Luego me fui a casa y me di un baño, para quitarme aquel olor.
CAPÍTULO XVII
Hasta aquel momento no había pensado en las complicaciones que me iba a acarrear la idea de cargarme a las dos tías esas. En el momento en que pensé en ellas me entraron ganas de abandonar mi proyecto y renunciar a todo, y seguir vendiendo libros como si nada. Pero tenía que hacerlo por el chico, y también por Tom, y también por mí mismo. Conocía a tipos que estaban más o menos en mi caso y que olvidaban la sangre que corría por sus venas, se ponían del lado de los blancos en todo momento y no dudaban en golpear a los negros cuando se presentaba la ocasión. A éstos me los habría cargado con un cierto placer, pero había que hacer las cosas poco a poco. Primero las Asquith. Para suprimir a otra gente había tenido treinta y seis ocasiones: los de la banda, por ejemplo, Judy, Jicky, Bill y Betty, pero no tenían ningún interés. No eran lo bastante representativos. Los Asquith iban a ser mi ensayo general. Luego pensaba que podría arreglármelas para cargarme a un tipo importante cualquiera. No un senador, pero algo por el estilo. Pero primero tenía que pensar un poco en la manera de huir una vez muertas esas dos hembras.
Lo mejor sería simular un accidente de automóvil. La policía se preguntaría qué hacían las dos cerca de la frontera, y dejaría de preguntárselo después de la autopsia, cuando se descubriera que Jean estaba embarazada. Lou habría acompañado simplemente a su hermana. Y yo. Yo no tendría nada que ver. Luego, una vez tranquilo y el asunto liquidado, se lo iría a decir a sus padres. Para que supieran que a sus hijas se las había cargado un negro. Esto me obligaría a cambiar de aires durante algún tiempo, y luego sólo tendría que volver a empezar. Era un plan estúpido, pero cuanto más estúpidos mejor salen. Estaba seguro de que Lou se presentaría allí antes de ocho días: la tenía en mis manos. Un paseo con su hermana. Jean conducía, y entonces se mareó. Es normal, estando embarazada. Yo tendría tiempo para saltar. Seguro que allí donde íbamos encontraría un terreno adecuado para esta pequeña representación… Lou iría delante con su hermana, yo detrás. Lou sería la primera, y si Jean soltaba el volante al ver cómo me ocupaba de ella, el trabajo ya estaría hecho.
Pero este asunto del coche no terminaba de gustarme. En primer lugar, no es muy original. En segundo lugar, y sobre todo, todo terminaría demasiado aprisa. Yo necesitaba tiempo para decirles por qué, necesitaba que se vieran en mis manos, que se dieran cuenta de lo que les esperaba.
El coche, de acuerdo, pero luego. Sería el último acto. Por fin lo habla encontrado. Primero las llevaría a un lugar apartado. Y allí me las cargaría. Y les explicarla por qué. Las volvería a meter en el coche, y el accidente. Tan sencillo como el plan anterior y más satisfactorio. ¿Sí? ¿Tanto como eso?
Seguí pensando en todos los detalles durante algún tiempo. Me estaba poniendo nervioso. Y luego deseché todas esas ideas y me dije que las cosas no ocurrirían tal como yo pensaba, y me acordé del chico. Y me acordé de mi última conversación con Lou. Habla logrado despertar en ella algo que se iba volviendo cada vez más preciso. Y por ese algo valía la pena correr el riesgo. Si podía, el coche. Si no, daba igual. La frontera no estaba lejos, y en México no existe la pena de muerte. Creo que todo el tiempo había tenido vagamente en la cabeza este proyecto que ahora tomaba forma, y, de hecho, acababa de darme cuenta a qué correspondía.
Bebí bastante bourbon durante aquellos días. Mi cerebro trabajaba duro. Me agencié más material, aparte de los cartuchos: compré un pico, una pala y una cuerda. No sabia aún si mi último proyecto iba a funcionar. En caso de que así fuera, iba a necesitar la munición de todos modos; en caso contrario, podía serme útil lo demás. Y el pico y la pala eran un seguro para otra idea que se me acababa dc ocurrir. Soy de la opinión de que la gente que prepara un golpe se equivoca al fijarse desde el principio un plan perfectamente estudiado: hay que dejar que el azar actúe un poco. Pero cuando llega el momento propicio, hay que tener a mano todo lo necesario. No sé si era un error no preparar nada preciso, pero es que cada vez que pensaba en esa historia del coche y del accidente me gustaba menos. No había tenido en cuenta un elemento importante, el factor tiempo: tendría mucho tiempo por delante y evité concentrarme en este asunto. Nadie sabía adónde íbamos y pensaba que Lou no se lo diría a nadie, si nuestra última conversación le había producido el efecto deseado. Esto lo sabría tan pronto como llegara.
Y luego, en el último momento, una hora antes de marcharme, me invadió una especie dc terror, y me pregunté si encontraría a Lou al llegar. Fue el peor momento que he pasado en mi vida. Me quedé sentado a la mesa y bebí. No sé cuántos vasos, pero tenía el cerebro tan lúcido como si el bourbon de Ricardo se hubiera transformado en simple agua pura, y vi lo que tenía que hacer tan claramente como había visto la cara de Tom cuando el bidón de gasolina hizo explosión en la cocina; bajé al drugstore para encerrarme en la cabina de teléfonos. Marqué el número de conferencias y pedí Prixville, y me pusieron la comunicación en seguida. La sirvienta me dijo que iba a llamar a Lou, y al cabo de cinco segundos estaba allí.
– ¿Dígame?
– Aquí Lee Anderson. ¿Cómo estás?
– ¿Qué pasa?
– Jean se ha marchado, ¿no?
– Sí.
– ¿Sabes adónde va?
– Sí.
– ¿Te lo ha dicho ella?
La oí que se reía sarcásticamente.
– Puso un anuncio en el periódico.
La niña no era tonta. Debía de haberse dado cuenta de todo desde el principio.
– Ahora paso a buscarte -le dije.
– ¿No vas con ella?
– Sí. Contigo.
– No quiero.
– Sabes perfectamente que irás.
No contestó, y yo proseguí:
– Todo es mucho más fácil si te llevo conmigo.
– Entonces, ¿para qué ir por Jean?
– Tenemos que decirle…
– ¿Decirle qué?
Esta vez me tocó reírme a mí.
– Te lo recordaré durante el viaje. Haz la maleta y vente conmigo.
– ¿Dónde te espero?
– Salgo ahora. Estaré ahí dentro de dos horas.
– ¿Con tu coche?
– Sí. Espérame en tu habitación. Tocaré la bocina tres veces.
– Me lo pensaré.
– Hasta luego.
No esperé su respuesta y colgué. Y cogí el pañuelo para secarme la frente. Salí de la cabina. Pagué y volví a subir a casa. Mi equipaje estaba ya en el coche, y el dinero lo llevaba encima. Había escrito a la central una carta en la que les explicaba que había tenido que ir a ver a mi hermano enfermo; Tom sabría perdonármelo. No había pensado qué haría con mi trabajo de librero; tanto no me molestaba. De momento no quemaba las naves. Hasta cl presente había vivido sin dificultades y sin conocer la incertidumbre, nunca, bajo ningún aspecto, pero esta historia empezaba a excitarme, y las cosas no me iban tan sobre ruedas como de costumbre. Hubiera querido estar ya allí y resolver el asunto y poder dedicarme a otra cosa. No puedo soportar tener un trabajo a medio hacer, y con esto me ocurría lo mismo. Miré a mi alrededor para comprobar que no olvidaba nada y cogí mi sombrero. Luego salí y cerré la puerta. Me quedé con la llave. El Nash me esperaba una manzana más allá. Puse el contacto y arranqué. Apenas hube salido de la ciudad pisé a fondo el acelerador y dejé correr el coche.
CAPÍTULO XVIII
La carretera estaba terriblemente oscura, menos mal que no habla mucha circulación. Más que nada camiones, en dirección contraria. Hacia el sur no iba casi nadie. Yo estaba forzando el coche al máximo. El motor roncaba como el de un tractor, y el termómetro marcaba ciento noventa y cinco, pero seguí apretando y, de momento, el coche aguantaba.