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– No me lo creo -respondí.

– ¡Oh! ¿Te crees que te habría dejado actuar, si no hubiera bebido?

– Claro.

Bajó la cabeza de nuevo y la volvió a levantar para decirme:

– ¿No irás a pensar que habría bailado con cualquiera?

– Yo soy un cualquiera.

– Sabes perfectamente que no.

Pocas veces había mantenido una conversación tan agotadora. La niña esa se escurría de entre los dedos como una anguila. Tan pronto parecía dispuesta a todo como mostraba las uñas y los dientes al menor contacto. De todos modos, seguí adelante.

– ¿Qué tengo de especial?

– No sé. Físicamente estás bien, pero hay otra cosa. Tu voz, por ejemplo.

– ¿Ah, sí?

– No es una voz corriente.

Me eché a reír otra vez, con ganas.

– No lo es -insistió-. Es una voz más grave… y más…, no se cómo decirlo…, más equilibrada.

– Es por la costumbre de cantar y tocar la guitarra.

– No -dijo ella-. Nunca he oído a ningún cantante o guitarrista que cante como tú. He oído voces que me recuerdan la tuya, si…, allí… en Haití. Los negros.

– Me halagas -dije yo-, son los mejores músicos del mundo.

– ¡No digas tonterías!

– Toda la música americana ha salido de ellos -afirmé.

– No lo creo. Todas las grandes orquestas son de blancos.

– Claro, los blancos están en mejor posición para explotar los descubrimientos de los negros.

– No creo que tengas razón. Todos los grandes compositores son blancos.

– Duke Ellington, por ejemplo.

– No, Gershwin, Kern y todos ésos.

– Todos europeos emigrados -le aseguré-. Son los peores explotadores. No creo que en todo Gershwin se pueda encontrar un solo pasaje original, que no haya sido copiado, plagiado o reproducido. Te desafío a que encuentres uno solo en toda la Rhapsody in Blue…

– Eres extraño -respondió-. Detesto a los negros.

Era demasiado hermoso. Pensé en Tom, y a punto estuve de dar gracias al Señor. Pero en aquel momento deseaba demasiado a la niña esa como para ser accesible a la cólera. Y no necesitaba al Señor para hacer un buen trabajo.

– Todos sois iguales -repliqué-. Os encanta enorgulleceros de las cosas que todo el mundo, menos vosotros, ha descubierto.

– No entiendo qué quieres decir.

– Tendrías que viajar -le aseguré-. Sabes, no son sólo los americanos blancos los que han inventado el cine, ni el automóvil, ni las medias de nylon, ni las carreras de caballos. Ni la música de jazz.

– Hablemos de otra cosa -dijo Lou-. Lees demasiados libros, eso es lo que te pasa.

En la mesa de al lado seguían con su bridge, y podía estar seguro de que no llegaría a nada con aquella chica si no la hacía beber. Tenía que perseverar.

– Dex me ha hablado de vuestro ron -proseguí-. ¿Es un mito, o está al alcance de los simples mortales?

– Puedes tomar el que quieras -repuso Lou-. Debí haber pensado que tendrías sed.

La solté y se escurrió hacia una especie de bar de salón.

– ¿Mezclado? -me preguntó-. ¿Ron blanco y ron negro?

– Probemos. O mejor le añades un poco de zumo de naranja. Me estoy muriendo de sed.

– No hay problema -me aseguró.

Los de la mesa de bridge, al otro extremo de la habitación, nos llamaron a gritos.

– ¡Lou! ¡Prepara bebida para todos, por favor!

– De acuerdo, pero os la venís a tomar aquí.

Me gustaba ver inclinarse hacia adelante a esa chica. Llevaba una especie de jersey ceñido con un escote completamente redondo que le descubría el nacimiento de los senos, y el cabello recogido a un lado, como el día que la conocí, pero esta vez a la izquierda. Iba mucho menos maquillada, y estaba como para hincarle el diente.

Se incorporó, con una botella de ron en la mano.

– Eres realmente hermosa -le dije.

– No empieces…

– No empiezo. Sigo.

– Bueno, pues no sigas. Vas demasiado aprisa. Se pierde toda la gracia.

– Las cosas no tienen que durar mucho tiempo.

– Sí. Las cosas agradables tendrían que durar siempre.

– ¿Y tú sabes qué es una cosa agradable?

– Sí. Hablar contigo, por ejemplo.

– Tú eres la única que disfruta. Eres una egoísta.

– Y tú eres un cerdo. ¡Dilo más claro, que te aburre hablar conmigo!

– No puedo mirarte sin pensar que estás hecha para otra cosa que para hablar, y me es muy difícil hablar contigo sin mirarte. Pero, si lo prefieres, sigamos hablando. Por lo menos no juego al bridge, durante ese tiempo.

– ¿No te gusta el bridge?

Había llenado un vaso y me lo ofrecía. Lo cogí y me bebí la mitad de un trago.

– Me gusta esto.

Señalé el vaso.

– Y también me gusta que lo hayas preparado tú.

Se puso de color de rosa.

– ¿Ves como sabes ser agradable, cuando quieres?

– Te aseguro que conozco muchas otras maneras de ser agradable.

– Eres un engreído. Como estás bien hecho, te imaginas que todas las mujeres tienen ganas de eso.

– ¿De qué?

– De las cosas físicas.

– Las que no tienen ganas -afirmé- es porque no lo han probado.

– No es verdad.

– ¿Acaso lo has prohado?

No contestó y se puso a retorcerse los dedos, hasta que por fin se decidió.

– Lo que me hiciste, la otra vez…

– ¿Sí?

– No era nada agradable. Era… ¡Era terrible!

– ¿Pero no desagradable…?

– No… -dijo, en voz baja.

No insistí y apuré el vaso. Había recuperado el terreno perdido. Qué cruz, el trabajo que me iba a dar la niña; tenía la misma sensación que a veces se tiene con las truchas.

Jean se había levantado y venía por un vaso.

– ¿No te aburres mucho con Lou?

– ¡Qué amable! -replicó su hermana.

– Lou es encantadora -dije yo-. La quiero mucho. ¿Puedo pedirte su mano?

– ¡De ninguna manera! -dijo Jean-. Yo tengo prioridad.

– ¿Y entonces yo qué pinto, en todo eso? -dijo Lou-. ¿Soy un resto de serie?

– Tú eres joven aún -dijo Jean-. Tienes tiempo. Yo, en cambio…

Me reí, porque Jean no aparentaba ni dos años más que su hermana.

– No te rías como un imbécil -dijo Lou-. ¿No la ves, lo vieja que está?

Decididamente, me caían muy bien las dos. Y ellas también parecían entenderse.

– Si no empeoras con la edad -le dije a Lou-, estoy dispuesto a casarme con las dos.

– Eres horrible -dijo Jean-. Me vuelvo a mi bridge. ¿Bailarás conmigo, luego?

– ¡Y un rábano! -dijo Lou-. Esta vez tengo prioridad yo. Vete a jugar con tus estúpidas cartas.

Nos pusimos a bailar otra vez, pero el programa terminó y le propuse a Lou una vuelta por el jardín para estirar las piernas.

– No sé si me conviene quedarme a solas contigo…

– No corres ningún riesgo. Total, con ponerte a gritar…

– Eso mismo -protesté-. Para hacer el ridículo.

– Está bien -concedí-. Pues quisiera tomar un trago, si no te importa.

Me dirigí al bar y me preparé un pequeño reconstituyente. Lou se quedó donde estaba.

– ¿Quieres?

Rehusó con la cabeza, cerrando sus ojos amarillos. Dejé de prestarle atención y me fui al otro extremo de la sala, a observar el juego de Jean.

– Vengo a traerte suerte -le dije.

– Llegas en buen momento.

Se volvió ligeramente hacia mí con una sonrisa radiante.

– Pierdo ciento treinta dólares. ¿Te parece divertido?

– Depende del porcentaje exacto de tu fortuna que eso represente -respondí.

– ¿Y si dejáramos de jugar? -propuso ella entonces.

Los otros tres, que no parecían tener más ganas de jugar que de otra cosa, se levantaron al mismo tiempo. En cuanto al individuo llamado Dexter, hacía tiempo que se hahía llevado a la cuarta chica al jardín.