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– ¿Cómo es que no se deja ver nunca por aquí?

– Sí que me dejo ver. La prueba es que estoy aquí.

Se echó un poco hacia atrás para mirarme. Era bastante más alto que ella.

– Quiero decir, por la ciudad…

– Me vería si viniera usted a Prixville.

– Entonces me parece que me voy a buscar una casa en Prixville.

Dudé un poco antes de soltarle esto. No quería precipitarme, pero con esta clase de chicas nunca se sabe. Hay que correr el riesgo. No pareció emocionarle. Sonrió un poco, pero su mirada se mantenía fría.

– Ni aun así podría tener la seguridad de verme…

– Me imagino que debe de haber no pocos aficionados…

Decididamente, me lancé a lo bestia. Ninguna persona de mirada fría se viste de esa forma.

– ¡Oh! -exclamó-. No hay mucha gente interesante, en Prixville.

– Menos mal -dije yo- Así que tengo posibilidades…

– No sé si es usted interesante.

Chúpate ésa. La verdad es que me lo había buscado. Pero no iba a ceder tan fácilmente.

– ¿Qué es lo que le interesa?

– Usted no está mal. Pero una puede equivocarse. Y además, no le conozco.

– Soy amigo de Dexter, de Dick Page y demás.

– A Dick le conozco. Pero Dexter es un tipo curioso…

– Tiene demasiado dinero para ser curioso de verdad -repliqué.

– Entonces mi familia no le gustaría a usted nada. Sabe, nosotros también tenemos algún dinero…

– Se huele… -dije, acercando la cara a sus cabellos.

Sonrió otra vez.

– ¿Le gusta mi perfume?

– Me encanta.

– Qué raro. Habría jurado que usted prefería el olor de los caballos, de la grasa de armas y del linimento.

– No me encasille tan aprisa… -me defendí-. No es culpa mía si estoy hecho así y no tengo cara de querubín.

– Los querubines me horrorizan. Pero me horrorizan aún más los hombres aficionados a los caballos.

– En mi vida me he acercado, ni poco ni mucho, a uno de esos volátiles -dije-. ¿Cuándo puedo volver a verla?

– ¡Oh! No me he marchado aún. Tiene usted toda la noche por delante.

– No es bastante.

– Depende de usted.

Y así me dejó, porque la pieza acababa de terminar. La miré deslizarse por entre las parejas, y se volvió para reírse de mí, pero no era una risa desalentadora. Tenía una silueta capaz de despertar a un miembro del Congreso.

Volví al bar, donde encontré a Dick y a Jicky, que estaban degustando un martini. Tenían aspecto de aburrirse en cantidad.

– Dick -le dije-, te ríes demasiado. Se te va a deformar el careto…

– ¿Todo bien, caballero de la larga melena? -preguntó Jicky-. ¿Qué has estado haciendo? ¿El shag con una negraza? ¿O cazabas pájaros de lujo?

– Pese a mi larga melena -repliqué-, no está nada mal el swing que me estoy empezando a marcar. Vámonos de una vez de aquí con unas cuantas personas simpáticas y os demostraré lo que sé hacer.

– Te refieres a personas simpáticas con ojos de gato y vestidos sin tirantes, ¿no?

– Jicky, querida -dije, acercándome a ella y cogiéndola por las muñecas-, no irás a reprocharme que me gusten las chicas bonitas…

La estreché contra mí, mirándola fijamente a los ojos. Se reía a mandíbula batiente.

– Te aburres, Lee. ¿Ya te has hartado de la banda? Después de todo, ya sabes que yo también soy un buen partido; mi padre gana por lo menos veinte mil al año…

– ¿Pero es que os divertís, aquí? Yo me aburro de mala manera. Cojamos unas cuantas botellas y vámonos a otra parte. Aquí se ahoga uno, con esos malditos perifollos azul marino…

– ¿Y te parece que a Dexter le va a gustar?

– Me imagino que Dexter tiene otras cosas que hacer, más importantes que ocuparse de nosotros.

– ¿Y tus bellezas? ¿Te crees que van a venir así como así?

– Dick las conoce… -afirmé, lanzándole una mirada de complicidad.

Dick, menos atontado que de costumbre, se dio una palmada en el muslo.

– Lee, eres un duro de verdad. Nunca pierdes el norte.

– Creía que era un simple melenudo.

– Será una peluca.

– Búscame a estas dos criaturas -le dije-, y tráemelas por aquí. O, mejor, intenta meterlas en mi coche, o en el tuyo, como prefieras…

– ¿Pero con qué pretexto?

– ¡Oh, Dick, seguro que tienes montones de recuerdos de la infancia que evocar con nuestras damiselas…!

Se marchó, desanimado, riéndose. Jicky nos escuchaba y se burlaba de mí. Le hice una señal y se acercó.

– Eh, tú, tendrías que buscar a Bill y a Judy y conseguir siete u ocho botellas -le dije.

– ¿Adónde vamos?

– ¿Adónde podemos ir?

– Mis padres no están en casa… -dijo Jicky-. Sólo mi hermano pequeño. Pero estará durmiendo. Vayamos a mi casa.

– Eres una joya, Jicky. Palabra de indio.

Bajó la voz.

– ¿Me lo harás?

– ¿El qué?

– ¿Me lo harás, Lee?

– ¡Oh! Claro que si -le aseguré.

Pese a que estaba más que acostumbrado a Jicky, habría podido hacérselo allí mismo. Era excitante, verla con vestido largo, la ola de sus cabellos lisos a lo largo de su mejilla izquierda, sus ojos un poco rasgados, su boca ingenua. Respiraba más aprisa y sus mejillas se habían sonrosado.

– Es una tontería, Lee… Ya sé que lo hacemos sin parar. ¡Pero me gusta!

– Claro que sí, Jicky -le dije, acariciándole el hombro-. Lo haremos más de una vez antes de morirnos…

Me cogió la muñeca y me la apretó con fuerza, y luego se marchó sin que yo pudiera retenerla. Habría querido decirselo en ese momento, decirle lo que yo era; me habría gustado, para ver qué cara ponía…, pero Jicky no era presa adecuada para lo que yo pretendía. Me sentía tan fuerte como John Henry, y no tenía ningún miedo de que me fallara el corazón.

Volví a la barra y le pedí un martini doble al tipo que había detrás. Lo apuré de un trago y me dispuse a trabajar un poco para ayudar a Dick.