– ¿Conocen la situación de la puerta?
– La conocemos, sí.
Hubo un momento de silencio y entonces Ted exclamó:
– ¡Pero esto es fantástico! ¡Es de lo más fantástico! ¿Cuándo descenderemos para entrar en la nave espacial?
– Mañana -dijo Barnes, sin quitar la vista de Harry, el cual, a su vez, lo miraba con fijeza-. Los minisubmarinos los bajarán de dos en dos, mañana por la mañana.
– ¡Esto es emocionante! -se entusiasmó Ted-. ¡Fantástico! ¡Increíble!
– Así que -dijo Barnes, todavía observando a Harry- todos ustedes deberían tratar de dormir… si es que pueden.
– «Sueño inocente, sueño que entreteje la desmadejada seda de la cautela» -recitó Ted, el cual no dejaba de moverse en su silla, presa de gran excitación.
– Durante lo que resta del día vendrán oficiales técnicos y de suministros, para medirlos y equiparles a ustedes. Si hubiera otras preguntas -dijo Barnes- pueden verme en mi oficina.
Salió de la habitación y la reunión se disolvió. Cuando los demás salieron en fila, Norman se quedó atrás, con Harry Adams, que no se había movido de su asiento y observaba al técnico, mientras éste enrollaba la pantalla portátil.
– Lo que acabamos de ver fue todo una representación -dijo Norman.
– ¿Sí? No veo por qué.
– Dedujiste que Barnes nos estaba ocultando lo de la puerta.
– Y hay mucho más que no nos confiesa -dijo Adams con tono frío-. No nos revela ninguna cosa importante.
– ¿Por ejemplo?
– El hecho -manifestó Harry, poniéndose por fin de pie- de que el capitán Barnes sabe muy bien por qué el Presidente decidió mantener esto en secreto.
– ¿Lo sabe?
– El Presidente no tenía alternativa, dadas las circunstancias.
– ¿Qué circunstancias?
– Él sabe que el objeto que está ahí abajo no es una nave espacial extra-terrestre.
– Entonces, ¿qué es?
– Creo que está bastante claro.
– Para mí, no -confesó Norman.
Adams sonrió por primera vez. Fue una sonrisa leve, despojada de buen humor.
– No lo creerías si te lo dijera -contestó.
Y salió de la sala.
EXÁMENES
Arthur Levine, el biólogo marino, era el único miembro de la expedición a quien Norman Johnson no había conocido antes. «Ésta es una de las cosas para las que no habíamos hecho planes», pensó Norman. Él supuso que cualquier contacto que se produjera con una forma desconocida de vida tendría lugar en tierra; no había tomado en cuenta la posibilidad más obvia: que si una nave espacial descendiera al azar en algún lugar del planeta, lo más probable era que lo hiciese en el agua, ya que cubre el setenta por ciento del globo. Al echar una mirada retrospectiva, resultaba evidente que el equipo FDV necesitaría un biólogo marino.
Norman se preguntó qué más resultaría obvio al echar una mirada retrospectiva.
Encontró a Levine inclinado sobre la barandilla de babor. El biólogo provenía del Instituto Oceanógrafico de Woods Hole, en Massachusetts.
La mano de Levine estaba húmeda cuando Norman se la estrechó. El biólogo parecía hallarse incomodísimo y, al fin, admitió que se encontraba mareado.
– ¿Mareado en el océano? ¿Un biólogo marino? -preguntó Norman.
– Yo trabajo en el laboratorio -repuso Levine-. En casa. En tierra firme. Donde las cosas no están moviéndose todo el tiempo. ¿Por qué se sonríe?
– Lo siento -manifestó Norman.
– ¿Considera gracioso que un biólogo marino se maree en el mar?
– Me parece incongruente.
– Muchos de nosotros nos mareamos -informó Levine, y contempló el mar con fijeza-. Mire ahí -prosiguió-, miles de kilómetros de superficie lisa. Nada.
– Es el océano.
– Me da escalofríos -dijo Levine.
– ¿Qué piensa usted? -preguntó Barnes, ya de nuevo en su oficina.
– ¿Sobre qué?
– Sobre el equipo, ¡Cristo!
– Es el mismo equipo que elegí, pero seis años después. Básicamente es un buen grupo, formado por gente muy capaz, desde luego.
– Quiero saber quién se va a desquiciar.
– ¿Por qué habrían de hacerlo? -preguntó Norman.
Contempló a Barnes y vio la delgada línea de sudor que el marino tenía sobre el labio superior: el comandante mismo estaba sometido a muchas presiones.
– ¿A trescientos metros de profundidad? -planteó Barnes-. ¿Viviendo y trabajando en un pequeño habitáculo? Tenga presente que no voy a entrar con buzos militares, que fueron entrenados y que saben conservar el control de sí mismos. ¡Por Dios, voy a llevar a unos cuantos científicos! Y necesito que todos tengan una historia clínica limpia. Quiero estar seguro de que nadie se volverá loco.
– Tal vez le sorprenda lo que voy a decirle, capitán, pero los psicólogos no pueden predecir eso con mucha exactitud. Me refiero a quién puede sufrir trastornos.
– ¿Aun cuando eso se deba al miedo?
– Por el motivo que fuere.
Barnes frunció el entrecejo.
– Creía que el miedo era su especialidad.
– La ansiedad es uno de los aspectos que me interesa investigar y, en función de los perfiles de personalidad, le puedo revelar quién es propenso a padecer una ansiedad aguda, en una situación de gran tensión emocional. Pero no puedo predecir quién, sometido a esa tensión, va a experimentar un colapso mental y quién no lo hará.
– Entonces ¿para qué sirve usted? -dijo Barnes con irritación, y lanzó un suspiro-. Lo lamento. ¿Quiere, al menos, entrevistarlos o someterlos a algunos tests?
– No existen esos tests -contestó Norman-. Al menos ninguno que sirva para algo.
Barnes volvió a suspirar.
– ¿Y qué opina de Levine?
– Se marea en el mar.
– No hay movimiento alguno bajo el agua, así que eso no es problema. Pero ¿qué piensa de él como persona?
– Yo me preocuparía -repuso Norman.
– Tomaré debida nota de este comentario. ¿Y cuál es su opinión sobre Harry Adams? ¿Es arrogante?
– Sí; pero es probable que eso resulte conveniente. Estudios realizados demostraron que las personas que revelaban mayor eficacia para enfrentarse con las presiones eran de las que desagradaban a los demás, personas a las que se describía como arrogantes, seguras de sí mismas, irritantes.
– Puede que sea así-admitió Barnes-. Pero ¿qué pasó con el famoso trabajo de investigación de Adams? Hace unos años, él fue uno de los principales partidarios del SETI; y ahora, cuando encontramos algo, de pronto se vuelve muy negativo. ¿Recuerda usted ese trabajo de Adams?
Norman no lo recordaba y estaba a punto de decirlo, cuando entró un alférez.
– Capitán Barnes, aquí está el perfeccionamiento visual que usted quería.
– Bien -dijo Barnes, miró de soslayo una fotografía y la puso sobre el escritorio-. ¿Qué pasa con el clima?
– No hay cambios, señor. Los informes de satélite confirman que tenemos cuarenta y ocho más menos doce sobre nuestro emplazamiento.
– ¡Diablos! -exclamó Barnes.
– ¿Hay problemas? -preguntó Norman.
– El clima se nos está poniendo malo -dijo Barnes-. Es posible que tengamos que abandonar nuestro apoyo de superficie.
– ¿Eso significa que usted cancelará la inmersión?
– No. Bajaremos mañana, como se planeó.
– ¿Por qué Harry cree que lo que hay allá abajo no es una nave espacial? -preguntó Norman.
Barnes frunció el entrecejo y empujó unos papeles que tenía sobre la mesa.
– Voy a decirle algo: Harry es un teórico y las teorías son nada más que eso, teorías. Yo trato con hechos concretos, y el hecho es que allá abajo tenemos una maldita cosa muy antigua y muy extraña. Y quiero saber qué es.
– Pero si no es una nave espacial extra-terrestre, ¿qué es?
– Esperemos hasta llegar allá abajo, ¿le parece? -Barnes echó un vistazo a su reloj-. En estos momentos el segundo habitáculo ya debe de haber sido anclado en el lecho marino. Empezaremos a bajarlos a ustedes dentro de quince horas, y hasta entonces, tenemos mucho que hacer.