– ¿BIEO?
– Barcos de Investigación y Exploración Oceánicas. -El piloto señaló las naves blancas-: El John Hawes, a babor, y el William Arthur, a estribor. Nos posaremos en el Hawes.
El piloto describió un círculo alrededor de la formación de naves, y Norman pudo ver lanchas que iban y venían veloces entre los barcos y dejaban estelas blancas sobre el azul intenso del agua.
– ¿Y todo esto porque cayó un avión?
– Bueno -dijo el piloto con una amplia sonrisa-, nunca mencioné ningún accidente de avión. Le agradeceré que revise su cinturón de seguridad: estamos a punto de descender.
BARNES
La claraboya roja se hizo más grande y se deslizó por debajo al posarse el helicóptero. Norman estaba manipulando con torpeza la hebilla de su cinturón de seguridad, cuando un oficial uniformado de la Armada corrió hacia ellos y abrió la portezuela:
– ¿El doctor Johnson? ¿Norman Johnson?
– Así es.
– ¿Trae equipaje, señor?
– Sólo esto.
Norman buscó detrás de él y sacó su bolso. El oficial lo cogió.
– ¿Instrumentos científicos o cosas así?
– No. Eso es todo.
– Por aquí, señor. Mantenga la cabeza baja, sígame y no pase por la parte posterior del helicóptero, señor.
Norman bajó de la cabina, agachándose por debajo de las palas. Siguió al oficial y ambos salieron de la plataforma de aterrizaje y bajaron una estrecha escalera. El pasamanos metálico estaba caliente al tacto. Detrás de Norman, el helicóptero despegó y el piloto le hizo un ademán de despedida. Una vez que el aparato se hubo alejado, notó que el aire del Pacífico estaba inmóvil y era brutalmente cálido.
– ¿Ha tenido un buen viaje, señor?
– Excelente.
– ¿Necesita ir, señor?
– Acabo de llegar -repuso Norman.
– Quiero decir: ¿necesita usar el excusado?
– No -dijo Norman.
– Bien. No use los baños porque están todos tapados.
– Muy bien.
– Las cañerías se hallan estropeadas desde anoche. Estamos trabajando en el problema y esperamos resolverlo pronto. -Escrutó a Norman-. En estos momentos tenemos muchas mujeres a bordo, señor.
– Entiendo.
– Hay un inodoro químico, si lo necesita, señor.
– De momento no, gracias.
– En ese caso, el capitán Barnes quiere verlo de inmediato, señor.
– Me gustaría llamar a mi familia.
– Le puede mencionar eso al capitán Barnes, señor.
Con la cabeza agachada, pasaron por una puerta, alejándose del calor del sol, y entraron en un corredor iluminado con lámparas fluorescentes. Allí se estaba mucho más fresco.
– Últimamente el acondicionador de aire no falla -informó el oficial-. Eso es algo, por lo menos.
– ¿Falla a menudo?
– Nada más que cuando hace calor.
Cruzaron otra puerta y penetraron en un gran taller: paredes metálicas, bastidores para herramientas, sopletes de acetileno que despedían chispas cuando los operarios se inclinaban sobre pontones metálicos y piezas de intrincadas maquinarias, y cables que se extendían por el suelo como serpientes.
– Aquí hacemos las reparaciones de los VOR -explicó el oficial, gritando por encima del estrépito-. La mayor parte del trabajo pesado se realiza en las barcazas transbordadoras. En este sitio tan sólo hacemos algo de lo electrónico. Vamos por aquí, señor.
Atravesaron otra puerta, recorrieron otro pasillo y desembocaron en una amplia sala, de techo bajo, atestada de monitores de televisión. En la semioscuridad poblada de sombras, una media docena de técnicos se hallaban sentados frente a la pantalla en color. Norman se detuvo para mirar.
– Aquí es donde hacemos el seguimiento de los VOR -dijo el oficial-. En un momento dado, llegamos a tener tres o cuatro robots en el fondo. Amén de los MSB [ [2]] y los BC [ [3]], naturalmente.
Norman oía la crepitación y el siseo de las comunicaciones de radio, débiles fragmentos de palabras que no podía distinguir. En una de las pantallas vio a un buzo que caminaba por el fondo del mar; se hallaba iluminado por una fuerte luz artificial y llevaba un tipo de vestimenta que Norman nunca había visto: un traje de gruesa tela azul y un casco de color amarillo brillante y de forma extraña.
Norman señaló la pantalla:
– ¿A qué profundidad está ese buzo?
– No sé. Trescientos, cuatrocientos metros, algo así.
– ¿Y qué encontraron?
– Hasta ahora nada más que la gran aleta de titanio. -El oficial echó un rápido vistazo en derredor-. Ahora no se capta en ningún monitor. Bill, ¿puede mostrarle la aleta al doctor Johnson?
– Lo siento, señor -dijo el técnico-. La PrinOpComs actual está trabajando al norte de aquí, en el cuadrante siete.
– Ah. El cuadrante siete está a casi ochocientos metros de la aleta -dijo el oficial a Norman-. ¡Qué lástima! Es algo impresionante. Pero la verá más tarde, estoy seguro. Por aquí llegaremos a donde está el capitán Barnes.
Caminaron un rato por el corredor; entonces, el oficial preguntó:
– ¿Conoce usted al capitán, señor?
– No. ¿Por qué?
– Tan sólo deseaba saberlo. Él estaba muy ansioso por conocerle a usted; cada hora llamaba a los técnicos en comunicaciones para que le informaran de cuándo llegaba usted.
– No -respondió Norman-. Nunca lo he visto.
– Es un hombre muy agradable.
– No me cabe duda.
El oficial echó un rápido vistazo por encima del hombro y comentó:
– No sé si sabe que corre un dicho acerca del capitán.
– ¿Ah, sí? ¿Cuál?
– Dicen que perro que ladra, no muerde.
Cruzaron otra puerta, en la que se leía «Comandante del Proyecto». Debajo de esa inscripción había una placa corrediza que rezaba «Cap. Harold C. Barnes, USN». El oficial se hizo a un lado y Norman entró en un camarote dividido por tabiques. Detrás de una pila de legajos se puso de pie un hombre fornido, en mangas de camisa.
El capitán Barnes era uno de esos militares que, por su buen estado físico, hacían que Norman se sintiera gordo y desmañado. Hal Barnes frisaba los cuarenta y cinco años. Tenía erguido porte militar, expresión alerta, cabello corto y vientre plano, y el apretón de manos fue tan firme como el de un político.
– Bienvenido a bordo del Hawes, doctor Johnson. ¿Cómo está usted?
– Cansado -contestó Norman.
– No lo dudo. ¿Vino desde San Diego?
– Sí.
– De modo que han sido unas quince horas. ¿Quiere descansar un rato?
– Me gustaría saber qué está pasando -planteó Norman.
– Es muy comprensible. -Barnes asintió con la cabeza-. ¿Qué le dijeron?
– ¿Quiénes?
– Los hombres que lo recogieron en San Diego, los pilotos que lo trajeron aquí, los hombres de Guam. Quienquiera que sea.
– No me dijeron nada.
– ¿Y se vio con algún reportero, con alguien de la Prensa?
– No, en absoluto.
Barnes sonrió:
– Bien. Me complace oír eso. -Con un movimiento de la mano, le indicó un asiento a Norman; el cual se sentó complacido-. ¿Le apetece tomar un café? -preguntó Barnes.
Cuando se dirigía a una cafetera eléctrica que tenía detrás de su escritorio, se apagaron las luces. La habitación quedó a oscuras, excepto por la claridad que llegaba desde una portilla lateral.
– ¡Maldición! -exclamó Barnes-. ¡Otra vez, no! ¡Emerson! ¡Emerson!
Un alférez entró por una puerta que había al costado del camarote.
– ¡Sí, señor! Estamos trabajando en eso, mi capitán.