Y tenía el control del habitáculo.
– Beth…
– Lo siento, Norman. Ya no puedo confiar más en ti.
– Beth…
– Voy a cortar la comunicación, Norman. No voy a escucharte…
– Beth, espera…
– …más. Sé lo peligroso que eres. Vi lo que le hiciste a Harry. Cómo torciste los hechos, de modo que él apareciera como culpable. Sí, todo habría sido culpa de Harry, en el momento en que hubieras terminado. Y ahora quieres que parezca que es culpa de Beth, ¿no? Pues voy a decirte una cosa: no lo podrás hacer, porque he cortado la comunicación contigo, Norman. No voy a oír tus palabras suaves y convincentes. No puedo escuchar tus manipulaciones. Así que no gastes energías.
Norman detuvo la cinta; ahora el monitor mostraba a Beth en vez de la consola, en el cuarto de abajo.
Estaba apretando teclas.
– ¿Beth? -llamó.
La mujer no respondió y continuó trabajando en la consola, refunfuñando para sí:
– Eres un verdadero hijo de puta, Norman, ¿lo sabes? Te sientes tan mal que necesitas que todo el mundo se sienta tan vil como tú.
«Está hablando de sí misma», pensó Norman.
– Te sientes tan poderoso en eso del subconsciente, Norman: lo subconsciente esto, lo subconsciente aquello. ¡Cristo, estoy harta de ti! Probablemente tu subconsciente nos quiere matar a todos, nada más que porque te quieres suicidar y piensas que los demás debemos morir contigo.
Norman sintió que recorría su cuerpo un estremecedor escalofrío: Beth, con su carencia de autoestima, con su profundo odio a sí misma, había penetrado en la esfera, y ahora estaba actuando con el poder que ésta le había conferido, pero sin estabilidad en sus pensamientos. Beth se veía a sí misma como una víctima que luchaba contra su sino, y siempre sin éxito. Beth era la víctima de los hombres, de la organización de la sociedad, de la investigación científica, de la realidad. En ningún caso alcanzaba a ver cómo todo eso se lo había hecho ella a sí misma… «Y puso explosivos alrededor de todo el habitáculo», pensó Norman.
– No te permitiré hacerlo, Norman. Te voy a detener antes de que nos mates a todos.
Cuanto ella decía era inversión de la verdad. Ahora Norman empezaba a ver el patrón de su conducta.
Beth se había dado cuenta de cómo abrir la esfera y había ido allí en secreto, porque siempre había sentido la atracción del poder. Siempre había creído que le faltaba poder, que necesitaba más. Pero como no estaba preparada para manejarlo una vez que lo tuviera, seguía viéndose a sí misma como una víctima, de modo que tenía que negar la posesión del poder y disponer las cosas para ser víctima de ese poder.
Su situación era muy diferente de la de Harry, pues éste había negado sus miedos y, por ese motivo, las imágenes aterradoras se manifestaron por sí mismas. Pero Beth negó su poder y, en consecuencia, hizo que se manifestara una nube remolineante de poder amorfo e incontrolado.
Harry era un matemático que vivía en un mundo consciente de abstracciones, de ecuaciones y de ideas. De manera que un ser concreto, como un calamar, era lo que le causaba miedo. Pero Beth, una zoóloga que todos los días estaba en contacto con animales, seres a los que podía tocar y ver, tuvo que crear una abstracción, un poder al que ella no podía ni tocar ni ver. Un poder abstracto y sin forma que llegaba para atraparla a ella.
Y al objeto de defenderse, había rodeado el habitáculo de explosivos.
«No es gran cosa como defensa», pensó Norman.
A menos que, secretamente, esa persona quisiera matarse.
Norman vio con claridad todo el horror de la situación.
– No vas a salirte con la tuya, Norman. No permitiré que ocurra. No consentiré que me suceda a mí.
Continuaba apretando teclas en la consola. ¿Qué estaba planeando? ¿Qué podría hacerle? Norman tenía que pensar.
De súbito, las luces del laboratorio se apagaron. Un instante después ocurrió lo mismo con el gran calefactor de ambiente, cuyos elementos irradiantes empezaron a enfriarse y a oscurecerse.
Beth había cortado la corriente.
Con el calefactor apagado, ¿cuánto tiempo podría resistir? Norman cogió las mantas de la cama de Beth y se envolvió en ellas. ¿Cuánto tiempo aguantaría sin calor? «Desde luego, no seis horas», pensó con pesimismo.
– Lo siento, Norman, pero debes entender la posición en la que me encuentro: mientras te halles consciente, yo estoy en peligro.
«Quizá una hora -pensó-. Tal vez pueda durar una hora.»
– Lo siento, Norman. Pero me veo obligada a hacerte esto.
Oyó un suave siseo: la alarma de la placa que tenía en el pecho empezó a emitir un sonido intermitente y agudo. Bajó la vista y la miró. Incluso en la oscuridad pudo ver que ahora la placa estaba gris. Supo de inmediato qué era lo que había pasado: Beth había cortado el suministro de aire al laboratorio.
0535 HORAS
Acurrucado en la oscuridad escuchaba el silbido que, a intervalos regulares, emitía la alarma de su placa, y el siseo del aire que se escapaba. La presión disminuía con rapidez: los oídos se le taponaron, como si se encontrara a bordo de un avión que estuviera despegando.
«Haz algo», pensó, sintiendo que el pánico lo invadía.
Pero no había nada que pudiera hacer: se hallaba encerrado en la cámara superior del Cilindro D y no podía salir. Beth tenía el control de toda la instalación y sabía cómo operar los sistemas para mantenimiento de la vida. Le había cortado la corriente, había quitado la calefacción y ahora interrumpía el acceso de aire. Norman estaba atrapado.
A medida que la presión disminuía, las botellas herméticamente cerradas, que contenían especímenes, explotaban como bombas, y disparaban fragmentos de vidrio por todo el cuarto. Norman se agazapó debajo de las mantas y sentía cómo los cristales rasgaban la tela. Ahora respirar era más difícil. Al principio, Norman había pensado que era la tensión, pero después se dio cuenta de que el aire se volvía menos denso. Pronto perdería el conocimiento.
Haz algo.
Tenía la impresión de que no podía recuperar el aliento.
Haz algo.
Pero en lo único que pensaba era en respirar. Necesitaba aire, le hacía falta oxígeno. Entonces pensó en el botiquín de primeros auxilios. ¿Había oxígeno de emergencia en el botiquín? No estaba seguro. Le parecía recordar… Cuando se levantó explotó otra botella con especímenes, y tuvo que agacharse para esquivar los trozos de vidrio que volaban.
Boqueaba, casi asfixiado; el pecho le subía y le bajaba trabajosamente. Empezaba a ver puntos grises.
Avanzó a tientas en la oscuridad, en busca del botiquín; sus manos se desplazaban a lo largo de la pared. Tocó un cilindro. ¿Oxígeno? No, demasiado grande: tenía que ser el extintor de incendios. ¿Dónde se hallaba el botiquín? Siguió palpando la pared. ¿Dónde?
Sintió la caja metálica, la tapa en la que se hallaba estampada la cruz en relieve. La abrió de un tirón y metió las manos en ella.
Más puntos flotaron ante sus ojos: no le quedaba mucho tiempo.
Sus dedos tocaron frascos pequeños, y blandos paquetes de vendas. No había botellas de aire. ¡Maldición! Los frascos cayeron al suelo, y algo grande y pesado le aterrizó sobre un pie, con un ruido sordo. Norman se inclinó, tocó el pavimento y sintió que un pedazo de cristal le había hecho un corte en un dedo, no le prestó atención. Sus manos se cerraron sobre un frío cilindro de metal; era pequeño, apenas más largo que la palma de la mano. En uno de los extremos había una especie de tubo de unión, una tobera…
Era una lata de aerosol, una maldita lata de algún producto para rociar. La tiró lejos. Oxígeno. ¡Necesitaba oxígeno!
Recordó que junto a la litera… ¿No había oxígeno de emergencia al lado de cada litera del habitáculo? A tientas, buscó el sofá en el que dormía Beth; palpó la pared que estaba por encima de lo que tenía que ser la cabecera. Seguramente había oxígeno allí. Ahora Norman sentía vahídos, comenzaba a dejar de pensar con claridad.