– No quiero hacerlo contigo -le dije-. Esa historia con Jean me disgusta. Antes de conocerme os entendíais muy bien las dos. No quiero que por culpa mía os separéis de un modo u otro.
No sé si tenía ganas de otra cosa que de hacerle el amor hasta ponerme enfermo, si tenía que creer en mis reflejos. Pero conseguí aguantar.
– Jean está enamorada de ti -dijo Lou-. Está más claro que el agua.
– No puedo impedirlo.
Era lisa y esbelta como una hierba, y olorosa como una perfumería. Me senté y me incliné por encima de sus piernas, y la besé entre los muslos, allí donde la piel de las mujeres es más suave que las plumas de un pájaro. Cerró las piernas y las volvió a abrir casi al instante, y yo empecé de nuevo, un poco más arriba esta vez. Su vello rizado y brillante me acariciaba la mejilla, y, dulcemente, mc puse a lamerla. Su sexo estaba húmedo y ardiente, firme bajo mi lengua, y me entraron ganas de morderlo, pero me incorporé nuevamente. Lou se sentó, sobresaltada, y me cogió la cabeza para volver a colocarla donde estaba. Conseguí librarme a medias.
– No quiero -dije-. No quiero hasta que no haya podido liquidar esa historia con Jean. No puedo casarme con las dos.
Le mordisqueé los pezones. Ella continuaba aferrada a mi cabeza y mantenía los ojos cerrados.
– Jean quiere casarse conmigo -proseguí-. ¿Por qué? No lo sé. Pero si le digo que no, seguro que se las apaña para que tú y yo no podamos vernos.
Lou, callada, se arqueaba bajo mis caricias. Mi mano derecha iba y venía por sus muslos, y ella se abría a cada caricia precisa.
– No veo más que una solución -concluí-. Puedo casarme con Jean y tú vienes con nosotros, y ya encontraremos la manera de vernos.
– No quiero -murmuró Lou.
Su voz sonaba desigual, y casi la habría podido utilizar como un instrumento musical. Cambiaba de entonación a cada nuevo contacto.
– No quiero que le hagas esto…
– No hay nada que me obligue a hacérselo -repliqué.
– ¡Házmelo a mí! -exclamó Lou-. ¡Házmelo a mí, en seguida!
Se agitaba, y cada vez que mi mano subía se adelantaba a mi gesto. Incliné la cabeza hacia sus piernas, y, volviéndola del otro lado, con la espalda hacia mí, le levanté una pierna e introduje mi cara entre sus muslos. Tomé su sexo entre mis labios. Se puso rígida de golpe y se relajó casi al instante. La lamí un poco y me retiré. Ella estaba boca abajo.
– Lou -murmuré-. No voy a hacer el amor contigo. No quiero hacerlo hasta que estemos tranquilos. Me casaré con Jean y ya nos apañaremos. Tú me ayudarás.
Se volvió de un solo impulso y me besó con una especie de furia. Sus dientes chocaron con los míos, mientras yo le acariciaba las caderas. Y luego la cogí de la cintura y la puse en pie.
– Vuelve a la cama -le dije-. Ya hemos dicho bastantes tonterías. Sé buena chica y vuelve a la cama.
Me levanté a mi vez y la besé en los ojos. Por fortuna, llevaba un slip bajo el pijama y pude conservar mi dignidad.
Le puse el sujetador y las braguitas; le sequé los muslos con mi sábana, y por último le puse el deshabillé transparente. Ella, callada, no ofrecía ninguna resistencia, estaba tibia y blanda entre mis brazos.
– A dormir, hermanita -le dije-.Me voy mañana por la mañana. Procura bajar pronto a desayunar, me gustará verte.
Y acto seguido la empujé fuera y cerré la puerta. Las tenía en el bote a las dos. Me sentía lleno de alegría, y probablemente era porque el chico se agitaba bajo sus dos metros de tierra, y entonces le tendí la mano. Es algo grande, estrecharle la mano a un hermano.
CAPÍTULO XVI
A los pocos días recibí una carta de Tom. No hablaba mucho de cómo le iban las cosas. Creí entender que había encontrado un trabajo no muy brillante en una escuela de Harlem, y me citaba las Escrituras, dándome la referencia correspondiente, porque sospechaba que yo no estaba muy al corriente de estas cosas. La cita consistía en un versículo dcl Libro de Job que decía: "Yo tomo mi carne en mis dientes, y coloco mi vida en las palmas de mis manos." Creo que el tipo, según Tom, quería dar a entender con eso que había jugado su última carta o había arriesgado el todo por el todo, y me parece una manera un poco complicada de presentar un plato tan sencillo. Tom no había cambiado en este aspecto. Pero de todos modos era un buen tipo. Le contesté que las cosas me iban bien, y le puse un billete de cincuenta, convencido de que el pobre viejo no comía como debiera.
Por lo demás, no había nada nuevo. Libros y siempre libros. Me estaban llegando las listas de los libros de Navidad, y también hojas que no habían pasado por la central, de tipos que distribuían por su cuenta, pero mi contrato me prohibía meterme en este juego y no iba a prestarme a él. A veces ponía de patitas en la calle a personajes de otra ralea, los que trabajaban en la cosa porno, pero nunca con malos modos. Los tipos esos eran muchas veces negros o mulatos, y yo sé lo mal que lo tiene la gente así; las más de las veces les compraba una o dos revistas y las regalaba a la banda; a Judy le encantaban.
Seguían reuniéndose en el drugstore, y viniendo a verme, y yo seguía tirándome alguna que otra niña de vez en cuando, un día sí y un día no como norma general. Todas más bestias que viciosas. Excepto Judy.
Jean y Lou habían prometido pasar las dos por Buckton antes del week-end. Dos citas concertadas por separado: Jean me llamó por teléfono, y Lou no vino. Jean me invitaba a pasar el fin dc semana siguiente en su casa, y tuve que contestarle que me era imposible ir. No estaba dispuesto a dejarme manejar como un peón de ajedrez por aquella chica. No se encontraba bien y le habría gustado que yo fuera a verla, pero yo le dije que tenía trabajo atrasado, y ella me prometió que llegaría el lunes hacia las cinco; así tendríamos tiempo de charlar.
En los días que quedaban hasta el lunes no hice nada especial. El sábado por la noche sustituí una vez más al guitarrista del Stork, lo que me supuso quince dólares y la bebida. No pagaban del todo mal en ese tugurio. En casa leía o tocaba la guitarra. El claqué lo tenía un poco abandonado, no me hacía falta con chicas tan fáciles. Volvería a tomármelo en serio cuando me hubiera librado de las dos Asquith. Conseguí cartuchos para el petardo del chico, y compré también varias drogas. Llevé el coche al garaje para que me lo revisaran, y el tipo me arregló bastantes cosas que no funcionaban.
Dex no dio señales de vida durante todo este tiempo. Intenté localizarle el sábado por la mañana, pero se acababa de marchar, a pasar el week-end fuera, no mc dijeron adónde. Supongo que había estado tirándose niñas de diez años en casa de la vieja Anna, porque los otros de la banda tampoco le habían visto en toda la semana.
Por fin, el lunes, a las cuatro y veinte, cl coche de Jean se detuvo frente a mi puerta; le importaba un bledo lo que la gente pudiera pensar. Bajó del coche y entró en la tienda. No habla nadie. Me propinó un beso de los de su mejor cosecha y le dije que se sentara. No bajé la persiana metálica a propósito, para que quedara bien claro que no me gustaba que hubiera llegado antes de la hora. Como siempre, llevaba la ropa más cara que se puede encontrar, y un sombrero comprado no precisamente en Macy; la envejecía, por otra parte.
– ¿Has tenido buen viaje? -le pregunté.
– Está muy cerca -repuso-. Otras veces me había parecido más lejos.
– Llegas antes de la hora -le hice observar.
Miró su reloj de diamantes.
– ¡No tanto…! Son las cinco menos veinticinco.
– Las cuatro y veintinueve -precisé-. Vas muy adelantada.