– No, ésa era otra. Esa era Medea. Según la mitología, Medusa era una mujer que tenía la cabeza cubierta por serpientes, y que convertía en piedra a los hombres que la miraban directamente. La mató Perseo, quien no la miró directamente, sino que miró su imagen reflejada en el escudo que él había bruñido con esa intención.
– Lo siento, Norman. No es mi campo.
Norman pensó: «Es notable que, en una época, todo occidental instruido sabía quiénes eran estas figuras de la mitología, así como las historias inherentes a ellas; las conocían tan a fondo como la historia de familiares y amigos. Antes, los mitos representaron un conocimiento compartido por toda la especie humana, y actuaban a guisa de mapa del mundo consciente. En cambio ahora una persona bien educada como Beth no posee el menor conocimiento de los mitos.» Era como si los hombres hubiesen decidido que el mapa del mundo consciente de los seres humanos había cambiado. Pero ¿había cambiado en realidad? Norman tuvo un escalofrío. Ella le preguntó:
– ¿Todavía sientes frío, Norman?
– Sí. Pero lo peor es el dolor de cabeza.
– Es probable que estés deshidratado. Veamos si puedo hallar algo para que bebas. -Se dirigió hacia el botiquín de primeros auxilios que estaba en la pared-. ¿Sabes? Lo que hiciste fue un verdadero despliegue de coraje -dijo Beth-. Saltar de esa manera, sin traje… La temperatura del agua está apenas un par de grados por encima del punto de congelación. Fue un acto muy valiente. Estúpido, pero valiente. -Sonrió y agregó-: Me salvaste la vida, Norman.
– No pensé -repuso él-. Simplemente lo hice.
Y después le contó cómo, cuando la vio allí fuera y descubrió la nube giratoria de sedimentos que se le acercaba, experimentó un horror antiguo e infantil, algo que provenía de recuerdos muy lejanos.
– ¿Sabes lo que fue? Me recordó el tornado de El mago de Oz. Cuando era pequeño, ese tornado me había dejado pasmado de terror, y no quise que volviera a ocurrir.
En el mismo momento en que pronunciaba esas palabras, pensó: «Quizá éstos sean nuestros nuevos mitos: Dorothy, Toto y la Bruja Perversa; el capitán Nemo y el calamar gigante…»
– Pues cualquiera que haya sido la razón, me salvaste la vida. Gracias.
– De nada. -Sonrió y agregó-: Lo que te pediría es que no lo vuelvas a hacer.
– No, no volveré a salir.
Beth le ofreció un vasito de papel con una bebida viscosa y dulce.
– ¿Qué es esto?
– Complemento isotónico de glucosa. Bébelo.
Tomó un sorbo, pero la bebida era desagradable por lo empalagosa. Al otro lado de la habitación, en la pantalla de la consola todavía se leía: OS MATARÉ AHORA. Norman miró a Harry, que seguía inconsciente y aún tenía la sonda intravenosa en el brazo.
Harry había estado inconsciente todo el tiempo.
Norman no se había planteado lo que se infería de este hecho. Había llegado la hora de hacerlo. No quería, pero estaba obligado a ello.
– Beth, ¿por qué crees que está ocurriendo todo esto?
– ¿A qué te refieres?
– A las palabras que aparecieron en la pantalla, y a esa otra manifestación que vino a atacarnos.
Beth le dirigió una de esas miradas neutras, insulsas.
– ¿Qué crees tú, Norman?
– No es Harry.
– No, no lo es.
– Entonces, ¿qué está sucediendo?
Se puso de pie y apretó las mantas contra su cuerpo. Flexionó la rodilla vendada; le dolía, pero no demasiado. Avanzó hacia la portilla y miró por la ventana: a lo lejos, alcanzaba a ver el rosario de luces rojas, correspondientes a los explosivos que Beth había colocado y montado. No entendía por qué había hecho eso; se había comportado de un modo muy extraño en relación con ese asunto…
Miró hacia abajo, en dirección a la base del habitáculo, y vio que también allí refulgían luces rojas, justo debajo de la portilla.
Beth había conectado los explosivos que estaban alrededor del habitáculo.
– Beth, ¿qué hiciste?
– ¿Qué hice?
– Has conectado los explosivos en torno al DH-8.
– Sí, Norman -confirmó Beth.
Estaba de pie y lo observaba, muy quieta, muy tranquila.
– Beth, prometiste que no lo harías.
– Lo sé. Tuve que hacerlo.
– ¿Cómo están conectados? ¿Dónde se halla el botón?
– No hay ningún botón: están calibrados con sensores automáticos de vibración.
– ¿Quieres decir que se dispararán de forma automatica?
– Sí, Norman.
– Eso es una locura. Alguien sigue haciendo manifestaciones. ¿Quién lo hace, Beth?
La mujer sonrió lentamente, con una sonrisa felina, morosa, como si, en secreto, se divirtiera a costa de Norman.
– ¿De veras no lo sabes?
Sí, él lo sabía, y el conocimiento le daba escalofríos.
– Tú estás haciendo esas manifestaciones Beth.
– No, Norman -repuso ella sin perder la calma-. Yo no las estoy haciendo: las estás haciendo tú.
0640 HORAS
Norman se retrotrajo varios años, a los lejanos días de su práctica hospitalaria, cuando había trabajado en el hospital estatal de Borrego. Su jefe de investigación lo había enviado para que elaborara un informe sobre la evolución de un paciente. El hombre frisaba los treinta años, y era agradable y bien educado. Norman habló con él sobre los más diversos temas: la transmisión hidromática del «Oldsmobile», las mejores playas para practicar surf, la reciente campaña presidencial de Adlai Stevenson, la técnica de lanzamiento del jugador de béisbol Whitey Ford; hablaron hasta de la teoría freudiana.
El paciente no podía ser más encantador, si bien fumaba de modo incesante y parecía estar poseído por una tensión subyacente. Al fin, Norman se decidió a preguntarle por qué había sido enviado al hospital.
No recordaba el porqué. Se disculpaba, y parecía sincero al afirmar que no podía recordarlo. Sometido a un interrogatorio reiterado que le hizo Norman, el sujeto empezó a perder encanto y a ganar en irritación. Por último, se volvió amenazador e iracundo, daba puñetazos en la mesa y le exigía a Norman que hablara de cualquier otra cosa.
Entonces, Norman cayó en la cuenta de quién era ese hombre: Alan Whittier, el cual, cuando era adolescente, había asesinado a su madre y a su hermana en la casa rodante que tenían en Palm Desert; luego mató a otras seis personas en una estación de servicio, y a tres más, en la explanada de estacionamiento de un supermercado, hasta que, por último, se había entregado a la policía, sollozante e histérico, presa de la culpa y del remordimiento. Whittier permaneció diez años en un hospital, y durante ese período había atacado con brutalidad a varios asistentes.
Ése era el hombre que Norman tenía frente a sí. Estaba enfurecido, pateaba la mesa y golpeaba la pared con el respaldo de su silla. Se dio vuelta para huir de la sala, pero la puerta que tenía a sus espaldas estaba cerrada con llave: lo habían encerrado, que es lo que siempre hacían durante las entrevistas con los pacientes violentos.
Detrás de Norman, Whittier había levantado la mesa y la había arrojado contra la pared, y estaba a punto de abalanzarse sobre Norman, que se hallaba aterrorizado. En ese momento oyó el ruido de los cerrojos, y enseguida tres enormes asistentes se precipitaron en el interior de la habitación, agarraron a Whittier y se lo llevaron a rastras. El enfermo seguía chillando y maldiciendo.
Norman se apresuró a ir a ver a su jefe y le exigió que le dijera por qué lo había engañado. El jefe le preguntó:
– ¿Sientes que fuiste engañado?
– Sí. Me engañaron.
– ¿Pero no te habían dicho de antemano cómo se llamaba ese paciente? ¿El nombre no te dijo nada?
Norman contestó que, en realidad, no le había prestado atención.
– Será mejor que prestes atención, Norman. Nunca te puedes permitir bajar la guardia en un sitio como ése. Es demasiado peligroso.