Beth y Harry estaban aguardando en la pequeña y acolchada sala de conferencias, que se hallaba justo encima del comedor. Ambos llevaban puesto un mono y una chaquetilla provista de calefacción. En el momento en que entraron los tres hombres, Harry estaba meneando la cabeza.
– ¿Os gusta nuestra celda acolchada? -Hizo presión contra las paredes cubiertas de aislante y les produjo leves depresiones-. Es como vivir en una vagina.
– ¿No te gustaría volver al útero, Harry? -preguntó Beth.
– No -respondió Harry-. Ya estuve ahí. Y con una vez fue suficiente.
– Estos monos son bastante malos -comentó Ted, dando tirones del poliéster que se le adhería.
– Realza muy bien tu panza -bromeó Harry.
– Calmémonos -sugirió Barnes.
– Con algunas lentejuelas podrías pasar por Elvis Presley -dijo Harry.
– Elvis Presley está muerto.
– Ahora es tu oportunidad -respondió Harry.
Norman miró en derredor y preguntó:
– ¿Dónde está Levine?
– Levine no lo logró -se apresuró a responder Barnes-. Sintió claustrofobia en el submarino que lo traía y tuvimos que enviarlo de regreso. Esas cosas pasan.
– Entonces, ¿no tenemos biólogo marino?
– Nos arreglaremos sin él.
– Odio este condenado mono -protestó Ted-. Realmente lo odio.
– A Beth le queda muy bien el suyo.
– Sí, a Beth sí.
– Y también hay mucha humedad aquí -se quejó Ted-. ¿Siempre hay tanta humedad?
Norman ya había notado que la humedad era un problema, pues todo lo que tocaban se hallaba un poco mojado, pegajoso y frío. Barnes había previsto el peligro de infecciones y de resfriados leves, y les había entregado frascos de una loción para la piel y gotas para los oídos.
– Creí oírle decir que la tecnología estaba por completo resuelta -dijo Harry.
– Lo está -respondió Barnes-. Créanme, esto es un lujo en comparación con los habitáculos de diez años atrás.
– Diez años atrás -dijo Harry- dejaron de hacer habitáculos porque la gente seguía muriendo en ellos.
Barnes frunció el entrecejo.
– Eso fue un accidente.
– Hubo dos accidentes -le recordó Harry-, con un total de cuatro personas muertas.
– Eran circunstancias especiales -objetó Barnes- que no tuvieron que ver ni con la tecnología ni con el personal de la Armada.
– Maravilloso -dijo Harry-. ¿Cuánto tiempo dijo que vamos a permanecer aquí abajo?
– Como máximo, setenta y dos horas.
– ¿Está seguro de eso?
– Es el reglamento de la Armada.
– ¿Por qué? -preguntó Norman perplejo.
Barnes agitó la cabeza.
– Nunca -dijo-, nunca pregunte las razones de las reglamentaciones de la Armada.
El intercomunicador hizo un ruido seco, y Tina Chan dijo:
– Capitán Barnes, tenemos una señal de los buzos. Ahora están montando la esclusa de aire. Faltan pocos minutos para la apertura.
El ambiente de la sala cambió de inmediato: la excitación era palpable. Ted se frotó las manos y dijo:
– Supongo que se han dado cuenta de que, aun sin abrir la nave espacial, ya hemos realizado un descubrimiento de suma, de trascendente importancia.
– ¿Sí? ¿Y cuál es? -preguntó Norman.
– Hemos mandado al diablo la hipótesis del suceso único -dijo Ted, echando una rápida mirada a Beth.
– ¿La hipótesis del suceso único? -preguntó Barnes.
– Se refiere al hecho de que los físicos y químicos tienen tendencia a creer en la existencia de vida inteligente extra-terrestre -dijo Beth-, en tanto que los biólogos no. Muchos biólogos opinan que el desarrollo de vida inteligente en la Tierra precisó de tantas etapas peculiares que eso representa un suceso único en el universo, suceso que no puede haberse reproducido jamás en otra parte.
– ¿La inteligencia no surgiría una y otra vez? -inquirió Barnes.
– Pues, apenas si surgió en la Tierra -dijo Beth-. La Tierra tiene cuatro mil quinientos millones de años de antigüedad, y la vida unicelular apareció hace tres mil novecientos millones de años, es decir, apareció casi de inmediato hablando en términos geológicos. Pero la vida siguió siendo unicelular durante los tres mil millones de años siguientes. Después, en el período cámbrico, alrededor de seiscientos millones de años atrás se produjo una explosión de complejas formas de vida. Al cabo de cien millones de años el océano estaba lleno de peces; luego se pobló la tierra firme; a continuación, el aire. Pero, en realidad, no se sabe por qué tuvo lugar la explosión. Y, puesto que dicha explosión no se produjo durante tres mil millones de años, lo más probable es que, en otro planeta, nunca llegue a producirse. Y aun después del cámbrico, la cadena de acontecimientos que condujo hasta el hombre parece ser tan especial, tan incierta, que los biólogos creen que hubiera sido posible que no se produjera jamás. Tan sólo tomemos en cuenta el hecho de que si los dinosaurios no hubiesen sido eliminados, hace sesenta y cinco millones de años, por un cometa o por lo que fuere, entonces los reptiles podrían seguir siendo la forma dominante en la Tierra, y los mamíferos nunca habrían tenido la oportunidad de asumir el control. Sin mamíferos no hay primates, sin primates no hay simios, y sin simios no hay hombre… En la evolución se dan muchos factores aleatorios, existe mucho de suerte. Ésa es la razón por la que los biólogos creen que la vida inteligente podría ser un suceso único en el Universo, un suceso que sólo se dio aquí.
– Excepto que ahora -intervino Ted- sabemos que no es un suceso único, porque ahí afuera hay una enorme nave espacial.
– Personalmente, no podría sentirme más satisfecha -declaró Beth, y se mordió el labio.
– No pareces estar satisfecha -observó Norman.
– Te diré: no puedo evitar sentirme nerviosa. Hace diez años, Bill Jackson, en Stanford, dictó una serie de seminarios sobre vida extra-terrestre. Esto ocurrió inmediatamente después de haber obtenido el premio Nobel de Química. Jackson nos había dividido en dos grupos: uno diseñó la forma de vida extra-terrestre y resolvió todo de manera científica. El otro grupo trató de determinar la forma de vida y comunicarse con ella. Jackson dirigía todos los trabajos y, como científico riguroso que era, no permitía que nadie se dejara llevar por el entusiasmo. En una ocasión le presentamos el boceto del ser que proponíamos, y Jackson nos dijo con mucha dureza: «Muy bien. Pero, ¿dónde está el ano?» Ésa fue su crítica, aunque lo cierto es que muchos animales de la Tierra carecen de ano, pues existen toda clase de mecanismos excretores que no precisan de un orificio especial. Jackson Supuso que el ano era necesario, sin embargo no lo es. Y ahora… -Beth se encogió de hombros-, ¿quién sabe qué habremos de encontrar?
– Lo sabremos, y bien pronto -dijo Ted.
El intercomunicador volvió a sonar:
– Capitán Barnes, los buzos tienen la esclusa de aire montada en su sitio. Ahora, el robot está listo para penetrar en la nave espacial.
– ¿Qué robot? -preguntó Ted.
LA PUERTA
– No creo en absoluto que eso sea lo adecuado dijo Ted en tono airado-. Bajamos hasta aquí a fin de que fueran seres humanos quienes entraran en esa nave extra-terrestre, y opino que deberíamos hacer aquello para lo que hemos venido: llevar a cabo una entrada con seres humanos.
– De ninguna manera -respondió Barnes-. No podemos correr ese riesgo.
– Tiene que pensar en esto -argüyó Ted- como si fuera un sitio de excavaciones arqueológicas. Es más grandioso que Chichén Itzá, más grandioso que Troya, más grandioso que la tumba de Tutankamón. No cabe duda alguna de que es el campo arqueológico más importante de la historia de la especie humana. ¿Y usted pretende que sea un maldito robot quien abra esa nave? ¿Dónde está su sentido de destino humano?