Se tendió en el suelo; la poseí allí, en seguida, pero sin dejarme ir del todo. Procuré mantener la calma, a pesar de sus increíbles movimientos de cadera; conseguí hacerla gozar antes de haberlo logrado yo mismo. Entonces le hablé:
– ¿Siempre te produce el mismo efecto, acostarte con negros?
No contestó. Estaba completamente idiotizada.
– Porque yo, de negro, tengo más de una octava parte.
Volvió a abrir los ojos y yo me eché a reír. La tía no entendía nada de nada. Entonces se lo conté todo; quiero decir, toda la historia del chico y cómo se había enamorado de una niña, y cómo el padre y el hermano de la niña se habían ocupado de él en consecuencia; le expliqué lo que habla querido hacer con Lou y con ella, hacer que pagaran dos por uno. Busqué en mi bolsillo y encontré el reloj de pulsera de Lou, se lo enseñé y le dije que lamentaba no haberle traído un ojo de su hermana, pero que estaban demasiado estropeados tras el pequeño tratamiento de mi invención que les acababa de aplicar.
Me costó decir todo eso. Las palabras no acudían a mi boca. Jean estaba allí, tendida en el suelo, con los ojos cerrados y la falda levantada hasta el vientre. Volví a sentir la cosa que me subía por la espalda y mi mano se cerró en su garganta sin que pudiera evitarlo; me corrí. Fue tan fuerte que la solté y casi me puse en pie. Tenía ya la cara azulada, pero no se movía. Se habría dejado estrangular sin ofrecer resistencia. Aún debía de respirar. Cogí el revólver de Lou de mi bolsillo y le pegué dos tiros en el cuello, casi a quemarropa; la sangre brotó como un caldo espeso, lentamente, a borbotones, con un ruido húmedo. De sus ojos no se veía más que una línea blanca entre los párpados; tuvo una contracción y creo que se murió en aquel momento. La volví para no verle más la cara, y, estando ella aún caliente, le hice lo que ya le habla hecho en su cama.
Creo que me desmayé inmediatamente después; cuando volví en mi estaba ya fría del todo, e imposible de mover. Entonces la dejé y me fui hacia el coche. Apenas podía arrastrarme; me pasaban cosas brillantes por delante de los ojos; cuando me senté al volante, me acordé de que el whisky se había quedado en el Nash, y la mano se puso a temblar otra vez.
CAPÍTULO XXII
El sargento Culloughs dejó la pipa sobre la mesa.
– Nunca podremos detenerle -dijo.
Carter afirmó con la cabeza.
– Se puede intentar.
– ¡No podemos detener con dos motos a un tipo que va a ciento sesenta kilómetros por hora en un coche que pesa ochocientos kilos!
– Se puede intentar. Nos jugamos el físico, pero se puede intentar.
Barrow no había dicho nada aún. Era un tipo alto, delgado, moreno y desgarbado, que arrastraba las palabras cuando hablaba.
– Yo pienso lo mismo -dijo.
– ¿Vamos, pues? -dijo Carter.
Culloughs les miró.
– Muchachos os jugáis el tipo, pero si lo lográis tendréis un ascenso.
– De todas maneras, no podemos dejar que una mierda de negro arrase el país a sangre y fuego -dijo Carter.
Culloughs no contestó y miró su reloj.
– Son las cinco -dijo por fin-. Han telefoneado hace diez minutos. Tiene que pasar dentro de unos cinco minutos…, si pasa -añadió.
– Ha matado a dos chicas -dijo Carter.
– Y al empleado de una gasolinera -añadió Barrow.
Comprobó que el Colt colgaba de su cadera y se dirigió hacia la puerta.
– Hay otros detrás de él -dijo Culloughs-. Según las últimas noticias, seguían aguantando. El coche del Super también ha salido, y se espera otro coche más.
– Pues lo mejor es que nos vayamos ya -dijo Carter-. Sube detrás -le dijo a Barrow-. Cogeremos sólo una moto.
– No es reglamentario -protestó el sargento.
– Barrow es un buen tirador -dijo Carter-. Pero no puede disparar y conducir al mismo tiempo.
– ¡Está bien, haced lo que queráis! -dijo Culloughs-. Yo me lavo las manos.
La Indian se puso en marcha al primer intento. Barrow se aferró a Carter, y la moto salió como una flecha. Barrow iba sentado al revés, con la espalda pegada a la de Carter, y atado a él con una correa.
– Afloja cuando hayamos salido de la ciudad -dijo Barrow.
– No es reglamentario -murmuró Culloughs, casi en el mismo momento, y miró melancólico la moto de Barrow.
Se encogió de hombros y volvió a entrar en el puesto. Volvió a salir casi al instante y vio desaparecer la cola de un gran Buick blanco que acababa de pasar con gran estruendo de motor. Y luego oyó las sirenas y vio pasar cuatro motos -así que había cuatro- y un coche que las seguía de cerca.
– ¡Mierda de carretera! -gruñó, una vez más, Culloughs.
Esta vez se quedó fuera.
Oyó decrecer el aullido de las sirenas.
Lee mordía el vacío. Su mano derecha se desplazaba nerviosa sobre el volante, mientras seguía pisando el acelerador a fondo. Tenía los ojos inyectados y el sudor fluía por su rostro. Sus cabellos rubios estaban pegados a causa de la transpiración y del polvo. Percibía apenas, aguzando el oído, el ruido de las sirenas a su espalda, pero la carretera era demasiado mala para que le dispararan. Vio una moto delante, y se desplazó hacia la izquierda para adelantarla, pero la moto mantuvo las distancias y de repente el parabrisas se astilló, y varios fragmentos de cristal pulverizado a pequeños cubos le fueron a dar en la cara. La moto parecía inmóvil con respecto al Buick, y Barrow apuntaba con tanta precisión como en el campo dc tiro. Lee pudo ver los fogonazos del segundo y del tercer disparo, pero las balas erraron el blanco. Ahora intentaba ir zigzagueando de un lado a otro de la carretera para evitar los proyectiles, pero el parabrisas recibió un nuevo impacto, esta vez más cerca de su cabeza. Sentía la violenta corriente de aire que se infiltraba por el agujero perfectamente circular de uno de esos lingotes de cobre que escupen los 45.
Y luego tuvo la sensación de que el Buick aceleraba, porque se estaba acercando a la moto, pero entonces se dio cuenta de que ocurría lo contrario, Carter aflojaba. Su boca esbozó una vaga sonrisa, mientras que su pie se levantaba ligeramente del acelerador. No quedaban más que veinte metros entre los dos vehículos, quince, diez; Lee volvió a pisar a fondo. Vio la cara de Barrow, muy cerca, y sc retorció de dolor al recibir el impacto de la bala que le atravesó el hombro derecho; adelantó a la moto apretando los dientes para no soltar el volante; una vez delante ya no tenía nada que temer.
La carretera describió un brusco viraje y luego otra recta. Carter y Barrow seguían pegados a su rueda. A pesar de la suspensión, sentía ahora en sus miembros rotos hasta el más mínimo bache de la carretera. Miró por el retrovisor. A la vista no había más que los dos hombres, y vio que Carter reducía y se detenía a un lado para que Barrow se sentara normalmente, ya que no podían arriesgarse a adelantarlo ahora.
A cien metros había una desviación a la derecha; Lee divisó una especie de edificio. Sin dejar de acelerar, se lanzó a través de los campos recién arados que bordeaban el camino. El Buick dio un salto terrible y derrapó, pero Lee consiguió dominarlo haciendo chirriar todas las piezas metálicas, se detuvo frente a la granja y fue hacia la puerta. Los dos brazos le atormentaban ahora ininterrumpidamente. En su brazo izquierdo, que seguía sujeto al tórax, empezaba a restablecerse la circulación, lo que le arrancaba suspiros de dolor. Se dirigió hacia una escalera de mano de madera que llevaba al granero y se abalanzó sobre los barrotes. Estuvo a punto de perder el equilibrio, restableciéndose con una contorsión inverosímil y aferrándose con los dientes a uno de los cilindros de madera rugosa. Se quedó allí, jadeando, a medio camino, y una astilla le desgarraba el labio. Se dio cuenta de hasta qué punto había apretado las mandíbulas cuando sintió de nuevo en su boca el sabor salado de la sangre, de la sangre caliente que había bebido del cuerpo de Lou, entre sus muslos perfumados con un perfume francés poco apropiado para su edad. Volvió a ver la boca torturada de Lou y su falda empapada de sangre, y de nuevo bailotearon en su mirada lucecitas brillantes.