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A pesar de la cantidad de alcohol que llevaba en la tripa, se aguantaba como un roble. Como si no hubiera bebido nada.

Estábamos llegando al barrio pobre de la ciudad. Stephen's Street empezaba bien, pero a partir del número 200 ya todo eran pisos baratos, que más adelante se transformaban en chabolas de un solo piso, cada vez más ruinosas. Por el 300 la cosa aún se aguantaba un poco. Había algunos coches frente a las casas, casi todos de la época del Ford-T. Aparqué el coche de Dex frente al número que él me había indicado.

– Por aquí, Lee. Tenemos que caminar un poco.

Cerró las puertas y nos pusimos en marcha. Tomamos una calle transversal y anduvimos unos cien metros. Había árboles, y los cercados de los jardines estaban en ruinas. Dex se detuvo frente a un caserón de dos pisos con techo de tablas. Por un milagro, la reja que rodeaba el montón de desperdicios que constituía el jardín estaba más o menos en buen estado. Entró sin llamar. Era casi de noche, y en los rincones se agitaban sombras inquietantes.

– Pasa, Lee -dijo Dex-. Es aquí.

– Te sigo.

Había un rosal frente a la casa, uno solo, pero su olor era más que suficiente para cubrir el tufo desprendido por las basuras que se acumulaban en todas partes. Dex subió los dos escalones de la entrada, situada a un lado de la casa. Tocó el timbre, y vino a abrir una negra gorda. Sin decir palabra, nos volvió la espalda, y Dex la siguió. Yo cerré la puerta detrás de mí.

Al llegar al primer piso, la negra se hizo a un lado para dejarnos pasar. En una habitación de pequeñas dimensiones había un sofá, una botella y dos vasos, y dos chiquillas de once a doce años, una pelirroja gordita y cubierta de pecas y una negra que parecía ser la mayor de las dos. Estaban sentadas, muy modositas, en el sofá, vestidas ambas con una camiseta y una falda demasiado corta.

– Estos señores os traen dólares -dijo la negra-. Portaos bien con ellos.

Se marchó y cerró la puerta. Miré a Dexter.

– Desnúdate, Lee -me dijo-. Hace mucho calor aquí.

Se volvió hacia la pelirroja.

– Ven a ayudarme, Jo.

– Me llamo Polly -dijo la niña-. ¿Me dará usted dólares?

– Claro que sí -repuso Dex.

Se sacó del bolsillo un arrugado billete de diez dólares y se lo dio a la niña.

– Ayúdame a desabrocharme el pantalón.

Yo no me había movido aún. Miraba a la pelirroja, que se levantó. Debía de tener poco más de doce años. Tenía unas nalgas bien redonditas bajo su falda demasiado corta. Sabía que Dex me miraba.

– Me quedo con la pelirroja -dijo.

– Ya sabes que nos pueden meter en chirona por el jueguecito este.

– ¿Es el color de la piel lo que te molesta? -me lanzó de repente.

Así que eso era lo que me tenía reservado. Me seguía mirando, con el mechón tapándole los ojos. Estaba esperando. Creo que no mudé el semblante. Las niñas ya no se movían, un poco asustadas…

– Ven, Polly… -dijo Dex-. ¿Quieres un traguito?

– Prefiero no beber nada -contestó la niña-. Puedo ayudarle sin beber.

En menos de un minuto, Dex se desnudó y sentó a la niña sobre sus rodillas, levantándole la falda. Se le ensombreció la cara y se puso a resoplar.

– No me irá usted a hacer daño,¿verdad?

– Estáte quieta -replicó Dexter-. Si no, no hay dólares.

Le metió la mano entre las piernas y la niña se echó a llorar.

– ¡Cállate! O le digo a Anna que te dé una buena paliza…

Se volvió hacia mí. Yo seguía sin moverme.

– ¿Te molesta el color de la piel? -repitió-. ¿Quieres la mía?

– Está bien así -afirmé.

Miré a la otra chiquilla. Se rascaba la cabeza, absolutamente indiferente a todo lo que ocurría. Estaba ya formada.

– Ven -le dije.

– Puedes emplearte a fondo, Lee -dijo Dex-, están limpias. ¿Vas a callarte de una vez?

Polly dejó de llorar y se sorbió los mocos.

– La tiene muy gorda… -se lamento-. ¡Me hace daño!

– ¡Cállate! -rió Dex-. Te daré cinco dólares más.

Jadeaba como un perro. La cogió por los muslos y empezó a agitarse sobre la silla.

Las lágrimas de Polly se deslizaban ahora sin sollozos. La negrita me miraba.

– Desnúdate -le dije- y échate en el sofá.

Me quité la chaqueta y me desabroché el cinturón. Gritó un poco cuando entré en ella. Y estaba ardiente como el mismísimo infierno.

CAPÍTULO XI

Llegó el sábado, y yo no había vuelto a ver a Dexter… Decidí coger el Nash y pasar por su casa. Si seguía teniendo intención de ir, dejaría el Nash en el garaje… Si no, iría yo solo directamente desde allí.

Lo había dejado enfermo como un cerdo, la otra noche. Debía de estar mucho más borracho de lo que yo imaginaba, y se puso a gastar bromitas. A la pequeña Polly le quedaría una marca en el pecho izquierdo, porque a ese bruto se le ocurrió morderla como si estuviera rabioso. Confiaba en que sus dólares la calmarían, pero la negra Anna vino en seguida y le amenazó con no dejarle entrar más en su casa. Seguro que no era la primera vez que Dex iba allí. No quería dejar que se marchara Polly, de quien debía gustarle el olor de pelirroja. Anna le puso una especie de vendaje y le dio un somnífero, pero tuvo que dejarla en manos de Dex, que la lamía por todos los rincones haciendo extraños ruidos guturales.

Me daba perfecta cuenta de lo que debía de estar sintiendo, porque yo, por mi parte, no me decidía a salir de esa chiquilla negra, pero yo iba con cuidado para no hacerle daño, y no se quejó ni una sola vez. Solamente cerraba los ojos.

Por eso me preguntaba si Dex estaría en condiciones de pasar un fin de semana en casa de las Asquith. Yo mismo me había levantado, la víspera, en un curioso estado. Y Ricardo podía certificarlo: a las nueve de la mañana me servía un triple zombie, y no sé de nada mejor para poner en forma a una persona. En realidad, yo bebía muy poco antes de llegar a Buckton, y ahora me daba cuenta de mi error. A condición de tomar lo suficiente, no se conocen casos en que el alcohol no aclare las ideas. Pero esta mañana las cosas iban mejor, y cuando me detuve frente a la casa de Dexter me encontraba en plena forma.

Contrariamente a lo que yo había supuesto, me estaba ya esperando, recién afeitado, vistiendo un traje de gabardina beige y una camisa de dos colores, gris y rosa.

– ¿Has desayunado ya, Lee? Odio tener que pararme por el camino, y tomo mis precauciones.

Ese Dexter era claro, simple y conciso como un niño. Un niño más viejo que los de su edad, sin embargo. Sus ojos.

– Me comería un poco de jamón y mermelada -respondí.

El mayordomo me sirvió una copiosa comida. A mí me horrorizaría tener un tipo que mete las manos en todo lo que uno come, pero a Dexter le parecía muy normal.

Nos marchamos apenas hube terminado. Trasladé mi equipaje del Nash al Packard, y Dex se sento a la derecha.

– Conduce tú, Lee. Es mejor así.

Me miró significativamente. Fue su única alusión a la noche de la antevíspera. Estuvo de un humor encantador durante todo el trayecto y me contó cantidad de cosas sobre los viejos Asquith, dos buenos cerdos que se habían iniciado en la vida con un confortable capital, lo que me parece muy bien, pero que tenían la mala costumbre de explotar a la gente cuyo único delito es tener la piel de diferente color. Tenían plantaciones de caña cerca de Jamaica o de Haití, y, según Dex, en su casa se bebía un ron de fábula.

– Mejor que los zombies de Ricardo, puedes creerme, Lee.

– ¡Entonces, me apunto! -afirmé.

Y le pegué un buen viaje al pedal del acelerador.

Recorrimos los ciento sesenta kilómetros en poco más de una hora, y Dexter me indicó el camino al llegar a Prixville. Era un villorrio mucho menos importante que Buckton, pero las casas parecían más lujosas y los jardines más grandes. A veces se encuentran lugares así, en los que todo el mundo está podrido de dinero.