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– ¿Por qué no? -preguntó Norman. Ahora que se encontraba aquí, en el fondo del mar, contemplando las frías paredes de acero del cilindro, deseó haberse mantenido despierto durante la sesión de instrucciones.

– Porque la atmósfera de la Tierra es letal. Uno no se da cuenta, pero el oxígeno es un gas corrosivo; pertenece a la misma familia química que el cloro y el flúor, y el ácido fluorhídrico es el ácido más corrosivo que se conoce. Esa misma cualidad tiene el oxígeno, y es lo que hace que una manzana cortada se vuelva marrón, o que el hierro se oxide. El oxígeno es increíblemente destructor para el cuerpo humano, si se le expone a demasiada cantidad. Sometido a presión, este gas es tóxico… como una venganza. Por eso reducen la cantidad de oxígeno que recibimos. En la superficie, respiramos un veintiuno por ciento de oxígeno; aquí abajo, un dos por ciento. Pero no apreciarás ninguna diferencia…

A través de un megáfono se oyó una voz:

– Ahora empezamos a adaptarlos a la presión.

– ¿Quiénes? -preguntó Norman.

– Barnes -repuso la voz.

Pero no sonaba como la voz de Barnes: era áspera como grave y artificial.

– Tiene que ser laringófono -dijo Ted, y rió. Su voz tenía un tono notablemente más alto-. Es helio, Norman. Emplean helio para adaptarnos a la presión.

– Suenas como el Pato Donald -comentó Norman, y también rió. Su propia voz salía chillona, semejante a la de un personaje de dibujos animados.

– Mira quién habla, Mickey -chilló Ted.

– Nene quede lete y mamadeda -dijo Norman.

Ambos reían, al oírse la voz.

– Acaben ustedes dos -pidió Barnes a través del intercomunicador-. Esto no es una broma.

– Sí, señor capitán -se puso Ted; pero su voz tenía ya un tono tan alto que era casi ininteligible, y los dos hombres volvieron a prorrumpir en carcajadas; sus tintineantes voces, que parecían las de dos colegiales, vibraban dentro del cilindro de acero.

El helio hacía que la voz sonara atiplada y chillona, pero también surtía otros efectos.

– ¿Se están congelando, muchachos? -preguntó Barnes.

Por supuesto que se estaban enfriando. Norman vio que Ted tiritaba, y él mismo tenía piel de gallina en las piernas. Era corno si el viento estuviera soplando a través de la piel… con la diferencia de que no había viento alguno; la liviandad del helio aumentaba la evaporación, lo que hacía que sus cuerpos se enfriaran.

Desde el otro lado del cilindro, Ted dijo algo, pero Norman ya no lo podía entender porque la voz del astrofísico tenía un tono demasiado alto como para ser comprensible; no era más que un débil chillido.

– Cualquiera creería que ahí dentro hay ahora un par de ratas -dijo Barnes, con satisfacción.

Ted giró los ojos hacia el megáfono y dijo algo, pero su voz fue apenas un susurro.

– Si quieren hablar, tomen un laringófono -indicó Barnes-. Los hallarán en la gaveta que hay debajo del asiento.

Norman encontró una gaveta metálica y, al abrirla de golpe, el metal chirrió de forma ruidosa, como una tiza sobre la pizarra. Todos los sonidos que se producían en la cámara eran agudos. Dentro de la gaveta, Norman vio dos almohadillas de plástico negro, cada una unida a una especie de collarín.

– Simplemente deslícenlos sobre el cuello y pongan la almohadilla a la altura de la laringe.

– Muy bien -respondió Ted, y parpadeó, sorprendido: su voz sonaba un poco ronca, pero normal en todos los demás aspectos.

– Estas cosas tienen que alterar la frecuencia de vibración de las cuerdas vocales -dijo Norman.

– ¿Por qué no prestaron ustedes atención a las reuniones de instrucción? -preguntó Barnes-. Esto es, precisamente, lo que hacen los laringófonos. Tienen que llevarlos todo el tiempo que estén aquí. Por lo menos si quieren que alguien les entienda. ¿Todavía sienten frío?

– Sí -contestó Ted.

– Bueno, aguanten un poco. Ya están casi adaptados a la presión.

Después se produjo otro silbido y se abrió una puerta lateral deslizable. Barnes estaba allí de pie, con chaquetillas livianas en el brazo.

– Bienvenidos al DH-8 -dijo.

DH-8

– Ustedes son los últimos en llegar -comentó Barnes-. Apenas tenemos tiempo para hacer un recorrido rápido, antes de que abramos la nave espacial.

– ¿Ya están listos para abrirla? -preguntó Ted-. Maravilloso. Estaba hablando de eso con Norman. Éste es un momento tan importante, nuestro primer contacto con vida extra-terrestre, que tendríamos que preparar un breve discurso para cuando abramos esa cosmonave.

– Habrá tiempo para pensar en eso -dijo Barnes, echándole un rápido vistazo a Ted-. Primero les mostraré el habitáculo. Por aquí.

Les explicó que el habitáculo DH-8 consistía en cinco cilindros grandes, designados con letras, de la A hasta la E, y que el Cilindro A, en el que estaban en ese momento, era la esclusa de aire. Luego los llevó a un vestuario adyacente; allí había trajes de tela gruesa que colgaban fláccidos, en la pared, junto a cascos amarillos moldeados, del tipo de los que Norman había visto usar a los buzos; los cascos tenían aspecto futurista. Dio varios golpecitos con los nudillos a uno de ellos: era de plástico, y sorprendentemente ligero. Vio el nombre «johnson» esparcido sobre el cristal del visor.

– ¿Vamos a usar estos cascos? -preguntó.

– Exacto -repuso Barnes.

– Entonces, ¿iremos al exterior?

Norman sintió una punzada de alarma.

– En algún momento, iremos. No se preocupe por eso ahora. ¿Siguen sintiendo frío?

Ambos asintieron. Barnes hizo que cambiaran su ropa por monos ajustados de poliéster azul, que se adherían al cuerpo. Ted frunció el entrecejo.

– ¿No crees que nos dan un aspecto bastante ridículo?

– Es posible que no sean el último grito de la moda -dijo Barnes-, pero evitan la pérdida de calor debida al helio.

– El color no es favorecedor -objetó Ted.

– Al cuerno con el color -fue la respuesta de Barnes, quien les entregó luego dos chaquetillas ligeras.

Norman sintió algo pesado en uno de los bolsillos, y extrajo de él una batería eléctrica.

– Las chaquetillas tienen un circuito en su interior, que las calienta mediante electricidad -explicó Barnes-. Son como las mantas eléctricas, que es lo que ustedes van a usar para dormir. Síganme.

Fueron al Cilindro B, que alojaba los sistemas de energía y de sustentación de la vida. A primera vista, el cilindro parecía un gran cuarto de calderas, pues estaba lleno de tuberías multicolores y de ajustes auxiliares utilitarios.

– Aquí es donde generamos todo nuestro calor, energía y aire. -Barnes señaló las características destacadas del lugar-. Generador de CI en ciclo cerrado, de doscientos cuarenta ciento diez; celdas de combustible accionadas por hidrógeno y oxígeno; monitores SED; procesador de líquidos, que funciona con baterías de platacinc. Y allí está la suboficial principal, Fletcher, Alice Fletcher.

Norman vio una figura de huesos grandes, que, con una pesada llave inglesa en la mano, trabajaba entre las cañerías, de espaldas a ellos. Alice Fletcher se volvió, les brindó una amplia sonrisa y los Saludó agitando una mano llena de grasa.

– Parece saber lo que está haciendo -observó Ted con aprobación.

– Así es -dijo Barnes-, aunque todos los sistemas principales de apoyo son superfluos. Fletcher es tan sólo nuestra redundancia final. En realidad, van a darse cuenta de que todo el habitáculo es autorregulable.

Sobre el mono de cada uno, Barnes prendió una pesada placa.

– Llévenlas en todo momento, aun cuando no son más que una precaución, ya que las alarmas se activan de forma automática si las condiciones para el mantenimiento de la vida caen por debajo de un nivel óptimo. Pero eso no va a ocurrir porque hay sensores en cada sala del habitáculo. Ustedes se habituarán al hecho de que el ambiente se ajusta en forma continua ante la presencia de una persona. Las luces se encienden y se apagan, al igual que las lámparas térmicas, y los respiraderos producen un silbido para seguir el rastro de las cosas. Todo es automático, no deben preocuparse. Los sistemas principales son superfluos: podemos perder corriente, podemos perder aire, podemos perder el agua por completo, y estaremos bien durante ciento treinta horas.