– Gracias, caballeros, y que tengan una buena estancia en el fondo -dijo el timonel.
Los motores eléctricos volvieron a encenderse.
El descenso continuó. El agua estaba oscura.
– Ciento cincuenta metros dijo el timonel-. Estamos a mitad de camino.
El submarino produjo un fuerte crujido y después varias detonaciones. Norman estaba aterrorizado.
– Ése es el ajuste a la presión. Es normal, no hay problema.
– Ajá -dijo Norman.
Se secó el sudor con la manga de la camisa. Le parecía que el interior del submarino era ahora mucho más pequeño, que las paredes estaban más cerca de su cara.
– En realidad -explicó Ted-, si no recuerdo mal, a esta región del Pacífico se le llama Cuenca Lau, ¿no es así?
– Así es, señor, Cuenca Lau.
– Es una meseta submarina encerrada entre dos cadenas montañosas, la de Fidji del Sur, o Cordillera Lau, al oeste, y la Cordillera Tonga al este.
– Exacto, doctor Fielding.
Norman lanzó una fugaz mirada al tablero de los instrumentos y vio que estaba cubierto de humedad; el timonel tuvo que frotarlo con un paño para poder leer los indicadores. ¿Habría una filtración de agua en el submarino? «No -pensó-, nada más que condensación.» El interior estaba cada vez más frío. «Trata de mantenerte tranquilo», se dijo.
– Doscientos cuarenta metros -informó el timonel.
En esos momentos, afuera ya estaba totalmente negro.
– Esto es muy emocionante -comentó Ted-. ¿Alguna vez hiciste algo así, Norman?
– No.
– Ni yo. Es estremecedor.
A Norman le hubiera gustado que Ted se callara. Pero continuó:
– ¿Sabes? Cuando abramos esa nave extra-terrestre y hagamos nuestro primer contacto con otra forma de vida, va a ser un momento grandioso en la historia de la especie humana. He estado preguntándome qué es lo que deberíamos decir.
– ¿Qué deberíamos decir…?
– Sí. Qué palabras diremos en el umbral, mientras las cámaras estén filmando.
– ¿Habrá cámaras?
– Ah, estoy seguro de que habrá toda clase de documentación. Eso es lo que corresponde, dadas las circunstancias. Así que necesitamos preparar algo para decir una frase memorable, y se me ha ocurrido la siguiente: «Este es el acontecer de un acontecimiento muy importante en la historia de la especie humana.»
– ¿El acontecer de un acontecimiento? -dijo Norman, frunciendo el entrecejo.
– Tienes razón -admitió Ted-. Es chabacana, estoy de acuerdo. Podría ser: «Es un momento decisivo en la historia de la Humanidad.»
Norman negó con la cabeza.
– ¿Qué te parece: «Es una encrucijada en la evolución de la especie humana.»?
– ¿Puede tener encrucijada la evolución?
– No veo por qué no -objetó Ted.
– Porque una encrucijada es un cruce de caminos. ¿La evolución es un camino? No creía que lo fuera, creía que la evolución carecía de dirección.
– Tomas las cosas demasiado al pie de la letra.
– Lectura del fondo -comunicó el timonel-. Doscientos setenta metros.
Redujo la velocidad de descenso, y se oyó el intermitente ping que producía el sonar.
– ¿Te gusta más ésta?: «Es un nuevo umbral en la evolución de la especie humana.»
– Sí, ésa sí. ¿Crees que lo será?
– ¿El qué?
– Un nuevo umbral.
– ¿Por qué no?
– ¿Qué sucederá si abrimos esa nave y en el interior no hay más que un montón de chatarra herrumbrosa y nada que posea un valor esclarecedor?
– Buen argumento -comentó Ted.
– Doscientos ochenta y cinco metros. Luces exteriores encendidas -dijo el timonel.
A través de la portilla vieron manchitas blancas; el timonel les explicó que se trataba de material en suspensión.
– Contacto visual. Tengo el fondo.
– ¡Ah, veamos! -exclamó Ted.
El piloto se hizo a un lado amablemente y los dos científicos miraron; Norman vio una planicie chata, muerta, de un marrón desvaído, que se extendía hasta el límite de las luces. Más allá, sólo negrura.
– Me temo que en este preciso lugar no haya mucho para ver -dijo el timonel.
– Es de lo más lúgubre -dijo Ted, sin la menor pizca de decepción-. Me sorprende. Esperaba ver más seres vivos.
– Bueno, está bastante frío, la temperatura del agua es de… veamos, dos grados Celsius.
– Casi el punto de congelación -apuntó Ted.
– Sí, señor. Veamos si podemos encontrar su nuevo hogar.
Los motores rugieron y el sedimento de lodo se agitó frente a la portilla. El submarino giró y se desplazó hacia el fondo. Durante varios minutos lo único que vieron fue el paisaje marrón. Después aparecieron luces.
– Ahí están.
Había un agrupamiento de luces, ordenadas según un patrón rectangular.
– Ésa es la rejilla -explicó el timonel.
El submarino se elevó y planeó con suavidad sobre la iluminada parrilla, que se extendía unos ochocientos metros. A través de la portilla vieron varios buzos que estaban trabajando dentro de la estructura, y que saludaron al submarino que pasaba. El timonel hizo sonar una bocina de juguete.
– ¿Los buzos pueden oír eso?
– Claro que sí. El agua es una excelente conductora.
– ¡Dios mío! -exclamó Ted.
Justo frente al submarino y sobre el fondo del océano se erguía la gigantesca aleta de titanio. Norman no estaba preparado para esas dimensiones: cuando el submarino viró a babor, la aleta le bloqueó todo el campo visual durante cerca de un minuto. El metal era gris mate y, a excepción de unas manchitas blancas consecuencia de formas de vida marina adheridas, carecía de marcas por completo.
– No hay corrosion -observó Ted.
– No, señor -corroboró el timonel-. Todo el mundo lo ha mencionado. Se cree que se debe a que es una aleación de metal y plástico, pero no me parece que nadie esté seguro del todo.
La aleta dio la impresión de deslizarse hacia popa; el submarino volvió a virar. Directamente al frente, se vieron más luces, dispuestas en hileras verticales; Norman contempló un solo cilindro de acero, pintado de amarillo, con portillas brillantes. Al lado del cilindro había una cúpula metálica baja.
– Ése es DH-7, el habitáculo de los buzos, a babor-dijo el timonel-. Es bastante utilitario. Ustedes estarán en el DH-8, que es mucho más agradable, créanme.
El piloto viró a estribor, y después de un instante de negrura total, vieron otro conjunto de luces. A medida que se acercaban, Norman contó cinco cilindros diferentes, algunos verticales, y otros horizontales, interconectados de modo complejo.
– Ya llegamos: el DH-8, su hogar lejos del hogar -les comunicó el timonel-. Denme un minuto para atracar.
Se oyó un sonido como de campanas producido por el choque del metal contra otro metal; hubo una brusca sacudida y luego los motores se apagaron. Silencio. El aire silbó. El piloto avanzó dando tumbos para abrir la escotilla y, cosa sorprendente, a los tripulantes del submarino les llegó una ráfaga de aire frío.
– La esclusa de aire está cubierta, caballeros -dijo el timonel, y se hizo aun lado.
Norman miró a lo alto, a través de la esclusa, y vio series de lámparas rojas. Trepó para salir del submarino y penetró en un gran cilindro de acero, de dos metros y medio de diámetro, más o menos, que tenía agarraderas todo alrededor, dos estrechos bancos de metal y, por encima de todo ello, las refulgentes lámparas generadoras de calor, si bien no parecían servir de mucho.
Ted trepó a su vez y se sentó en el banco que estaba frente al de Norman. Se hallaban tan próximos, que se tocaban las rodillas. Por debajo de sus pies, el timonel cerró la escotilla, ambos miraron cómo giraba la rueda, oyeron un clac cuando el submarino se soltó de sus amarras y, luego, el zumbido de los motores de la nave al alejarse.
Después, nada.
– ¿Qué pasa ahora? -preguntó Norman.
– Nos adaptan a la presión -respondió Ted-. Tienen que pasarnos a una atmósfera de gases exóticos porque aquí abajo no podemos respirar aire.