– ¿Ya os estáis bañando?
Era la voz de Judy. Tendida de espaldas, cubriéndose la cara con las manos, mascaba una ramita de sauce. Dick, abandonado a su lado, le acariciaba los muslos. Había una botella tirada por el suelo. Judy advirtió mi mirada.
– Sí…, está vacía… -se rió-. Os hemos dejado la otra.
Jicky chapoteaba, al otro lado del agua. Busqué en mi chaqueta y cogí la otra botella, y luego me zambullí. El agua estaba tibia. Me sentía maravillosamente en forma. Me lancé en un sprint mortal y alcancé a Jicky en el centro del río. Había unos dos metros de fondo y una corriente casi inapreciable.
– ¿Tienes sed? -le pregunté, batiendo el agua con una sola mano para mantenerme a flote.
– ¡Y qué lo digas! -me aseguró-. Me has destrozado, con tus modos de campeón de rodeo.
– Ven -le dije-. Haz el muerto.
Se dejó ir sobre la espalda, y yo me deslicé bajo ella, con un brazo a través de su torso. Le tendí la botella con la otra mano. Cuando fue a cogerla, dejé que mis dedos se deslizaran a lo largo de sus muslos. Separé suavemente sus piernas y la tomé, otra vez, en el agua. Se abandonaba encima de mí. Estábamos casi de pie, y nos movíamos lo justo para no irnos a pique.
CAPÍTULO III
La cosa siguió igual hasta septiembre. Completaban la banda cinco o seis miembros más, entre chicos y chicas: B. J., la propietaria de la guitarra, bastante mal hecha, pero con una piel que olía extraordinariamente bien; Susie Ann, otra rubia, pero más llenita que Jicky, y otra chica de pelo castaño, insignificante, que solía pasarse el día bailando. En cuanto a los chicos, eran tan estúpidos como yo hubiera podido desear. No había vuelto a salir con ellos por la ciudad: habría sido mi perdición ante la gente. Nos encontrábamos a orillas del río, y ellos guardaban el secreto de nuestros encuentros porque yo era para ellos un proveedor cómodo de bourbon y de gin.
Conseguía a todas las chicas, una tras otra, pero era demasiado fácil, me desanimaba. Lo hacían casi con la misma facilidad con que se limpiaban los dientes, por higiene. Se comportaban como una banda de chimpancés, descamisados, glotones, tumultuosos y viciosos; pero, por el momento, me conformaba con eso.
A menudo tocaba la guitarra; esto solo me habría bastado, incluso aunque no hubiera sido capaz de romperles la cara a todos aquellos mocosos al mismo tiempo, y con una sola mano. Me enseñaban el jitterburg y el jive; no me costó mucho esfuerzo hacerlo mejor que ellos. Pero no era culpa suya.
Sin embargo, me había puesto de nuevo a pensar en el chico, y dormía mal. Había vuelto a ver a Tom dos veces. Estaba logrando aguantar. Ya no se hablaba de la historia del chico. A Tom le dejaban tranquilo en su escuela, y a mi no me recordaban demasiado. El padre de Anne Moran había mandado a su hija a la universidad del condado; su hijo seguía con él. Tom me preguntó si las cosas me iban bien, y le dije que mi cuenta corriente ascendía ya a ciento veinte dólares. Economizaba en todo, salvo en el alcohol, y los libros se seguían vendiendo bien. Esperaba un aumento a finales de verano. Tom me pidió que no olvidara mis deberes religiosos. En realidad, había conseguido librarme de todas mis creencias, pero me las arreglaba para que se notara tan poco como lo demás. Tom creía en Dios. Yo iba al oficio dominical, como hiciera Hansen, pero estoy convencido de que no se puede conservar la lucidez y creer en Dios al mismo tiempo, y yo tenía que estar lúcido.
Al salir del templo, nos encontrábamos en el río y nos tirábamos a las chicas, con tanto pudor como una banda de orangutanes en celo; a fe mía, eso es lo que éramos. Y luego terminó el verano sin que nos diéramos cuenta, y empezaron las lluvias.
Volví a frecuentar el bar de Ricardo. De vez en cuando me pasaba por el drugstore para charlar un rato con la basca del lugar; realmente empezaba a hablar su jerga mejor que ellos, se ve que tenía facilidad también para esto. Por aquellos días fueron volviendo de vacaciones un montón de tipos, de lo más rico de Buckton, venían de Florida o de Santa Mónica o de yo qué sé dónde… Todos bronceados y rubios, pero no más que nosotros, que nos habíamos quedado junto al río. La tienda se convirtió en uno de sus lugares de reunión.
Esos no me conocían aún, pero había tiempo de sobra y yo no tenía ninguna prisa.
Y luego volvió también Dexter. Me habían hablado de él hasta hacerme sangrar los oídos. Vivía en una de las casas más bonitas del barrio elegante de la ciudad. Sus padres estaban en Nueva York, pero él se quedaba todo el año en Buckton porque tenía los pulmones delicados. La familia era originaria de Buckton, y allí se podía estudiar tan bien como en cualquier otra ciudad. Había ya oído hablar del Packard de Dexter, de sus clubs de go1f, de su radio, de su bodega y de su bar, y sabía tanto de todo eso como si me hubiera pasado la vida en su casa: no me decepcionó cuando le vi. Era exactamente la especie insignificante y sucia de crápula que tenía que ser. Un tipo delgado, moreno, de aspecto un poco indio, de ojos negros y mirada sardónica, pelo rizado y labios delgados bajo una gran nariz aguileña. Tenía unas manos horribles, como palas, con las uñas muy cortas y como plantadas de lado, más anchas que largas, e hinchadas como las uñas de un enfermo.
Corrían todos tras él como perros tras un pedazo de hígado. Perdí un poco de mi importancia como proveedor de alcohol, pero me quedaba la guitarra, y además les tenía preparada una exhibición de zapateado que ni se la soñaban. Tenía tiempo, necesitaba un pez gordo, y en la banda de Dexter iba a encontrar sin duda lo que estaba esperando desde que me había puesto a soñar con el chico todas las noches. Creo que le gusté a Dexter. Habría sido más normal que me detestara por mis músculos y mi estatura, y también por mi guitarra, pero todo esto le atraía. Yo tenía todo lo que a él le faltaba. Y él tenía dinero. Estábamos hechos para entendernos. Y además se dio cuenta, desde un principio, de que yo estaba dispuesto a un buen número de cosas. No sospechaba ni remotamente lo que yo quería; no, no llegaba tan lejos; ¿cómo hubiera podido ocurrirsele a él y a los demás no? Lo que sencillamente pensaba, creo, era que con mi ayuda podría preparar unas cuantas orgías particularmente sonadas. Y en este sentido no andaba equivocado.
La ciudad estaba casi al completo, ahora; empezaba a vender libros de ciencias naturales, geología, física y cosas por el estilo. Los de la banda me mandaban a todos sus compañeros. Las chicas eran terribles. Tenían catorce años y ya se las arreglaban para que las toqueteara, y eso que no es nada fácil encontrar un pretexto para que te toqueteen mientras estás comprando un libro… Pero lo conseguían: me hacían palpar sus bíceps para que comprobara el resultado de sus vacaciones, y luego, sin que yo me diera apenas cuenta, pasábamos a los muslos. Se pasaban un poco. Yo procuraba controlar la situación, porque aún me quedaba algún cliente serio. Pero aquellas mocosas estaban a cualquier hora del día calientes como cabras, y tan húmedas que goteaban. Ser profesor de universidad debe de ser un trabajo agotador, si las cosas resultan ya tan fáciles para un humilde librero. Cuando empezaron las clases me dejaron un poco más tranquilo. Venían sólo por las tardes. Lo terrible era que también los chicos me amaban. No eran ni machos ni hembras, aquellos bichos: salvo algunos que eran ya hombres hechos y derechos, a los demás les gustaba tanto como a las chicas ponerse al alcance de mi mano. Y siempre con la dichosa manía de bailar. No recuerdo haber visto a más de cinco juntos sin que empezaran a tararear una estribillo cualquiera y a agitarse siguiendo el compás. Pero eso no me disgustaba: al fin y al cabo, lo habíamos inventado nosotros.