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– ¿Te molesta?

Había adoptado un aire de coqueta que me enfureció.

– Claro. Tengo cosas más importantes que hacer antes que divertirme.

– Lee -murmuró-, sé amable…

– Soy amable cuando he terminado mi trabajo.

– Sé amable, Lee -repitió-. Voy a tener… Estoy…

Se interrumpió. Yo ya lo había entendido, pero tenía que ser ella quien lo dijera.

– Explícate.

– Voy a tener un hijo, Lee.

– Tú -le dije, amenazándola con el dedo-, tú has hecho cosas feas con un hombre.

Se rió, pero su cara seguía estando tensa.

– Lee, tenemos que casarnos lo antes posible, si no va a ser un escándalo.

– Qué va -la tranquilicé-. Cosas como ésta pasan todos los días.

Adoptaba ahora un tono jovial; había que evitar que se marchara antes de que estuviera todo arreglado. Las mujeres en ese estado se ponen casi siempre nerviosas. Me acerqué a ella y le acaricié los hombros.

– No te muevas -le dije-. Voy a cerrar, estaremos más tranquilos.

Probablemente, con el hijo de por medio sería más fácil librarse de ella. Ahora tenía un buen motivo para borrarse del mapa. Me dirigí a la puerta y accioné el interruptor de la izquierda, que ponía en marcha la persiana metálica. Bajó lentamente, sin otro ruido que el de los engranajes que rodaban en su baño de aceite.

Cuando me volví, Jean se había quitado el sombrero y se ahuecaba los cabellos para devolverles su elasticidad; tenía mejor aspecto así; era realmente hermosa.

– ¿Cuándo nos marchamos? -quiso saber de repente-. Tal como están las cosas, tiene que ser lo más pronto posible.

– Podemos irnos este fin de semana -respondí-. Ya lo tengo todo a punto; pero tendré que buscarme otro trabajo allí.

– Yo llevaré dinero.

Yo no tenía ninguna intención dc dejar que una mujer me mantuviera, aunque fuera una mujer a la que yo estaba decidido a cargarme.

– Esto para mí no quiere decir nada -repliqué-. No se trata de que vivamos de tu dinero. Quisiera que quedara claro de una vez por todas.

No me contestó. Rebullía en su silla como si quisiera decir algo y no se atreviera.

– Venga -la animé-. Suéltalo ya. ¿Qué es lo que has hecho sin decírmelo?

– He escrito allí -dijo-. Vi la dirección en un anuncio, dicen que es un lugar desierto, para los amantes de la soledad y para los enamorados que quieren pasar una luna de miel tranquila.

– Si todos los enamorados que quieren estar solos se dan cita allí, va a haber una bonita aglomeración.

Se rió. Parecía más tranquila. No era mujer que se guardara las cosas dentro.

– Mc han contestado -prosigui. Pasaremos las noches en un bungalow y comeremos en el hotel.

– Lo mejor que puedes hacer -dije yo- es ir tú primero, y yo iré más tarde. Así tendré tiempo de dejarlo todo en orden.

– Preferiría ir contigo.

– Es imposible. Vuelve a tu casa, para no dar la alarma, y no hagas la maleta hasta el último momento. No vale la pena que te lleves gran cosa. Y no dejes ninguna carta diciendo adónde vas. Tus padres no tienen por qué saberlo.

– ¿Y tú cuándo vendrás?

– El lunes próximo. Saldré de aquí el domingo por la noche.

Era poco probable que alguien advirtiera mi partida un domingo por la noche. Pero quedaba un problema: Lou.

– Supongo -añadí- que ya se lo habrás dicho a tu hermana.

– Aún no.

– Se lo debe de imaginar. De todos modos, te conviene decírselo. Puede servirte de intermediaria. Os entendéis bien, ¿no?

– Sí.

– Entonces díselo, pero dile sólo qué día te marchas, y le dejas la dirección, pero de manera que no pueda encontrarla hasta que te hayas marchado.

– ¿Y cómo lo hago?

– Puedes meterla en un sobre y echarla al correo cuando estés a tres o cuatrocientos kilómetros de tu casa. Puedes dejarla escondida en un cajón. Hay mil maneras.

– Todos estos enredos no me gustan. Lee, ¿por qué no podemos marcharnos tranquilamente los dos, y decir a todo el mundo que queremos estar solos?

– No puede ser -repliqué-. Para ti está bien. Pero yo no tengo dinero.

– Me da igual.

– Mírate en el espejo -dije-. Te da igual porque tienes.

– No me atrevo a decírselo a Lou. Tiene sólo quince años.

Me reí.

– ¿Y la tomas por una niña de teta? Tendrías que saber que en las familias en las que hay varias hermanas la más joven lo aprende todo casi al mismo tiempo que la mayor. Si tuvieras una hermana de diez años, sabría tantas cosas como Lou.

– Pero Lou no es más que una niña.

– Claro. Basta ver cómo se viste. Y también los perfumes que se echa son buena prueba de su inocencia. Tienes que decírselo a Lou. Te repito que necesitas a alguien en tu casa que haga de intermediario entre tú y tus padres.

– Preferiría que este intermediario no lo supiera.

Me reí con toda la maldad que fui capaz de encontrar.

– No estás muy orgullosa del tipo que has pescado, ¿eh?

Le empezó a temblar la boca y creí que se echaría a llorar. Se levantó.

– ¿Por qué dices estas maldades? ¿Te gusta hacerme daño? Lo único que quería decir es que tengo miedo…

– ¿Miedo de qué?

– Miedo de que me abandones antes de que nos casemos.

Me encogí de hombros.

– ¿Y te parece que el matrimonio mc retendría, si quisiera abandonarte?

– Si tenemos un hijo, si.

– Si tenemos un hijo no podré conseguir el divorcio, de acuerdo; pero esto no bastará para evitar que te deje si me apetece…

Esta vez se echó a llorar. Se dejó caer de nuevo en la silla e inclinó la cabeza, y las lágrimas se deslizaron por sus mejillas. Me di cuenta de que estaba yendo un poco demasiado aprisa, y me acerqué a ella. Le puse una mano en la nuca y la acaricié.

– ¡Oh, Lee! -dijo ella-. Es todo tan distinto de como yo lo había imaginado. Creía que estarías contento de poder tenerme del todo.

Contesté alguna estupidez, y entonces ella se puso a vomitar. No tenía nada a mano, ni siquiera un trapo, y tuve que correr a la trastienda a buscar la bayeta de la mujer que hacía la limpieza. Supongo que era el niño lo que la ponía enferma. Cuando dejó de hipar, le sequé la cara con su pañuelo. Tenía los ojos brillantes de lágrimas, como lavados, respiraba con fuerza. Se había ensuciado los zapatos, y se los limpié con un pedazo de papel. El olor me molestaba, pero me incliné hacia ella y la besé. Se apretó violentamente contra mí, murmurando incoherencias. Tenía mala suerte con aquella chica. O bebía demasiado o jodía demasiado, pero siempre estaba enferma.

– Tienes que irte ya -le dije-. Vuelve a casa. Cuídate, y el jueves por la noche haces la maleta y te largas. Yo iré el lunes. Ya he pedido la licencia.

Pareció rehacerse de golpe y sonrió, incrédula.

– Lee…, ¿es verdad?

– Pues claro.

– Lee, te adoro… Sabes, vamos a ser tan felices…

Realmente era poco rencorosa. Las chicas no acostumbran a ser tan conciliadoras. La puse en pie y le acaricié los pechos a través del vestido. Se puso tensa y se echó hacia atrás. Quería que siguiera. Yo habría preferido ventilar la habitación, pero ella se aferró a mí y, con una mano, me desabrochó el pantalón. Le levanté el vestido y me la tiré encima de la larga mesa en la que los clientes dejaban los libros que habían estado hojeando; ella tenía los ojos cerrados y parecía muerta. Cuando sentí que se relajaba, seguí hasta que se puso a gemir, y me corrí en su vestido, y entonces se levantó y, llevándose una mano a la boca, vomitó de nuevo.

Luego yo la puse en pie, le abroché el abrigo, la arrastré hasta su coche pasando por la puerta trasera y la instalé al volante. Tenía todo el aspecto dc estar en babia, pero reunió sus últimas fuerzas para morderme el labio inferior hasta hacerme sangrar; yo no me inmuté y contemplé cómo se marchaba. Pienso que el coche, afortunadamente para ella, se sabía el camino.