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Sonreí sin contestar. Era un tipo infernal.

– Tiene usted una voz demasiado plena. ¿Es usted cantante, por casualidad?

– ¡Oh! A veces canto, para distraerme.

Ahora ya no cantaba. Antes sí, antes de que ocurriera lo del chico. Cantaba y me acompañaba a la guitarra. Pero ya no me apetecía tocar la guitarra. Cantaba los blues de Handy y viejas canciones de Nueva Orleans, y otras que componía yo con la guitarra. Pero ya no me apetecía tocar la guitarra. Necesitaba dinero. Mucho dinero. Para conseguir todo lo demás.

– No habrá mujer que se le resista, con esta voz -dijo Hansen.

Me encogí de hombros.

– ¿No le interesa?

Me dio una palmada en la espalda.

– Dése una vuelta por el drugstore. Las encontrará a todas allí. Tienen un club en esta ciudad. Un club de bobby-soxers. Ya sabe, de esas niñas que llevan calcetines colorados y jerseys a rayas, y que escriben a Frankie Sinatra. Su cuartel general es el drugstore. ¿No ha visto aún a ninguna? No, claro, se ha quedado usted casi todos los días en la tienda.

Yo también pedí otro bourbon. Circulaba a toda marcha por mis brazos, mis piernas, por todo mi cuerpo. En mi pueblo no teníamos bobby-soxers. No las iba a despreciar. Chiquillas de quince o dieciséis años, de pechos bien puntiagudos bajo jerseys ceñidos, lo hacen a propósito, las muy zorras, de sobra lo saben. Y los calcetines. Calcetines de vivo color verde o amarillo, bien estirados dentro de zapatos sin tacón; y faldas anchas, rodillas redondeadas; y siempre sentadas por el suelo, las piernas bien abiertas, sobre sus braguitas blancas. Sí, me apetecían las bobby-soxers.

Hansen me miraba.

– Y a todas les va la marcha -me dijo-. No se arriesga gran cosa. Conocen muchos lugares adonde llevarle a uno.

– No me tome por un cerdo -dije.

– ¡Oh, no! -se explicó-. Quiero decir que le llevan a uno a bailar y a beber.

Sonrió. Sin duda, mi interés era evidente.

– S0n divertidas -prosiguió-. Vendrán a verle a la tienda.

– ¿Qué pueden querer de allí?

– Compran fotos de actores, y, como quien no quiere la cosa, todos los libros de psicoanálisis. Libros de medicina, quiero decir. Todas estudian medicina.

– Bueno -mascullé-. Ya veremos…

Esta vez logré fingir indiferencia, porque Hansen se puso a hablar de otra cosa. Y luego comimos, y se marchó hacia las dos. Yo me quedé solo frente a la tienda.

CAPÍTULO II

Empecé a aburrirme cuando llevaba allí unos quince días. En todo ese tiempo, no me moví de la tienda. Las ventas iban bien. Los libros tenían buena salida; y en cuanto a la publicidad, me lo daban todo hecho. Cada semana la central me mandaba junto con el paquete de libros en depósito, unos cuantos folletos y desplegables, para que los colocara en las estanterías bajo el libro correspondiente o en un lugar bien visible. En la mayoría de los casos, con leer la reseña del libro y abrirlo por cuatro o cinco páginas distintas ya me hacía una idea más que suficiente de su contenido; más que suficiente, en cualquier caso, para poder dar una respuesta satisfactoria al desgraciado que se dejara convencer por los reclamos al uso: la cubierta ilustrada, el folleto y la foto del autor con la breve noticia biográfica. Los libros son muy caros, y todos esos artificios tienen una finalidad muy concreta; demuestran, además, que la gente no siente ningún interés por comprar buena literatura; el libro que quieren leer es el que recomienda su club, el libro del que se habla, y su contenido les importa un bledo.

De algunos títulos recibía un montón de ejemplares, con una nota recomendándome que los colocara en el escaparate, e impresos para distribuir. Dejaba una pila junto a la caja, y metía uno en cada paquete de libros. La gente no rehúsa nunca los impresos en papel couché, y las pocas frases que en ellos figuraban eran precisamente el tipo de cuento que había que contar a la clientela de una ciudad como aquélla. La central utilizaba este sistema para los libros más o menos escandalosos, y la misma tarde ya habían volado todos los ejemplares.

En realidad, no me aburría del todo. Lo que ocurría es que la rutina de la tienda me resultaba demasiado fácil, y me quedaba tiempo para pensar en lo demás. Que era lo que me ponía nervioso. Todo me iba demasiado bien.

Hacía buen tiempo. Estaba terminando el verano. La ciudad olía a polvo. A la orilla del río, se estaba fresquito bajo los árboles. No había salido aún desde mi llegada, y no conocía nada del campo, de las afueras de la ciudad. Necesitaba cambiar un poco de aires. Pero sentía también una necesidad mucho más acuciante, que me atormentaba. Me hacían falta mujeres.

Aquella tarde, a las cinco, al bajar la persiana metálica, no me quedé dentro trabajando como de costumbre a la luz de los fluorescentes. Cogí el sombrero y, con la chaqueta colgada del brazo, me fui directamente al drugstore de enfrente. Yo vivía justamente encima. En el drugstore había tres clientes. Un chico de unos quince años y dos chicas de la misma edad, más o menos. Me miraron con aire ausente y volvieron a sumirse en la contemplación de sus vasos de leche helada. La mera visión de este brebaje estuvo a punto de matarme. Afortunadamente llevaba el antídoto en el bolsillo de mi chaqueta.

Me senté a la barra, a un taburete de distancia de la mayor de las dos chicas. La camarera, una morena bastante fea, alzó ligeramente la cabeza al verme.

– ¿Qué tiene usted sin leche? -le pregunté.

– ¿Limonada? -me propuso-. ¿Grapefruit? ¿Tomate? ¿Coca-Cola?

– Grapefruit -dije yo-. No me llene mucho el vaso.

Busqué en mi chaqueta y destapé mi petaca.

– Alcohol aquí, no -protestó débilmente la camarera.

– No se preocupe. Es mi medicamento -me reí-. No tema por su licencia…

Le di un dólar. Había recibido mi cheque por la mañana. Noventa dólares por semana. Clem tenía amigos que valían la pena. La camarera me devolvió el cambio y le dejé una buena propina.

No es que sea nada del otro jueves el grapefruit con bourbon, pero de todos modos es mejor que el grapefruit solo. Me sentía mejor. Todo iba a salir bien. Los tres chavales me miraban. Para esos mocosos, un tipo de veintiséis años es ya un viejo; sonreí a la muchachita rubia; llevaba un jersey azul celeste con rayas blancas, sin cuello, con las mangas dobladas hasta el codo, y pequeños calcetines blancos metidos en zapatos de suela de crepé. Era simpática. Muy formada para su edad. Al tacto debía de ser tan firme como las ciruelas bien maduras. No llevaba sostén, y los pezones se dibujaban a través de la lana. Me devolvió la sonrisa.