– Hace calor, ¿eh? -tanteé.
– De muerte -contestó, desperezándose.
En los sobacos se le veían dos manchas de humedad. Eso me produjo no sé qué efecto. Me levanté e introduje una moneda de cinco centavos en la ranura de la máquina de discos.
– ¿Le quedan ánimos para bailar? -le pregunté, acercándome a ella.
– ¡Oh! ¡Me va a matar! -dijo ella.
Se pegó tanto a mí que se me cortó el aliento. Olía a bebé limpio. Era delgada, podía llegar a su hombro derecho con mi mano derecha. Alcé el brazo y deslicé los dedos justo debajo de su pecho. Los otros dos nos miraron y decidieron imitarnos. Era un estribillo. Shoo Fly Pie, por Dinah Shore. La chica lo iba tarareando mientras bailaba. La camarera, al vernos bailar, había levantado la nariz de su revista, pero al poco rato volvió a sumergirse en ella.
No llevaba nada debajo del jersey. Se notaba en seguida. Menos mal que el disco terminó, porque dos minutos más y yo habría dejado de estar presentable. Me soltó, volvió a su asiento y me miró.
– No baila usted mal, para ser un adulto… -me dijo.
– Me enseñó mi abuelo -respondí.
– Se nota -se burló-. Pero por cinco centavos no se puede pedir mucho ritmo…
– De jive seguramente puede darme lecciones, pero yo puedo enseñarle otras cosas.
Entornó los ojos.
– ¿Cosas de persona mayor?
– Depende de las dotes que usted tenga.
– Sí, ya le veo venir…
– Qué va a verme venir. ¿Alguien tiene una guitarra?
– ¿Toca usted la guitarra? -preguntó el chico.
Parecía despertarse, de repente.
– Toco un poco la guitarra -dije.
– Y también canta, entonces -dijo la otra chica.
– Un poco…
– Tiene la voz de Cab Calloway -se mofó la primera.
Parecía molesta de ver que los demás me hablaban. Me dispuse a tranquilizarla.
– Lléveme a donde pueda encontrar una guitarra y le enseñaré lo que sé hacer. No es que quiera hacerme pasar por W.-C. Handy, pero puedo tocar un blues.
Sostuvo mi mirada.
– Bueno -dijo-, vayamos a casa de B. J.
– El chico de la guitarra, ¿no?
– No. La chica de la guitarra. Se llama Betty Jane.
– Podía haber sido Baruch Junior -bromeé.
– ¡Claro! Vive aquí. Venga.
– ¿Vamos ahora mismo? -preguntó el chico.
– ¿Por qué no? -repliqué-. La niña necesita que le pongan las peras a cuarto.
– O.K. -dijo el chico-. Me llamo Dick. Y ella Jicky.
Señalaba a la chica con la que yo había bailado.
– Y yo me llamo Judy -dijo la otra.
– Yo Lee Anderson -me presenté-. Trabajo en la librería de enfrente.
– Ya lo sabemos -dijo Jicky-. Hace quince días que lo sabemos.
– ¿Tanto os interesa?
– Claro -dijo Judy-. Hay escasez de hombres en la ciudad.
Salimos los cuatro. Dick a regañadientes. Parecían bastante excitados. Y me quedaba bourbon suficiente para excitarlos algo más cuando hiciera falta.
– Os sigo -les dije, una vez fuera.
El roadster de Dick, un Chrysler modelo antiguo, esperaba a la puerta. Colocó a las dos chicas delante, y yo me las apañé por el asiento trasero.
– ¿A qué os dedicáis en la vida civil, jovencitos? -pregunté.
El coche arrancó bruscamente y Jicky se arrodilló sobre el asiento, volviéndose hacia mí para contestarme.
– Trabajamos…
– ¿Estudios…? -sugerí.
– Y otras cosas…
– Si te pasaras aquí detrás -dije levantando un poco la voz para vencer el ruido del viento-, podríamos hablar más cómodamente.
– Nones -murmuró.
Entornó otra vez los ojos. Debía de haber aprendido el truco en alguna película.
– No tienes ganas de comprometerte, ¿eh?
– Está bien -concedió.
La agarré por los hombros y la hice saltar por encima de la separación.
– ¡Eh! ¡Vosotros! -dijo Judy volviéndose-. Tenéis una manera de hablar un tanto especial.
Yo estaba ocupado haciendo pasar a Jicky a mi izquierda, y me las ingeniaba para cogerla por los lugares apropiados. No me iba del todo mal. Parecía hacerse cargo de la broma. La senté en el asiento de cuero y le pasé el brazo por el cuello.
– Y ahora, quieta -le dije-. O te voy a dar una tunda.
– ¿Qué llevas en esa botella? -preguntó.
Yo tenía la chaqueta encima de las rodillas. Ella deslizó la mano por debajo, y no sé si lo hizo a propósito, pero si fue así, tenía una puntería endiablada.
– No te muevas -le dije retirando su mano-. Ya te sirvo yo.
Desenrosqué el tapón niquelado y le pasé la petaca. Se tomó un buen trago.
– ¡No te lo termines! -protestó Dick.
Nos estaba vigilando por el retrovisor.
– Pásame un poco, Lee, viejo caimán…
– No te preocupes, tengo más.
Sostuvo el volante con una sola mano y agitó la otra en nuestra dirección.
– ¡Déjate de bromas! -reconvino Judy-. No sea que nos estrellemos contra el decorado…
– Tú eres el cerebro de la banda, ¿no? -aventuré-. ¿No pierdes nunca la sangre fría?
– ¡Nunca! -respondió.
Agarró la petaca al vuelo en el momento en que Dick iba a devolvérmela. Cuando me la entregó, estaba vacía.
– ¿Qué tal? -le dije, en tono aprobador-. ¿Estás mejor?
– Psé… no es gran cosa… -comentó Judy.
Sus ojos estaban empañados de lágrimas, pero había encajado el golpe. Su voz sonaba algo estrangulada.
– Con todo ese Cuento -dijo Jicky-, yo me he quedado sin nada.
– Vamos a buscar más -propuse-. Vamos por la guitarra y luego volvemos a donde Ricardo.
– Eres un tipo con suerte -dijo el chico-. A nosotros nadie nos quiere vender.
– ¿Veis lo que os pasa por parecer tan jóvenes? -dije yo, burlándome de ellos.
– No tan jóvenes como eso -gruñó Jicky.
Empezó a agitarse, hasta colocarse de manera tal que yo con sólo cerrar los dedos ya tenía en qué ocuparme. De pronto, el coche se detuvo y dejé colgar mi mano, negligentemente, a lo largo de su brazo.
– Vuelvo en seguida -anunció Dick.
Salió del coche y echó a correr hacia la casa, que parecía obra del mismo constructor que las que la rodeaban. Dick volvió a aparecer en el porche. Llevaba una guitarra en un estuche barnizado. Cerró de golpe la puerta tras él y, en dos brincos, se plantó junto al coche.