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– Procura venir -me dijo, desde el otro extremo del hilo.

– No me dirás que vas tan escasa de hombres -me burlé-. O, si así es, debes de vivir en el último rincón del mundo.

– Los hombres de por aquí no saben cómo tratar a una mujer que se ha tomado unas cuantas copas de más.

Me quedé seco, y ella se dio cuenta, porque oí cómo se reía.

– Ven, de verdad que tengo ganas de verte, Lee Anderson. Y a Lou le va a gustar…

– Dale un beso de mi parte, y dile que te dé uno a ti, también de mi parte.

Volví al curro con redoblado ánimo. Rebosaba de satisfacción. Por la noche me fui a ver a la banda en el drugstore y me llevé a Judy y a Jicky en el Nash. No es que sea muy cómodo un coche, pero siempre se encuentran aspectos inéditos. Y dormí bien una noche más.

Para completar mi guardarropa, fui a comprarme al día siguiente una especie de neceser y un maletín, un par de pijamas y otras cosillas que para aquella gente no tenían ninguna importancia, pero que yo sabía que eran indispensables para no parecer un pordiosero.

El jueves por la tarde estaba terminando de poner al día la caja y de rellenar las consabidas hojas cuando, serían las cinco y media, vi el coche de Dexter que se detenía frente a la puerta. Fui a abrir, porque ya había cerrado la tienda, y le hice pasar.

– Hola, Lee -me dijo-. ¿Qué tal marcha el negocio?

– No está mal, Dex. ¿Y tus estudios?

– ¡Oh! Se hace lo que se puede. Ya sabes, me falta un poco de afición por el baseball y el hockey para llegar a ser un buen estudiante.

– ¿Qué te trae por aquí?

– Venía a buscarte para ir a cenar juntos y para llevarte luego a que degustes una de mis distracciones favoritas.

– De acuerdo, Dex. Dame cinco minutos.

– Te espero en el coche.

Metí las hojas y el dinero en la caja, bajé la persiana metálica, cogí la chaqueta y salí por la puerta trasera. Hacia un tiempo asqueroso, pesado, demasiado cálido para lo avanzado de la estación. El aire era húmedo y viscoso, y las cosas se te quedaban pegadas en los dedos.

– ¿Me llevo la guitarra? -le pregunté a Dex.

– No hace falta. Esta noche ya me encargo yo de las distracciones.

– Adelante, pues.

Me instalé en el asiento delantero, a su lado. Su Packard era todo un coche, no como mi Nash, pero el chaval no sabia conducir. Para llegar a calar el motor de un Clipper en un reprise se necesita ser un patoso.

– ¿Adónde me llevas, Dex?

– Primero vamos a cenar al Stork y luego te llevo adonde vamos.

– El sábado vas a casa de las Asquith, me han dicho.

– Sí. Si quieres, paso a buscarte.

Era la manera de no presentarme con el Nash. Con Dexter como garante me sentía mucho más tranquilo.

– Gracias. Acepto.

– ¿Sabes jugar al golf, Lee?

– No lo he probado más que una vez en mi vida.

– ¿Tienes equipo y palos?

– ¡Qué va! ¿Me tomas por un káiser?

– Las Asquith tienen un campo de golf. Te aconsejo que digas que el médico te ha prohibido jugar.

– Como si se lo fueran a creer… -refunfuñé.

– ¿Y el bridge?

– ¡Oh! Bastante bien.

– ¿Juegas bien?

– Bastante bien.

– Entonces, te sugiero que declares que también una partida de bridge podría serte fatal.

– Pero si puedo jugar tranquilamente… -insistí.

– ¿Puedes perder quinientos dólares sin poner mala cara?

– Me fastidiaría.

– Entonces sigue mi consejo.

– ¡Qué amable estás esta tarde, Dex! -le dije-. Si me has invitado para hacerme saber que soy demasiado pobretón para esa gente, dilo sin tapujos y me largo.

– Deberías darme las gracias, Lee. Te estoy proporcionando medios para que puedas dar el pego frente a «esa gente», como tú dices.

– Me pregunto por qué te interesa tanto.

– Me interesa.

Se calló un momento y frenó en seco para no saltarse el semáforo en rojo. El Packard se hundió con suavidad sobre sus amortiguadores, primero hacia adelante y luego de vuelta a su posición.

– No veo por qué.

– Quisiera saber adónde pretendes llegar con esas dos chicas.

– Todas las chicas bonitas merecen que uno se ocupe de ellas.

– Puedes conseguir fácilmente docenas de chicas tan bonitas como ésas, y mucho más fáciles.

– Me parece que la primera parte de tu afirmación no es del todo cierta, y la segunda tampoco.

Me miró, y alguna idea le rondaba por la cabeza. Prefería que mirara a la carretera.

– Me asombras, Lee.

– Francamente -dije-, esas dos chicas me gustan.

– Ya lo sé que te gustan -dijo Dex.

Estaba claro que no era eso lo que me tenía preparado.

– No creo que sea más difícil acostarse con ellas que con Judy o con Jicky -afirme.

– ¿Eso es todo lo que buscas, Lee?

– Eso es todo.

– Entonces, ten cuidado. No sé qué le habrás hecho a Jean, pero en cinco minutos que he hablado con ella por teléfono se las ha arreglado para pronunciar tu nombre por lo menos cuatro veces.

– Me alegra haberle causado tanta impresión.

– No son chicas con las que uno pueda acostarse sin más o menos casarse con ellas. Por lo menos, a mí me parece que son así. Y sabes, Lee, hace diez años que las conozco.

– Entonces es que he tenido suerte… -repliqué-. Porque no pienso casarme con las dos, y en cambio sí que voy a acostarme con las dos.

Dexter me miró de nuevo sin contestar. ¿Le habría contado Judy nuestra sesión en casa de Jicky, o no sabía nada? Tenía la sensación de que este tipo podía adivinar las tres cuartas partes de las cosas, aunque no se las contaran.

– Baja -me dijo.

Me di cuenta de que el coche se había parado frente al Stork Club y me apeé.

Entré delante de Dexter, y él fue quien le dio propina a la morena del guardarropía. Un camarero de librea, al que yo conocía muy bien, nos llevó a la mesa que teníamos reservada. En aquel tugurio se daban aires de mucho postín, y el resultado era más bien cómico. Saludé al pasar a Blackie, el director de la orquesta. Era la hora del cocktail, y estaban tocando bailables. Conocía de vista a la mayor parte de los clientes. Pero estaba acostumbrado a verlos desde el escenario, y me hacia un efecto raro encontrarme de pronto en campo enemigo, con el público.

Nos sentamos y Dex pidió dos martinis triples.

– Lee -me dijo-, no quiero seguir hablando de este asunto, pero vete con cuidado con estas chicas.

– Yo siempre voy con cuidado -contesté-. No sé por qué lo dices, pero yo todo lo que hago lo hago con cuidado.

No me contestó, y al cabo de un momento se puso a hablar de otra cosa. Cuando se decidía a abandonar su aire de suficiencia era capaz de decir cosas interesantes.

CAPÍTULO X

Al salir íbamos los dos bastante cargados, y me puse al volante, a pesar de las protestas de Dexter.

– No tengo ningún interés en que me estropees la facha antes del sábado. Cuando conduces siempre miras a otra parte, y todas las veces que he ido contigo me he sentido a las puertas de la muerte.

– Pero si no sabes por dónde se va, Lee…

– ¡Qué más da! -repliqué-. Me lo vas indicando.

– Está en un barrio al que no vas nunca, y es complicado.

– Dexter, me aburres. ¿Qué calle es?

– Está bien, vamos al número 300 de Stephen's Street.

– ¿Es hacia allí? -pregunté, señalando vagamente en dirección al sector oeste.

– Si. ¿Lo conoces?

– Conozco toda la ciudad -le aseguré-. Atención al despegue.

El Packard se conducía suave como el terciopelo. A Dex no le gustaba, prefería el Cadillac de sus padres; pero comparado con el Nash era una verdadera joya.

– ¿Vamos al mismo Stephen's Street?

– Al lado -dijo Dex.

A pesar de la cantidad de alcohol que llevaba en la tripa, se aguantaba como un roble. Como si no hubiera bebido nada.

Estábamos llegando al barrio pobre de la ciudad. Stephen's Street empezaba bien, pero a partir del número 200 ya todo eran pisos baratos, que más adelante se transformaban en chabolas de un solo piso, cada vez más ruinosas. Por el 300 la cosa aún se aguantaba un poco. Había algunos coches frente a las casas, casi todos de la época del Ford-T. Aparqué el coche de Dex frente al número que él me había indicado.

– Por aquí, Lee. Tenemos que caminar un poco.

Cerró las puertas y nos pusimos en marcha. Tomamos una calle transversal y anduvimos unos cien metros. Había árboles, y los cercados de los jardines estaban en ruinas. Dex se detuvo frente a un caserón de dos pisos con techo de tablas. Por un milagro, la reja que rodeaba el montón de desperdicios que constituía el jardín estaba más o menos en buen estado. Entró sin llamar. Era casi de noche, y en los rincones se agitaban sombras inquietantes.

– Pasa, Lee -dijo Dex-. Es aquí.

– Te sigo.

Había un rosal frente a la casa, uno solo, pero su olor era más que suficiente para cubrir el tufo desprendido por las basuras que se acumulaban en todas partes. Dex subió los dos escalones de la entrada, situada a un lado de la casa. Tocó el timbre, y vino a abrir una negra gorda. Sin decir palabra, nos volvió la espalda, y Dex la siguió. Yo cerré la puerta detrás de mí.

Al llegar al primer piso, la negra se hizo a un lado para dejarnos pasar. En una habitación de pequeñas dimensiones había un sofá, una botella y dos vasos, y dos chiquillas de once a doce años, una pelirroja gordita y cubierta de pecas y una negra que parecía ser la mayor de las dos. Estaban sentadas, muy modositas, en el sofá, vestidas ambas con una camiseta y una falda demasiado corta.

– Estos señores os traen dólares -dijo la negra-. Portaos bien con ellos.

Se marchó y cerró la puerta. Miré a Dexter.

– Desnúdate, Lee -me dijo-. Hace mucho calor aquí.

Se volvió hacia la pelirroja.

– Ven a ayudarme, Jo.

– Me llamo Polly -dijo la niña-. ¿Me dará usted dólares?

– Claro que sí -repuso Dex.

Se sacó del bolsillo un arrugado billete de diez dólares y se lo dio a la niña.

– Ayúdame a desabrocharme el pantalón.

Yo no me había movido aún. Miraba a la pelirroja, que se levantó. Debía de tener poco más de doce años. Tenía unas nalgas bien redonditas bajo su falda demasiado corta. Sabía que Dex me miraba.

– Me quedo con la pelirroja -dijo.

– Ya sabes que nos pueden meter en chirona por el jueguecito este.

– ¿Es el color de la piel lo que te molesta? -me lanzó de repente.

Así que eso era lo que me tenía reservado. Me seguía mirando, con el mechón tapándole los ojos. Estaba esperando. Creo que no mudé el semblante. Las niñas ya no se movían, un poco asustadas…

– Ven, Polly… -dijo Dex-. ¿Quieres un traguito?

– Prefiero no beber nada -contestó la niña-. Puedo ayudarle sin beber.

En menos de un minuto, Dex se desnudó y sentó a la niña sobre sus rodillas, levantándole la falda. Se le ensombreció la cara y se puso a resoplar.

– No me irá usted a hacer daño,¿verdad?

– Estáte quieta -replicó Dexter-. Si no, no hay dólares.

Le metió la mano entre las piernas y la niña se echó a llorar.

– ¡Cállate! O le digo a Anna que te dé una buena paliza…

Se volvió hacia mí. Yo seguía sin moverme.

– ¿Te molesta el color de la piel? -repitió-. ¿Quieres la mía?

– Está bien así -afirmé.

Miré a la otra chiquilla. Se rascaba la cabeza, absolutamente indiferente a todo lo que ocurría. Estaba ya formada.

– Ven -le dije.

– Puedes emplearte a fondo, Lee -dijo Dex-, están limpias. ¿Vas a callarte de una vez?

Polly dejó de llorar y se sorbió los mocos.

– La tiene muy gorda… -se lamento-. ¡Me hace daño!

– ¡Cállate! -rió Dex-. Te daré cinco dólares más.

Jadeaba como un perro. La cogió por los muslos y empezó a agitarse sobre la silla.

Las lágrimas de Polly se deslizaban ahora sin sollozos. La negrita me miraba.

– Desnúdate -le dije- y échate en el sofá.

Me quité la chaqueta y me desabroché el cinturón. Gritó un poco cuando entré en ella. Y estaba ardiente como el mismísimo infierno.