realmente las ganas que tengo de ocuparme de ti?

– ¡Mi hermana no está mejor que yo!

Seguía sujetándola sobre el diván. Había dejado de revolverse. Su pecho se agitaba con violencia. Me incliné sobre ella y le besé los senos, largamente, primero el uno y después el otro, acariciando los pezones con la lengua. Luego me levanté.

– No, Lou -dije-. Tu hermana no está mejor que tú.

La solté y salté hacia atrás, porque esperaba una reacción violenta. Entonces, se volvió y se echó a llorar.

CAPÍTULO VIII

Luego volví a mi trabajo de todos los días. Había echado el anzuelo, ahora era cuestión de esperar y dejar que las cosas llegaran por sí mismas. En realidad estaba seguro de que volvería a verlas. No creía que Jean pudiera olvidarme, después de haberle visto los ojos como se los vi, y en cuanto a Lou, bueno, confiaba un poco en su edad y también en lo que le había dicho y hecho en casa de Jicky.

A la semana siguiente recibí un cargamento de libros nuevos, que me anunciaron el fin del otoño y la inmediatez del invierno; seguía saliendo del paso y ahorrando además unos cuantos dólares. Tenía ya una cantidad considerable. Una miseria, pero me bastaba. Tuve que afrontar algunos gastos. Me compré ropa e hice arreglar el coche. Algunas veces sustituía al guitarrista de la única orquesta potable que había en la ciudad, la que tocaba en el Stork Club. Creo que este Stork Club no debía de tener nada que ver con el otro, el de Nueva York, pero los jovencitos con gafas iban a gusto allí a acompañar a las hijas de los agentes de seguros, y de los representantes de tractores de la zona. Así ganaba algún dinero extra, y además vendía libros a la gente que conocía allí. Los de la banda también iban alguna vez. Seguía viéndolos con frecuencia, y seguía acostándome con Judy y con Jicky. No había forma de librarse de Jicky. Pero era una suerte tener a esas dos chicas, porque así me mantenía en una forma extraordinaria. Además de esto, practicaba atletismo, y se me estaba desarrollando una musculatura de boxeador.