– Cuéntame cosas de ti, Lee, por favor.
– Está bien -le dije.
La informé de que habla nacido en algún lugar de California, de que mi padre era de origen sueco y de que por eso era yo rubio. Mi infancia había sido difícil, porque mi padre era muy pobre, y cuando tenía nueve años, en plena Depresión, yo tocaba la guitarra por la calle para ganarme la vida, y entonces había tenido la suerte de encontrar a un tipo que se interesó por mí, cuando tenía catorce años, y me llevó a Europa con él, a Inglaterra y a Irlanda, donde estuve unos diez años.
Era todo mentira. Había estado en Europa, pero no en esas condiciones, y todo lo que sabía lo debía únicamente a mí mismo y a la biblioteca del tipo a cuyo servicio estaba. Tampoco le hablé de cómo me trataba ese tipo, que sabía que yo era negro, ni de lo que me hacía cuando no tenía a ninguno de sus amiguitos, ni del modo cómo lo dejé, después de haberle hecho firmar un cheque para pagarme el viaje de regreso, gracias a unas cuantas atenciones especiales.
Inventé un montón de embustes sobre mi hermano Tom, y sobre el chico, y le dije que éste había muerto en un accidente, se creía que habían sido los negros, gente asquerosa, una raza de criados, y la mera idea de acercarse a un negro la ponía enferma. Así que al volver me había encontrado con que mi hermano Tom habla vendido la casa de mis padres y se había largado a Nueva York, y el chico a seis pies bajo tierra, y entonces me puse a buscar trabajo, y había encontrado éste de librero gracias a un amigo de Tom. Esto último era verdad.
Me escuchaba como si yo fuera un predicador, y yo exageraba la nota; le dije que pensaba que sus padres no aceptarían que nos casáramos, porque ella no había cumplido aún los veinte. Acababa de cumplirlos, y podía hacer lo que le viniera en gana. Pero yo ganaba poco dinero. Sin duda ella prefería que yo me ganara honradamente la vida por mí mismo, y seguramente entonces les gustaría a sus padres y me encontrarían un trabajo más interesante en Haití o en alguna de sus plantaciones. Durante todo ese tiempo intentaba orientarme, hasta que por fin salí a la carretera por la que habíamos venido Dex y yo. De momento iba a volver a mi trabajo, y ella podía venir a verme a media semana; nos las arreglaríamos para huir al Sur, a algún lugar donde pudiéramos estar tranquilos unos días, y volveríamos casados, y la cosa ya no tendría remedio.
Le pregunté si se lo diría a Lou; me dijo que sí, pero que no le hablaría de lo que hablamos hecho juntos, y hablando de esto se volvió a excitar. Menos mal que habíamos llegado.
CAPÍTULO XV
Pasamos la tarde un poco al tuntún. No hacia tan buen tiempo como la víspera. Estábamos ya en pleno otoño; y me guardé muy bien de jugar al bridge con los amigos de Jean y de Lou; me acordaba de los consejos de Dex; no era momento de echar a perder los pocos centenares de dólares que había conseguido reunir; de hecho, a los tipos esos no les importaba tener quinientos o seiscientos dólares de más o de menos. Jugaban para matar el tiempo.
Jean me dirigía frecuentes miradas, sin motivo alguno, y le dije, aprovechando un momento de intimidad, que tuviera cuidado. Bailé otra vez con Lou, pero desconfiaba de mí; no logré llevar la conversación a ningún tema interesante. Me había ya recuperado de los esfuerzos de la noche anterior, y volvía a excitarme cada vez que le miraba el pecho; de todos modos, se dejó manosear un poco mientras bailábamos. Los otros invitados sc marcharon no muy tarde, como la víspera, y volvimos a encontrarnos solos los cuatro. Jean no se tenía en pie, pero quería más, y me costó lo indecible convencerla de que esperara; por fortuna, la fatiga vino en mi ayuda. Dex seguía pegándole al ron. Subimos hacia las diez, y volví a bajar en seguida a buscar un libro. No tenía ganas de volver a empezar con Jean, pero tampoco tenía sueño como para echarme a dormir tan pronto.
Y cuando volví a entrar en mi habitación me encontré a Lou sentada en la cama. Llevaba el mismo deshabillé que la noche anterior y braguitas nuevas. No la toqué. Cerré con llave la puerta de entrada y del cuarto de baño y me metí en la cama con ella como si ella no estuviera allí. Mientras me quitaba la ropa la oía respirar aprisa. Una vez en la cama me decidí a hablarle.
– ¿No tienes sueño esta noche, Lou? ¿Puedo hacer algo por ti?
– Así estoy segura de que hoy no irás a la habitación de Jean -respondió.
– ¿Qué te hace suponer que anoche estuve en el cuarto de Jean?
– Os oí.
– Qué raro… Pero si apenas hice ruido -me burlé.
– ¿Por qué has cerrado las puertas?
– Siempre duermo con la puerta cerrada. No tengo ningún interés en despertarme con un desconocido a mi lado.
Se debía de haber perfumado dc pies a cabeza. Olía a kilómetros, y su maquillaje era impecable. Iba peinada como la noche anterior, con el cabello dividido por la mitad, y, realmente, me bastaba con alargar la mano para cogerla como una naranja madura, pero aún tenía una pequeña cuenta pendiente con ella.
– Estuviste con Jean -afirmó.
– Lo único que recuerdo -le dije- es que tú me echaste de tu habitación.
– No me gustan tus modales.
– Esta noche me siento especialmente correcto -le dije-. Te pido disculpas por haberme visto obligado a desnudarme en tu presencia, pero de todos modos estoy seguro de que no has mirado.
– ¿Qué le hiciste a Jean? -insistió.
– Oye -le dije-. Seguramente te sorprenderá lo que te voy a decir, pero no puedo hacer otra cosa. Es mejor que lo sepas. El otro día la besé, y desde entonces me está persiguiendo.
– ¿Cuándo?
– Cuando la curé de la borrachera en casa de Jicky.
– Lo sabía.
– Casi me obligó. Como sabes, yo también había bebido un poco.
– ¿La besaste de verdad…?
– ¿Cómo?
– Como a mí… -murmuró.
– No -me limité a decir, con un acento de sinceridad que me dejó más que satisfecho-. Tu hermana es un plomo, Lou. La que me gusta eres tú. A Jean la besé como…, como habría podido besar a mi madre, y ya no puedo aguantarla. No sé cómo librarme de ella, y no sé si podré conseguirlo. Seguramente te dirá que vamos a casarnos. Es una manía que ha cogido esta mañana en el coche de Dex. Es bonita, pero no me apetece. Creo que está un poco chiflada.
– La besaste antes que a mí.
– Fue ella la que me besó. Uno siempre siente gratitud por la persona que lo cuida cuando está borracho…
– ¿Te arrepientes de haberla besado?
– No -le dije-. Lo único que lamento es que aquella noche no fueras tú la borracha en vez de ella.
– A mí puedes besarme ahora.
No se movía, y mantenía la mirada fija al frente, pero tenía que haberle costado un buen esfuerzo decir eso.
– No puedo besarte -respondí-. Con Jean no tenía importancia. Contigo me pondría enfermo. No te tocaré hasta que…
No terminé la frase y lancé un vago gruñido de desesperación al tiempo que mc daba la vuelta en la cama.
– ¿Hasta qué? -preguntó Lou.
Se volvió un poco hacia mí y me puso una mano en el brazo.
– Es una estupidez -dije-. Es imposible…
– Dilo…
– Quería decir… hasta que no estemos casados. Tú y yo, Lou. Pero eres demasiado joven, y nunca podré librarme de Jean, y ella jamás nos dejará tranquilos.
– ¿De verdad lo piensas?
– ¿Qué?
– Lo de casarte conmigo.
– No podría pensar en serio una cosa imposible -le aseguré-. Pero si te refieres a si tengo ganas, te juro que tengo ganas de verdad.
Se levantó de la cama. Yo seguía tumbado del otro lado. Ella no decía nada. Yo tampoco dije nada, y sentí que se echaba otra vez en la cama.
– Lee -dijo al cabo de un buen rato.
Mi corazón latía tan aprisa que la cama resonaba. Me volví. Se había quitado el deshabillé y todo lo demás, y había cerrado los ojos, tendida de espaldas. Pensé que Howard Hughes habría hecho una docena de películas por tan sólo los pechos de esa chica. No la toqué.