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Estuvo a punto de agregar: «Pero si el FDV era una broma.» Aunque al ver lo serio que se mostraba Barnes, se alegró de haberse contenido a tiempo.

Sin embargo, el FDV era una broma. Todo en él había sido una broma, desde el mismísimo comienzo.

En 1979, en los días en que declinaba el gobierno de Cárter, Norman Johnson era profesor adjunto de psicología en la Universidad de California en San Diego. Sus investigaciones se dirigían de modo especial a la dinámica de grupo y a las angustias y, en ocasiones, había prestado servicio en los equipos de la FAA en escenarios de desastres aéreos. En aquellos tiempos, los principales problemas de Norman habían sido los de hallar una casa para Ellen y los niños, continuar con sus publicaciones y preguntarse si la UCSD le concedería el nombramiento de profesor titular. Las investigaciones de Norman eran consideradas brillantes, pero la psicología tenía la mala fama de ser proclive a seguir las modas intelectuales, y el interés por el estudio de la angustia estaba decayendo, ya que muchos investigadores habían llegado a considerarla como un trastorno mental de naturaleza puramente bioquímica, al que sólo se podía tratar con terapia farmacológica. Un científico llegó a afirmar: «La angustia ya no es un problema para la psicología. Nada queda por estudiar.» De manera análoga, la dinámica de grupo se tenia por anticuada, una técnica que había conocido su momento de esplendor en las reuniones de creatividad, y en los brainstorming realizados en las empresas a comienzos de la década de los setenta, pero que ahora estaba atrasada, y marchita.

Norman no podía comprenderlo. Él tenía la impresión de que la sociedad norteamericana era, cada vez más, una sociedad en la que la gente trabajaba en grupos, no sola; que el furioso individualismo había sido reemplazado por las interminables reuniones de directivos empresarios y las decisiones tomadas en equipo. A Norman le parecía que, en esta nueva sociedad, la conducta de grupo era más importante, no menos. Y no creía que la angustia, considerada como problema clínico, se pudiera resolver con pildoras. Él creía que una sociedad en la que el medicamento que más se recetaba era el Valium, debía definirse como una sociedad con problemas sin resolver.

Hasta que no llegó la preocupación por las técnicas directivas japonesas, en los años ochenta, el campo de investigación de Norman no logró un nuevo punto de apoyo en la atención académica. Hacia la misma época, se reconoció que la dependencia que producía el Valium era motivo de grave preocupación, y se volvió a considerar todo el tópico de la terapia farmacológica para combatir la angustia. Mientras tanto, Johnson pasó varios años sintiéndose como si sus actividades carecieran de importancia. (Durante casi tres años no se le había aprobado una sola subvención para sus investigaciones.) De modo que, tanto el nombramiento para la cátedra, como hallar una casa, eran problemas muy reales.

Durante la peor etapa de esta época, a fines de 1979, un solemne abogado joven, que provenía del Consejo Nacional de Seguridad de Washington, fue a ver a Norman. El visitante se sentó con una pierna cruzada sobre la otra y daba nerviosos tironcitos a uno de sus calcetines. Le dijo a Norman que había ido para solicitar su ayuda como psicólogo.

Norman contestó que, si podía hacerlo, le ayudaría.

Sin dejar de tirar del calcetín, el abogado manifestó que deseaba hablarle sobre «una grave cuestión de seguridad nacional, a la que hoy se enfrenta nuestro país».

Cuando Norman le preguntó cuál era ese problema, el abogado le respondió:

– Sencillamente, que este país carece, por completo, de preparación para el caso de que se produzca una invasión de seres extra-terrestres. No la tenemos en ningún terreno.

El hecho de que el abogado fuera joven y que, mientras hablaba, mirara su calcetín con fijeza, hizo que Norman pensara, al principio, que el hombre estaba turbado porque lo habían enviado a cumplir una misión descabellada; pero cuando el abogado levantó la mirada, Norman comprendió, para asombro suyo, que hablaba completamente en serio.

– Esta vez nos podría coger con la guardia baja -dijo el abogado-. Me refiero a una invasión extra-terrestre.

Norman tuvo que morderse los labios.

– Es probable que sea cierto -admitió.

– Los del gobierno están preocupados.

– ¿Sí?

– Existe la sensación, en los niveles más altos, de que se deberían trazar planes para una contingencia de ese tipo.

– Usted quiere decir planes para el caso de que se produzca una invasión de seres extra-terrestres…

Norman se las arregló para no reír.

– Quizá «invasión» sea un término demasiado fuerte. Suavicémoslo y hablemos de «contacto». Contacto con seres extra-terrestres.

– Entiendo.

– Usted ya interviene en los equipos que prestan ayuda en los accidentes de aviación civil, doctor Johnson. Sabe cómo funcionan esos grupos de emergencia. Necesitamos de usted para la composición óptima de un equipo destinado a ocuparse de accidentes de aviación que se enfrente con una invasión extra-terrestre.

– Entiendo -dijo Norman mientras se preguntaba cómo podría salir con tacto de esa situación.

Se veía muy claro que la idea era absurda, y Norman sólo podía interpretarla como un desplazamiento: el gobierno, enfrentado a tremendos problemas que no podía resolver, había decidido pensar en alguna otra cosa.

Entonces el abogado tosió, propuso un estudio y nombró una cuantiosa cifra, equivalente a una subvención de dos años para investigaciones.

Norman vio la oportunidad de comprarse la casa, y aceptó.

– Me complace que se halle usted de acuerdo en que el problema es real.

– Ah, sí -dijo Norman.

Se preguntó qué edad tendría aquel chico, y calculó que alrededor de veinticinco años.

– Tan sólo tendremos que conseguirle su pase de seguridad.

– ¿Necesito un pase de seguridad?

– Doctor Johnson -dijo el abogado, cerrando de golpe su maletín-, este proyecto es ultrasecreto.

– No tengo inconveniente -dijo Norman.

Hablaba en serio. Aunque podía imaginar la reacción de sus colegas si alguna vez se enteraban de esto.

Lo que había empezado como una broma, pronto se volvió, lisa y llanamente, una extravagancia: durante el año siguiente, Norman voló cinco veces a Washington, para celebrar reuniones con funcionarios de alto nivel, del Consejo Nacional de Seguridad, por el tema del peligro inminente, incluso apremiante, de una invasión extra-terrestre.

El trabajo que hacía se mantenía en el mayor secreto. A una de las primeras preguntas, respecto a si el proyecto se debería transferir a la DARPA [ [5]] (entidad perteneciente al Pentágono), los funcionarios decidieron que no. Hubo preguntas acerca de si se debía pasar a la NASA y, una vez más, se decidió no hacerlo. Uno de los representantes del gobierno había dicho:

– Ésta no es una cuestión científica, doctor Johnson. Es una cuestión de seguridad nacional. Y no queremos airearla.

A Norman le sorprendía siempre el nivel de los funcionarios con los que se le decía que se reuniera. En cierta ocasión, uno de los subsecretarios de Estado más antiguos empujó a un lado los documentos que tenía sobre el escritorio (estaban relacionados con la crisis más reciente en Oriente Medio) y le preguntó:

– ¿Qué piensa en relación a la posibilidad de que los extra-terrestres nos puedan leer la mente?

– No sé -respondió Norman.

– Bueno, el problema que me planteo es éste: ¿cómo vamos a poder formular una posición oficial de negociación, si nos pueden leer el pensamiento?

– Podría ser uno de los problemas -coincidió Norman echando un furtivo vistazo a su reloj.

– Demonios, ya es bastante grave que los rusos intercepten nuestros cablegramas en clave; sabemos que los japoneses y los israelíes han descifrado todos nuestros códigos, y rezamos para que los rusos no puedan hacerlo todavía. Pero usted entiende lo que quiero decir, dónde radica el gran problema… Me refiero a la lectura de la mente.

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[5] Defense Advanced Research Project Agency: Departamento del Proyecto de Investigaciones Avanzadas para la Defensa. (N. del T.)